(Sobre las universidades en Venezuela)

Juan C. Villegas F.
En ENSARTAOS han aparecido varios y recurrentes artículos (*) de mi amigo José Sant Roz, donde habla del futuro de las universidades y de la ciencia en Venezuela. Él conoce bastante de eso, por haber pasado más de treinta años como docente en la Facultad de Ciencias de la Universidad de Los Andes; jubilándose hace ya más de una década. Y en una reciente conversa, tuve la sensación de que él hablaba de una universidad que ya no existe (y no volverá a la vida) tal cual y como él la vivió y la recordaba.
Las brutales sanciones económicas gringas, el Covid-19, y la conflictividad política, llevó al profesorado universitario a jubilarse, renunciar, emigrar, buscar otros trabajos, ponerse a cultivar la tierra, etc; si no tuvo la desventura de guindar prematuramente la guitarra. Calculo que quedaron, siendo muy optimistas, un 35% de la planta profesoral de hace 10 años. Laboratorios vacíos, carreras sin estudiantes, enorme infraestructura ociosa, y un caramanchel de equipos obsoletos antidiluvianos, era un panorama aterrador que muchos (y muchas) no pudieron ya soportar. Quizás eso es lo que Sant Roz vio cuando regresó al edificio principal de su antigua Facultad. Y no lo culpo. Pero su mirada, juzgo, es subjetiva. Quizás estaba buscando aquellos PhD, estudiados en el extranjero, que gastaban interminables horas sentados en el cafetín de la Facultad, creyendo cambiar el mundo, pero no hicieron otra cosa que obtener sus rimbombantes títulos en “prestigiosas” universidades; pero nada más. Eso, para ellos, y para el sistema de esa época, era el fin último, y no el principio del conocimiento mínimo necesario para hacer ciencia de forma seria. Nunca fundaron una corriente de pensamiento, al menos un laboratorio, o establecieron una nueva línea de investigación; más allá de dar unos cursos y publicar algunos papers. Hay sus excepciones, por supuesto. Y de eso quiero hablarles hoy, sin querer agotar el tema.
Pienso que nosotros tocamos fondo en los años 19, 20 y 21; y de eso han pasado apenas unos cinco años. No había clases presenciales, y el enorme edificio de más de 8 mil metros cuadrados lo habían invadido los murciélagos, las palomas, y una miríada de insectos alados. Prácticamente no había luces, agua empozada de viejos chaparrones, y salones desvencijados por doquier. Hubo gente, mucha, que nos veían con desdén, e inclusive con compasión. Pero allí resistimos. Allí combatimos la delincuencia, que robaba el cableado y desvalijara el edificio de matemáticas, dejándolo inservible e inhabitable. Allí estuvimos dándole vida a la universidad, junto con un grupo de estudiantes y personal ATO, en una situación muy grave, llegando a nuestro trabajo en un solo autobús, muy abarrotado, que hacía el recorrido gratis desde la Universidad Politécnica Territorial de Mérida (UPTMKR) en Ejido, hasta la UNEFA, UNA, y finalmente la ULA en Mérida.
Allí fue que entendí que el amor al conocimiento (tal vez, no sé, porque no teníamos más nada que perder) era independiente del color político y de la forma como concebíamos el mundo. Y que esa universidad que estaba muriendo había que enterrarla profundamente, porque ya hedía de forma insoportable; y que esa nueva universidad que estaba emergiendo, pobre, con enormes carencias, casi sin estudiantes y sin personal calificado, era lo que las circunstancias y la realidad estaba engendrando.
De eso hace apenas cinco años, cuando mucho. Ahora nuestra Facultad tiene una cara mucho más amable, nueva, limpia; como alguien que, aún teniendo el mismo rostro y el mismo cuerpo, se ha ido recuperado de una espantosa enfermedad, que varios juzgaron terminal, que lo mantuvo al borde del abismo. Imagínense viviendo esa época, conviviendo con miles de murciélagos que se cagaban en las paredes, y trillones de palomas que hacían nidos en los lugares más insólitos; dándole clases a dos o tres estudiantes en total penumbra, con, tal vez, diez o veinte luminarias en total, para una edificación con más de seiscientas lámparas, todas quemadas; o haciendo investigación en laboratorios sin agua, sin gas, y sin luz.
No, no estará igual que cuando era rico y famoso, y tenía veinte años. Viene de una guerra, donde engañó a la muerte, ciertamente no quedó loco del espanto de las batallas, pero perdió una mano, y a veces se sacude en las noches tranquilas en pesadillas donde lo bombardean y no encuentra su arma para defenderse. Eso ciertamente quedó ya en el pasado, pero nunca podrá liberarse completamente de sus secuelas. Tendrá que empezar de nuevo, y ya no es joven; pero la dureza de las batallas lo han fortalecido. Quiere ahora ocuparse de cosas concretas y no de vacuas disquisiciones filosóficas, como en el fenecido cafetín. Sabe que los más jóvenes necesitan de sus conocimientos, talentos y fortaleza intelectual; pero también entiende que el tiempo no regresa, y que las nuevas generaciones también tienen su propia visión del mundo.
Y esta, ahora, la prefiere.
CONTINUARÁ…
“Póngase a hacer pa’ poder saber, no espere saber pa’ ponerse a hacer”
Don Luis Zambrano
(*)