Ese señor sabe que se va a morir. Está triste. No habla. No puede comer. El sólo hecho de ver la comida le produce náuseas. La enfermedad lo corroe. Camina lentamente. No protesta por nada. Lo empujan y se deja vejar. En esta vida, la poca que le resta, apenas si puede beberse dos cervezas por día. Le gustaría emborracharse, como en el pasado. Pero las dos cervezas lo embuchan y por poco vomita. Le queda conciencia y lucidez pero es lo peor que le pueda quedar en su actual estado. Este hombre no piensa en mujeres ni en lo que pasa en el mundo. Lo mismo le da. Sólo quisiera, con la fuerza que lo lleva de una calle a otra hasta llegar al bar, emborracharse, sentirse ebrio y luego caerse inconsciente, totalmente perdido. Pero ni siquiera esto puede. Su estómago no se lo permite. Su estómago, que lo rechaza todo. Ahora observa a los que beben ruidosamente y está por retirarse. Va a dormir en un cuchitril solo.
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Yo soy un hombre pulcro. Me lavo los dientes a cada instante. Cargo conmigo un hilo dental. Me lavo las manos por cualquier cosa que toque. Hasta por tocarme cualquier parte de mi cuerpo me lavo las manos. Me baño dos veces al día y después que me acuesto con una mujer me limpio con alcohol o agua oxigenada. Me lavo la cara en todas partes y me lavo la cabeza tantas veces como me lavo el cuerpo, o sea, dos veces al día.
Me cambio a diario de calcetines, interiores y camisa. Lo único que no hago a diario es afeitarme. La hojilla o la máquina me erosionan la piel y me la ponen a arder. Pero después que me afeito me unto de alcohol o de colonia. Le tengo miedo a las enfermedades mentales y a los insomnios. Con todo esto quiero decir que por pulcro soy propenso al suicidio.
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Almorcé en las cuatro naciones. Allí todos son amigos míos y cuando fui a pagar ya lo tenía todo cancelado. De paso me mandaron un vaso de vino español y Sandra me dijo:
– No estás escribiendo nada que valga la pena.
Un diario no vale la pena. Ni el relato Diario Para Sandra en diez capítulos no vale la pena. No vale la pena el libro de Los Tratados. No vale la pena nada. Sólo uno, que ha leído a Darío sabe lo que vale la pena.
Nos fuimos a cenar a El Castillo. El viejo Joao me abrió la puerta del taxi. Le llevaba como regalo una cantidad de ceniceros para su negocio. Los expandí sobre el mostrador y él me dijo:
- No, señor Rodríguez, porque se los roban.
Escribo lento y la gente se preguntará: ¿Y a mi que me importa lo que haga, beba o coma Argenis Rodríguez? ¡Al c… con ese señor!
Pero yo comí bien y recordé los sinsabores de Hemingway en Pamplona y la gente ha podido decirse lo mismo. Pero yo nunca me lo dije y lo leí y releí hasta aprender de él y por eso hablo de mí.
15/12/1982

















