Miguel Posani
Durante siglos, la belleza fue un faro aparentemente inalcanzable, un ideal que, si bien mutaba con las épocas, mantenía un pacto tácito con la naturaleza y la armonía. Su búsqueda era una aspiración humana. Sin embargo, en las últimas tres o cuatro décadas, ese faro no solo se ha alcanzado, sino que ha sido superado, transgredido y pervertido.
La obsesión contemporánea por la perfección estética, impulsada por la tecnología médica y los medios de comunicación, ha generado un fenómeno paradójico, la belleza, en su expresión más extrema y artificial, se ha convertido en sinónimo de horror.
Ya no se trata de corregir o embellecer, sino de reconstruir, exagerar y trascender lo humano hacia un esquema nuevo y, con frecuencia, inquietante. Nos encontramos ante el advenimiento de una estética del horror, donde el deseo más ferviente de ser bello produce su propia monstruosidad. Es más, yo diría que el canon a alcanzar por las mujeres es el que presentan los transexuales en su perfección artificial y voluptuosa, ya las mujeres no compiten entre ellas sino con este canon. La diferencia entre erótica y pornografía se cancela y aparece el horror de lo absurdo.
Jean Baudrillard, en «La transparencia del mal» (hace años), argumentaba que ya estábamos en la era de «obscenidad» donde todo se hace visible, eliminando el espacio para la seducción, «La pornografía es la forma más acabada de esta obscenidad: no hay más escenario, no hay más ilusión, todo es visible y real en una transparencia brutal.» Esto refleja cómo la cancelación de la diferencia conduce a una realidad cruda y sin sentido.
La cancelación de esta diferencia no es una mera fusión, sino un colapso que revela el horror de lo absurdo, la experiencia de una sexualidad desprovista de profundidad, convertida en un simulacro vacío donde el placer se confunde con el consumo y la conexión humana se pierde en la repetición mecánica.
El paisaje corporal de nuestros días parece extraído de la película “Brasil” de Tim Burton. Zapatos como sombreros, los senos y los glúteos, deformados hasta dimensiones que desafían la gravedad y la anatomía, nalgas perfectamente redondas del tamaño de balones de fútbol, senos turgentes y perfectos como inmensas toronjas maduras, labios desproporcionadamente hinchados como cuando de pica una abeja, piel estirada como plástico, ya no remiten a la sensualidad y al erotismo, sino a un ideal de exceso y desproporción que va más allá de lo estéticamente bello. Los pómulos se afilan y elevan a cotas geométricas, los párpados se estiran para imitar un canon orientalizante, los pómulos se hinchan y las mandíbulas se cuadran con una precisión milimétrica. Cada rasgo es optimizado de manera aislada, como piezas de un mecano, sin una consideración orgánica del conjunto. Es la ideología del exceso que la vemos en las comidas, en las licuadoras de 15 velocidades, en los monumentos burdos y absurdos, etc. Etc. Etc.
El resultado no es la armonía, sino una suerte de extremización estética. El cuerpo se convierte en un proyecto de diseño, un objeto maleable donde la voluntad individual choca con la estandarización global. Este prototipo, difundido viralmente por Instagram y TikTok, promete singularidad, pero produce una inquietante y horrorosa uniformidad, una legión de rostros y cuerpos que, aspirando a la perfección única, terminan por diluirse en una masa de similitudes perturbadoras.
Esta estética de lo desproporcionado, de la exageración hiperbólica, no es un error de gusto, sino la expresión más pura de una lógica cultural dominante, la del exceso como signo de abundancia y la hipertrofia como sustituto de la potencia.
Los cuerpos con inmensos senos y glúteos, esculpidos por la cirugía hasta alcanzar una geometría imposible, no aspiran a la belleza clásica de la proporción áurea, sino a convertirse en hiperrealidades que superen lo natural. Son signos puros, desvinculados de la función y la armonía orgánica, que gritan su presencia en el mercado de la atención tratando de seducirte. Como señala Baudrillard, vivimos en la era del «exceso de realidad», donde lo real no es suficiente y debe ser suplantado por un modelo más real que lo real: el simulacro.
En este sentido, lo «correctamente estético» ya no se mide por la relación entre las partes, sino por la capacidad de un objeto o cuerpo para funcionar como un icono impactante en el flujo infinito de imágenes, donde solo lo desmesurado logra perforar la indiferencia del espectador.
Esta misma lógica se traslada al consumo con hamburguesas desproporcionadas, torres de comida que colapsan bajo el peso de sus ingredientes. No son saludables ni apetitosas, sino espectáculo gastronómico, una performance de la abundancia que se consume visualmente antes que físicamente. Lipovetsky analizaría esto como un síntoma de la «sociedad de hiperconsumo», donde la experiencia sensorial debe ser intensificada continuamente para generar placer en un individuo saciado y hastiado. La desproporción es la respuesta a la necesidad de novedad y estímulo en una cultura marcada por el tedio.
Así, lo grotesco y lo excesivo se normalizan no por un fracaso del juicio estético, sino como la consecuencia lógica de un sistema que convierte el deseo en un motor económico, requiriendo siempre más grande, más llamativo y más extremo para producir la misma descarga de dopamina. Lo correcto, en este marco, ya no es lo equilibrado, sino lo que logra capturar la mirada en el frenesí de la oferta, incluso si esa captura se produce a través del absurdo. Es la belleza como algoritmo, predecible y, en última instancia, vacía. La belleza de la naturalidad, la singularidad y del pasar del tiempo, antaño valorada, es ahora el estigma de lo no trabajado, de lo no invertido, de lo imperfecto y lo pobre.
Para comprender la profundidad de esta transformación, es indispensable acudir al lente analítico de Umberto Eco. En sus obras complementarias “Historia de la Belleza” e “Historia de la Fealdad”, Eco desmonta la idea de que estos conceptos sean absolutos. Por el contrario, demuestra que son construcciones culturales, políticas y sociales en perpetua fluctuación. Lo que una época considera bello, otra lo puede hallar grotesco, y viceversa.
Eco postula que la fealdad no es meramente la antítesis de la belleza, sino un concepto con una riqueza e historia propias. En “Historia de la Fealdad”, explora cómo lo monstruoso, lo repulsivo y lo siniestro han ejercido una fascinación constante en el arte y la cultura, a menudo como contrapunto necesario para definir lo bello. Esta relación simbiótica es la clave para entender nuestro presente, tanto en la búsqueda obsesiva de una belleza perfecta e inalcanzable—un «sinónimo de perfección»—que es justamente lo que genera su contrario como en esas caras deformadas similares a gatos, con lenguas viperinas, más síntomas de un trastorno de personalidad que de autenticidad. La línea entre el ideal buscado y el horror resultante se desvanece y aparecen ante nosotros diversas formas de “belleza” y “horror” que van más allá de lo escalofriante llevando a una sensación de asombro colindante con la náusea.
Como señala Eco, «lo que carece de belleza puede ser adornado con lo que el dinero pueda comprar». Esta frase resuena con una fuerza profética hoy. El acceso a la modificación corporal, antes limitado, es ahora una transacción comercial. La «estética del horror» no es un fenómeno espontáneo, sino un producto de consumo de lujo, accesible para quienes pueden pagar por esta nueva corporeidad.
La fealdad, entonces, ya no es la ausencia de recursos, sino su exceso mal aplicado. Y este esquema trata de ser imitado por la mayoría de las mujeres que vemos por la calle con balones de fútbol como nalgas, o los hombres que se retocan los ojos y la cara porque sus egos no aceptan en drama de la vejez, por ejemplo.
El «horror de la estética» contemporánea es, en esencia, el horror de lo ya no humano. Es el síntoma de una sociedad que, habiendo dominado la técnica para esculpir la carne, ha perdido de vista el mapa de lo genuinamente armónico. Al quebrar todos los cánones naturales y trascender hacia otro esquema, nos enfrentamos a una belleza que ya no conmueve, sino que paraliza; que ya no inspira, sino que asombra y que se vuelve ridícula y grotesca.
Como bien ilustra la obra de Umberto Eco, los cánones estéticos siempre han sido un espejo de los valores de su tiempo. El nuestro parece reflejar una paradoja, la ansiedad por la individualidad expresada a través de la más absoluta conformidad, y el deseo de belleza materializado en formas que rozan lo monstruoso. Hemos llegado a un punto en el que la pregunta ya no es ¿qué es bello?, sino ¿hasta dónde estamos dispuestos a llegar en su nombre? El horror no reside en la fealdad tradicional, sino en la bella máscara vacía que, en su perfección artificial absoluta, que ha dejado de ser humana para ser plástica, la perfección del trans y más allá de las muñecas robot.
















