(Sobre las universidades en Venezuela)
Juan C. Villegas F.
Quizá soy perezoso para escribir, o tal vez lo pienso demasiado. Cuando publiqué la primera parte de esta historia, recordé aquella época donde veíamos clases en un edificio sombrío, lleno de murciélagos y sin iluminación; donde nos turnábamos para vigilarlo y evitar que los malandros se robaran los cables eléctricos y se llevaran las pocetas de los baños. Eso está ahora a un millón de años luz de distancia, a pesar que ocurrió, en relojes terrestres, hace apenas cuatro años; como un vivo ejemplo de la teoría de Einstein de la relatividad del tiempo.
Creo que hay una cierta moda o tendencia a hablar de la ciencia, pero evitando hacerla, como si ello fuese posible solo con nombrarla. Tal vez sea una reminiscencia de nuestra educación judeo-cristiana, donde si algo se nombra, como lo haría dios, y solo por ese hecho, ya eso existe. Es como hablar de poesía, y creerse además crítico de arte, sin intentar escribir una sola línea; esto es, sin la alegría del dolor que provoca sumergirse en las duras letras que enturbian (o purifican, no sé) el alma humana. Y no es una cosa de conocimientos, ni de títulos, ni de laboratorios arrechísimos, o de saber o no saber matemáticas avanzadas. De la misma manera que para ser poeta solo se necesita saber leer y escribir; aún cuando, si estiramos más el asunto, podríamos inclusive dictar a viva voz nuestro arte, como lo hacían los juglares y artistas nómadas en las sociedades antiguas, donde no se precisaba siquiera la existencia de un sistema formal de escritura.
Recuerdo hace unos años hablando con un profesor, que juzgo con buena formación; contándome de una visita que él hizo a una nueva cooperativa de pescado en Venezuela, donde fue recibido muy bien, con folletos, exposiciones, presentaciones y excelentes discursos; pero cuando quiso que le mostraran los peces que cultivaban en lagunas artificiales, apenas le trajeron unos pocos en una cestica muy bonita ¡Esa era toda la “producción”! Y él preguntaba angustiado “¿dónde están los pescaos?”. Eso fue antes de la sanciones gringas, y eso ciertamente, ha cambiado radicalmente. Ahorita no se concibe ninguna actividad que no tuviese viabilidad económica, dado la casi nula posibilidad que tiene el Estado venezolano de subsidiar cualquier cosa; salvo, claro está, la educación, salud y seguridad públicas.
Los gringos nos hicieron un gran favor con las fulanas sanciones, que aunque nos han conducido a las puertas del infierno, hemos podido reconciliarnos con nosotros mismos; y de entender, de una vez por todas, que el siglo de renta petrolera se extinguió definitivamente en nuestro país. Aplaudo la nueva Universidad de las Ciencias, pero no puedo aplaudir que las otras universidades sean condenadas al ostracismo, habiendo gente que trabaja en ciencia y tecnología de forma muy capaz y de alto nivel. No son discursos, ni campañas en las redes sociales, lo que hará que superemos nuestra dependencia tecnológica. No es invitando a científicos extranjeros a “elevar el nivel” en Venezuela (esto también se hizo profusamente en la cuarta república sin resultados sostenibles a largo plazo), mientras se subutiliza o desperdicia una enorme capacidad intelectual que está allí para ser reinvertida en la nación, y que tardó cuarenta o cincuenta años, al menos, para desarrollarse.
Amar la ciencia, desde estas remotas montañas en Mérida, es la poesía que todo científico precisa para seguir viviendo; a pesar del olvido, de la incomprensión y del desamor. Cuando uno se sumerge en esto, y ausculta el corazón de las cosas de este mundo, de verdaíta, llega al convencimiento que esa “ciencia de primer nivel” que vendrá mágicamente del extranjero, siempre ha estado aquí, con nosotros, y solo se precisa trabajar rigurosamente, con método, para hacer brotar las cosas más maravillosas desde nuestros cerebros. Y es allí donde está la clave de nuestro “gran salto hacia adelante”; no como lo intentó Mao, sino como aquel que logró Deng Xiaoping.
En caso contrario, habremos cambiado el cordón umbilical del occidente al oriente, y dentro de treinta años estaremos preguntándonos: ¿por qué no hemos podido desarrollar la ciencia y la tecnología en Venezuela? Aunque de los dientes para afuera hablamos de las cosas maravillosas que haremos, en lo profundo, sin embargo, desconfiamos de nuestras propias capacidades como pueblo.
No soy crítico de arte, soy artista (I)
(Sobre las universidades en Venezuela)
Juan C. Villegas F.
En ENSARTAOS han aparecido varios y recurrentes artículos (*) de mi amigo José Sant Roz, donde habla del futuro de las universidades y de la ciencia en Venezuela. Él conoce bastante de eso, por haber pasado más de treinta años como docente en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Los Andes; jubilándose hace ya más de una década. Y en una reciente conversa, tuve la sensación de que él hablaba de una universidad que ya no existe (y no volverá a la vida) tal cual y como él la vivió y la recordaba.
Las brutales sanciones económicas gringas, el Covid-19, y la conflictividad política, llevó al profesorado universitario a jubilarse, emigrar, buscar otros trabajos, ponerse a cultivar la tierra, etc; si no tuvo la desventura de guindar prematuramente la guitarra. Calculo que quedaron, siendo muy optimistas, un 35% de la planta profesoral de hace 10 años. Laboratorios vacíos, carreras sin estudiantes, enorme infraestructura ociosa, y un caramanchel de equipos obsoletos antidiluvianos, era un panorama aterrador que muchos (y muchas) no pudieron ya soportar. Quizás eso es lo que Sant Roz vio cuando regresó al edificio principal de su antigua Facultad. Y no lo culpo. Pero su mirada, juzgo, es subjetiva. Quizás estaba buscando aquellos PhD, estudiados en el extranjero, que gastaban interminables horas sentados en el cafetín de la Facultad, creyendo cambiar el mundo, pero no hicieron otra cosa que obtener sus rimbombantes títulos en “prestigiosas” universidades; pero más nada. Eso, para ellos, y para el sistema de esa época, era el fin último, y no el principio del conocimiento mínimo necesario para hacer ciencia de forma seria. Nunca fundaron una corriente de pensamiento, al menos un laboratorio, o establecieron una nueva línea de investigación; más allá de dar unos cursos y publicar algunos papers. Hay sus excepciones, por supuesto. Y de eso quiero hablarles hoy, sin querer agotar el tema.
Pienso que nosotros tocamos fondo en los años 19, 20 y 21; y de eso han pasado apenas unos cinco años. No había clases presenciales, y el enorme edificio de más de 8 mil metros cuadrados lo habían invadido los murciélagos, las palomas, y una miríada de insectos alados. Prácticamente no había luces, agua empozada de viejos chaparrones, y salones desvencijados por doquier. Hubo gente, mucha, que nos veían con desdén, e inclusive con compasión. Pero allí resistimos. Allí combatimos la delincuencia, que robaba el cableado y desvalijara el edificio de matemáticas, dejándolo inservible e inhabitable. Allí estuvimos dándole vida a la universidad, junto con un grupo de estudiantes y personal ATO, en una situación muy grave, llegando a nuestro trabajo en un solo autobús, muy abarrotado, que hacía el recorrido gratis desde la Universidad Politécnica Territorial de Mérida (UPTMKR) en Ejido, hasta la UNEFA, UNA, y finalmente la ULA en Mérida.
Allí fue que entendí que el amor al conocimiento (tal vez, no sé, porque no teníamos más nada que perder) era independiente del color político y de la forma como concebíamos el mundo. Y que esa universidad que estaba muriendo había que enterrarla profundamente, porque ya hedía de forma insoportable; y que esa nueva universidad que estaba emergiendo, pobre, con enormes carencias, casi sin estudiantes y sin personal calificado, era lo que las circunstancias y la realidad estaba engendrando.
De eso hace apenas cinco años, cuando mucho. Ahora nuestra Facultad tiene una cara mucho más amable, nueva, limpia; como alguien que, aún teniendo el mismo rostro y el mismo cuerpo, se ha ido recuperado de una espantosa enfermedad, que varios juzgaron terminal, que lo mantuvo al borde del abismo. Imagínense viviendo esa época, conviviendo con miles de murciélagos que se cagaban en las paredes, y trillones de palomas que hacían nidos en los lugares más insólitos; dándole clases a dos o tres estudiantes en total penumbra, con, tal vez, diez o veinte luminarias en total, para una edificación con más de seiscientas lámparas, todas quemadas; o haciendo investigación en laboratorios sin agua, sin gas, y sin luz.
No, no estará igual que cuando era rico y famoso, y tenía veinte años. Viene de una guerra, donde engañó a la muerte, ciertamente no quedó loco del espanto de las batallas, pero perdió una mano, y a veces se sacude en las noches tranquilas en pesadillas donde lo bombardean y no encuentra su arma para defenderse. Eso ciertamente quedó ya en el pasado, pero nunca podrá liberarse completamente de sus secuelas. Tendrá que empezar de nuevo, y ya no es joven; pero la dureza de las batallas lo han fortalecido. Quiere ahora ocuparse de cosas concretas y no de vacuas disquisiciones filosóficas, como en el fenecido cafetín. Sabe que los más jóvenes necesitan de sus conocimientos, talentos y fortaleza intelectual; pero también entiende que el tiempo no regresa, y que las nuevas generaciones también tienen su propia visión del mundo.
Y esta, ahora, la prefiere.
CONTINUARÁ
“Póngase a hacer pa’ poder saber, no espere saber pa’ ponerse a hacer”
Don Luis Zambrano
(*)