Manuel Gragirena
Si un ejército utilizara armas de guerra contra la delincuencia común o contra una banda de delincuencia organizada dentro o fuera del país, estaría cometiendo un delito previsto en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos.
Cuando un soldado utiliza las armas de la República para matar a una persona, inclusive a un animal o a una planta, se supone que existe una causa manifiesta emanada del Estado, o, en su defecto, debe haber una situación que demuestre que tal acción de combate es un último recurso. Es decir, lo hecho hasta el instante anterior al uso del arma letal no fue suficiente ni para alcanzar el objetivo militar ni para resguardar la vida del soldado o de sus compañeros.
Ahora, dejemos de lado al soldado de infantería que carga un fusil como arma de guerra y veamos a un soldado que, sentado en una silla ergonómica, opera un sistema computarizado que lanza misiles teledirigidos (léase: con imposibilidad de fallar) contra personas desprevenidas en una lancha pesquera a decenas de kilómetros de distancia en alta mar. Bajo este escenario, no hay evidencia de una voz de alto ni de una situación de peligro para el operador del misil. Ni siquiera queda la evidencia de que en ese bote había veneno para ratones o bombas atómicas, pues el bote y todo cuanto allí había se hunde o se dispersa en el océano.
Si este hecho ocurre, como dicen que ocurrió, en aguas internacionales o en la zona económica exclusiva de otro país, se viola el principio militar que prohíbe el uso de la fuerza militar de un Estado en el territorio de otro. La lucha contra la delincuencia en otro país no es una justificación legal para una intervención militar o el uso de «armas de guerra» sin el consentimiento del Estado afectado.
El mismísimo Donald Trump afirma que han destruido cuatro lanchas, y como demostración, sus voceros han publicado dos videos. En cada uno de ellos, se observa una lancha con motores fuera de borda sobre la cual cae un misil que la incendia, no la fragmenta, por lo que suponemos que se hundirá, pues el video finaliza con el bote en llamas sobre el mar.
Me he contenido de escribir sobre el tema porque estaba esperando que surgieran los reclamos de las familias de los asesinados, pues luego del impacto de esos misiles sobre esas lanchas nadie sobrevive. Hasta este momento solo hay una reseña periodística que notifica que la primera de las lanchas salió desde San Juan de Unare, estado Sucre, pero no hay nombres ni imágenes de los declarantes. Cosa muy extraña.
Si nos detenemos un rato a meditar, sin utilizar cigarrillos ni beber una copa de licor, podríamos imaginar otro escenario. Por ejemplo: si el cargamento de drogas de esas lanchas llegara hasta las costas de Puerto Rico, territorio de los EE. UU. (aunque nos cueste aceptarlo, una lancha de ese tipo no llega desde San Juan de Unare hasta Miami, y dudo que llegue a Puerto Rico), el ejército de los EE. UU. podría haber acribillado a los tripulantes, a los receptores y a todo personaje que se acercara, si es matar lo que anhelan. Es tan simple el análisis que pido disculpas por intentar explicar lo obvio.
Tienen satélites militares, helicópteros ultramodernos, lanchas guardacostas, radares, y pueden hackear cualquier aparato de telecomunicaciones que exista en el planeta. ¿Y no pueden colocar una alcabala móvil en la salida de la carretera que da a la playa? Creo que deberían enviar a varios oficiales gringos a una pasantía de Semana Santa en Venezuela.
Si lo de la destrucción de las lanchas es verdad, es la confesión de un delito, cuyo precedente (jurisprudencia, diría cualquier jurista) son los cargos, consideraciones y sentencias emanadas de los juicios de Núremberg.
Si es falso, y las lanchas son montajes o son hechos en otros lugares o situaciones, entonces se comete un fraude, previsto en las leyes federales de los EE. UU., y tiene por consecuencia la destitución del funcionario, en este caso Donald, y su posterior enjuiciamiento para valorar el daño causado y establecer la pena proporcional.
No sé, no tengo una bola de cristal, pero creo que la historia, contada en la viejísima canción cubana de Chacumbele, aplica aquí.