Conjura constitucional
El crimen imaginario persiste en todas las bocas,
se graba en todas las mentes, y para el vulgo
y su masa es entonces y siempre
un hecho constante y probado.
Conde de las Cases,
Memorial de Santa Elena
El 6 de enero de 1826, Santander escribía al Libertador:
Al Istmo, ha ido, creo que con miras de pasar donde usted, el célebre redactor de Argos, Antonio Leocadio Guzmán, bicho de cuenta, atrevido, sedicioso y el que ha tenido a Caracas perturbada con sus papeles: éste es el que me ha humillado a dicterios e insultos groseros, porque pertenecía a la facción de Carabaño, Rivitas, etc. Guárdese mucho de él, porque entiendo que se lo mandan de espía, y hágame el favor de no darse enterado por mí.
¿Qué temía Santander del caraqueño? ¿Qué escabroso cúmulo de intrigas temían en Bogotá de los irreverentes venezolanos? ¿Eran acaso celos? ¿Envidia? ¿Culpa?
¿Temores bien fundados? Lo cierto es que el viaje de
Guzmán al Istmo lo dejó mosqueado. Algo raro había en el continente altivo y tal vez pedante del joven Guzmán; gestos de arrogancia muy comunes en él con los que sugería secretos hirientes y mordaces contra las pretensiones políticas de los jerarcas bogotanos.
Bolívar, tan franco como leal, aún sin haber recibido esa carta del 6 de enero, le escribió, el 21 de febrero a Santander lo siguiente:
Reservadísimo.
En estos días he recibido carta de diferentes amigos de Venezuela proponiéndome ideas napoleónicas. El general Páez está a la cabeza de estas ideas sugeridas por sus amigos los demagogos. Un secretario privado y redactor del Argos ha venido a traerme el proyecto. Usted lo verá disfrazado en la carta que incluyo original, que usted deberá guardar con infinito cuidado para que no la vea nadie. El redactor de esta carta es Carabaño. El general Briceño me ha escrito que ha tenido que contener a los que querían dar el golpe en Venezuela y que los aconsejó que me consultasen… Por supuesto, usted debe adivinar cuál será mi respuesta.
Salvador de Madariaga, en su libro Bolívar, sugiere insistentemente que el Libertador quería coronarse. El trabajo de Madariaga fue siempre desprestigiar la obra del Libertador, precisamente, en lo que tenía de grandioso para emancipar a los pueblos.
Pero esta carta la leería Francisco muy tarde, cuando serios acontecimientos acaecidos en Caracas habían escindido la República en dos bandos irreconciliables.
Santander, un zorro que en política jamás se encuevaba, husmeando y siguiendo el rastro de sus enemigos por la prensa, sus movimientos en el Congreso, al saber lo del famoso camaleón de paso por el Istmo, se llenó de serias aprensiones. Inmediatamente reunió a sus amigos.
Desde hacía algún tiempo era pública y definitiva la tremenda discordia entre el Vicepresidente y la mayoría de los jefes que tenían el poder en Caracas. Así, pues, que nada bueno podía llevar aquel hombre al sur, sobre todo, cuando ostentaba poseer en sus secretos, el destino político de Colombia.
Soto, triste, humilde, no tardó, en presentarse a palacio.
Iba con su caminar enjuto, parsimonioso.
Al llegar, Soto, al salón privado del Vicepresidente, éste le pidió que se sentara. Santander se paseaba inquieto e inmediatamente comenzó a hablar de modo enfático y congestionado. Para el Vice estaba claro que Guzmán pertenecía a la facción de Rivitas y la de Páez y aunque algunas medidas nos podían llevar a una guerra civil, quizás era el único modo de implantar el orden legal y la obediencia al Estado de derecho. En su concepto era necesario dar una severa reprimenda a ciertos generales soberbios habituados a convivir entre salvajes, y con la creencia de que una República podía dividirse en parcelas de particulares. Para entonces Bolívar no le preocupaba, porque estaba convencido de que le era fácil ponerlo de su lado. Para Santander había llegado la hora de apretar tuercas a la facción de Páez, porque Bolívar en su concepto tenía una debilidad insoportable por Caracas y más todavía por los llaneros, que él se sentía en el deber de corregir para evitar la hegemonía de la espada sobre el código ciudadano. Santander le conoció esta debilidad en Guayana, cuando lo desesperaba la desobediencia de algunos llaneros, entonces estallaba en amenazas, pero pronto procuraba el perdón y apelaba a su influjo sobre los jueces para atenuar el castigo. La única excepción fue Piar, pero los llaneros lo mantenían alucinado, porque las veces que se denunciara ante su persona la conducta irresponsable, en concepto de Santander, de Rangel, Infante, Vásquez, Laureano Silva y el propio Páez, se hizo el sordo.
Santander estaba ansioso porque se probara un acto de obediencia irrestricta de los jefes militares de Venezuela al Congreso de la República. Había que imponer, en su estilo, el peso inexorable de las leyes constitucionales, porque si Páez inclinaba la cabeza, los demás tendrían que seguir el mismo camino y así el verdadero poder político ya no quedaría a merced del capricho de las armas y de envalentonados jefes militares.
Soto no respondía porque Santander era su alma gemela en estas cuestiones. Para Santander, hablar con
Soto era como hablar consigo mismo.
No tenía, Soto, como sabemos, ningún otro destino sino que obedecer a Francisco de Paula, centro de la controversia política nacional. Desgraciado físicamente y con un aspecto excéntrico, no tenía posibilidad de gloria alguna en un tiempo cuando el heroísmo militar lo hacía casi todo en el debate de las ideas y los principios.
Aquella revolución había engendrado muchos Sotos cultivados en la lectura de panfletos jacobinos desde la niñez; elocuentes, sarcásticos, que aparentaban un desprecio por el dinero, pero en el fondo eran unos judíos miserables que contaban grano a grano el maíz que vendían, como dijimos, a las tropas del ejército libertador. Así eran casi todos: Peñalver, Michelena, Peña y Guzmán; pero Soto era el supremo representante de esta clase; “hipócrita por carácter, sofista por afición, abogado por profesión y diestro en sutilezas de todo género que se adquieren en esa carrera”.
Por desgracia, un incidente bastante estúpido en Caracas, que habría pasado por alto en cualquier país civilizado de aquellos tiempos, levantó una horrenda polvareda en Bogotá. El escándalo caía de perlas a las intenciones de Santander, que no dormía bien desde que supo lo del viaje de Guzmán.
He aquí los hechos, o frioleras, según las llamaba Santander: El 21 de agosto de 1824, el gobierno expidió un decreto para el alistamiento general de los ciudadanos en la milicia; comprendía a los que estaban entre dieciséis y cincuenta años. En casi todo el país se había cumplido el decreto, pero las bayonetas libertinas de la imprenta caraqueña lo atacaron con ímpetu, aduciendo algunos que tal procedimiento era chocante y antiliberal; la palabra liberal era la sopa boba de cada día. Caracas veía con desdén y contrariedad cuanto decidía el Congreso bogotano. Lo cierto fue que Páez pensó demasiado las decisiones que debía tomar al respecto y pasó más de un año contemporizando con los sofistas; su comportamiento fue catalogado de prudente por hombres como O’Leary, y débil por el granadino Posada Gutiérrez. Pero en diciembre de 1825, estallaron rumores para advertir que una conspiración se tramaba contra el Gobierno de Caracas y entonces Páez se apresuró a aplicar el decreto.
Encargó de esta responsabilidad al General Juan Escalona, jefe de la autoridad civil de Caracas.
Se publicaron dos bandos invitando a los ciudadanos para que se alistaran en la milicia, pero la gente hacía poco caso a las llamadas del Gobierno. Entonces, se dice que Páez enardecido, amenazó actuar con todo el peso de su autoridad. En efecto, manda así unas patrullas para que lleven al cuartel de San Francisco a cualquiera que se encuentre en las calles. La gente se alarma, corren los rumores de violencia, la ciudad queda desierta, hombres y mujeres se esconden o esconden a sus hijos y amigos; hay lloriqueos, maldiciones, quejas, pero cosa rara, no hay un sólo herido ni maltratado, ni una sola casa allanada, ni peligro a las propiedades. Pero en el ánimo de los congresistas parece haber un gran deseo de escandalizar. Escalona, hombre muy odiado por los militares y quien ya había tenido en otros tiempos serios altercados con Páez, mandó al día siguiente un informe exagerado y tendencioso a la capital. Y con éste, el hueso que ansiaban los podencos de Santander. Dice el documento que “el general Páez había mandado a hacer fuego a los que huyesen y a registrar las casas que fuera preciso…”
De estos hechos nació la severa acusación que hizo el Congreso a Páez por “mal desempeño de sus funciones”.
Francisco acogió al principio con cierta prudencia la acusación y, además, se mostró públicamente deseoso de favorecer la conducta del famoso llanero. Sin embargo, estaba intrigado con las noticias facciosas de los caraqueños, con el viaje de Guzmán y la honda curiosidad de ver hasta qué punto eran capaces los generales venezolanos de soportar una severa reprimenda, como, por ejemplo, la que se dio al famoso Peña. Así, pues, que mientras él jugaría al papel de hombre imparcial, Soto se encargaría de apretar las tuercas en el Congreso.
Había verdaderos patriotas en el Congreso, pero representaban una minoría que siempre era arrollada por los exaltados liberales. Nada más criminal que entregar las leyes, la seguridad y la paz de la República a un grupo de revoltosos sin probidad ni sentido de justicia alguna. Los diputados caraqueños eran agresivos porque ésa era la moda, sobre todo, el señor Santos Michelena, hombre ambiguo, medio liberal, medio de todo y gran amigo de Santander.
Sin que Páez hubiera podido defenderse todavía, en marzo, aceptó el Congreso la acusación. Pareció aquella sentencia un triunfo superior a la Batalla de Ayacucho.
Como dijimos, poco antes se había perdonado al general J. M. Córdova —quien había matado de una estocada a un hombre indefenso y, más aún, por una niñería insignificante—.
También en aquellos días se fue indulgente con Montoya y Arrubla, acusados de fraude a la nación.
Sin embargo, se lanzaron desmedidos ataques contra un hombre que los había salvado de la degollina y que en todo momento fue el aliento de la libertad en tiempos difíciles de la Guerra de Independencia, que había dado tantos triunfos, glorias y sacrificios por su patria, como no habrían sido capaces de dar el noventa por ciento de los hombres de aquel ruedo legislativo. Sin duda que no se actuó con la prudencia necesaria para discutir un cargo que ponía en grave peligro la estabilidad y la unión de Colombia. En ningún país, Congreso alguno habría admitido una acusación contra un patriota tan importante sin haber conocido profundamente las causas.
Así que los lloriqueos de “herida mortal”, “crimen contra la Constitución”, “muerte a la patria”, etc., que se le aplicaron entonces con insistencia belicosa a Páez, debieron en realidad concentrarse sobre el Congreso.
Pero, los legisladores representaban un ente puro, intocable, sin personalidad ni cara, capaz de provocar los más horrendos conflictos sin culpa ni cargo alguno.
Santander tenía gran influjo sobre las decisiones del
Congreso; en carta enviada el 9 de marzo de 1826, al general Pedro Briceño Méndez le dice:
La cámara de representantes ha declarado por una mayoría de 41 votos contra 16 que el general Páez debe ser acusado por no sé qué excesos en Caracas sobre milicias. Aún no ha ido la acusación al senado: piense usted qué resultados traerá este paso en que han estado de parte principal los diputados de Caracas y los de Cartagena, siendo los caudillos Juan
Francisco y Michelena (y el muy zorro, previsor, no nombra a su mano derecha, Soto, quien desplegó contra Páez toda la malignidad de su poder intrigante); también ha declarado la misma cámara por una mayoría de 41 votos contra 13 que los agentes del empréstito, Arrubla y Montoya han procedido bien en la negociación; que por tanto no hay cargos que hacerles, y que despreciase la queja de Baylli y Goldsmith.
Muy contento me tiene esta declaratoria.
Nosotros mismos creemos que el tinglado de aquella acusación no era sino producto del hondo rencor y desconcierto que en Santander provocaba el extraño viaje al sur, del “bicho de cuenta, atrevido y sedicioso” de Antonio Leocadio Guzmán.
La prueba de que la acusación del Congreso era jugar con la muerte de Colombia es la siguiente afirmación de Restrepo:
Admitir esta acusación contra un antiguo y valiente general de mucho influjo en Venezuela, y por hechos no bien comprobados ni de tanta gravedad como los que se le atribuían, parecidos a muchos en aquella época, era en efecto una imprudencia que rayaba en la temeridad. Juzgaban otros que, en el estado en que se hallaba Colombia, había llegado el tiempo de experimentar (¡Vaya experimento, señor Restrepo!) si Páez era superior a las leyes como algunos creían, o si éstas gozarían de bastante fuerza moral para que todos los colombianos, que tuvieran o no el prestigio de altos hechos de armas, se plegaran a su imperio.
Este párrafo es del todo absurdo y se ve que el propio
Restrepo se encontró en un lío para poder componerlo o justificarlo. La acusación era por frioleras, y la llevaban a cabo congresistas imprudentes y resentidos, muchos de ellos enemigos personales de Páez; el encono entre militares y leguleyos era tal que el asunto no debía ser tratado de un modo tan alegre. Era peligroso aceptar la acusación en tan corto tiempo.
Por supuesto, Páez que por naturaleza despreciaba a los legisladores por creerlos ineficaces y picapleitos no aceptó ir a Bogotá; intuía que no le harían verdadera justicia, que eran indignos sus acusadores de juzgarle.
Querido general (escribió Páez con amargura a Bolívar) no puede usted figurarse los estragos que hace en este país la intriga, teniendo que confesar que Morillo le dijo a usted una verdad en Santa Ana sobre que le había hecho un favor a la República en matar a los abogados. Pero nosotros tenemos que acusarnos del pecado de haber dejado imperfecta la obra de Morillo, habiendo hecho otro tanto con los que cayeron de nuestro lado; por el contrario le pusimos la República en las manos, nos la han puesto a la española.
Discutido el caso y admitida la acusación, Páez quedó suspendido de sus funciones y se expidió una orden para que se presentara en Bogotá a dar cuentas de su comportamiento ante el senado. Se aplicaron sanciones a otros que desagradaban a Santander; Francisco Carabaño fue destituido de su representación ante el Congreso y multado en tres mil pesos, Pedro Pablo Díaz en igual cantidad y los senadores Mariño y Martín Tovar declarados culpables de haber faltado a sus deberes.
Santander se frotaba entusiasmado las manos y decía a sus amigos que la cámara estaba hecha un demonio, recetando acusaciones como se receta agua de azúcar.
Mientras este escándalo se levantaba con sus peligrosas consecuencias, Bolívar en Perú no recibía noticia alguna.
Santander en este sentido guardaba insólito silencio: no quería participar nada al Libertador, no fuera que con su influjo diera alguna clase de consejo a Páez y lo salvara de la rochela del Congreso. Es decir, que no fuera a aguarles la fiesta a los liberales.
El 21 de febrero, le escribía: “Por acá no ocurre novedad alguna”, sin embargo, al mismo tiempo, le contaba a Pedro Briceño Méndez en una carta, que podía arder Troya con aquella acusación. El 6 de marzo le escribía al Libertador: “En el interior no ocurre novedad”. El 21 de marzo en una carta más o menos larga no habla más que de su reelección, igual silencio reservó en otra del 23 de marzo, y en una del 28 escribe: “No hay novedad posterior que comunicarle” y finalmente el 1 de abril como posdata, como cosa de muy poco interés le informa: “Ayer ha admitido el senado la acusación contra Páez, por la Cámara de Representantes, por frioleras cometidas por él en Caracas en el arreglo de la milicia. Me tiene muy molesto esta cosa”.
Jamás hubo un hombre, en la historia política de nuestros pueblos, con un pulso más fino para mantenerse en la cresta del caos, echando la culpa de los desastres a todo el mundo, y él apareciendo como el inocente, como el inmolado.
El doble juego de Santander es perfecto. Escribe el 10 de mayo a Páez que, en su opinión e incluso en la de algunos enemigos del llanero, la acusación es ligera y que debían esperarse pruebas “porque la seguridad personal y el honor de un ciudadano cualquiera que fuese, no debían estar a merced de unos avisos tan descarnados”.

















