CAPÍTULO VIII
Lo más dulce y supremo de estar en el poder, es la atención y el respeto que te dispensan por donde discurras. Eres una adorada puta, a fin de cuentas. ¡Cuántos obsequios y regalos llueven por doquier! Eres bello, eres dulce, inteligente, sabio, humilde, noble, generoso, hombre con clase. Sientes que eres eterno e invulnerable. Si te enfermas te atienden los mejores médicos, si estás en un aprieto, basta con decir que eres amigo de algún encumbrado, y cualquier contratiempo se te resuelve. La vida es alucinante, alegre, llena de gloria y eternidad. Y una verdad que aturde es que en cogiéndose el trono te atronas, porque hasta los adecos se hicieron finos, delicados y artistas para lo exquisito y lo caro. Se hicieron duchos en eso de andar con buen porte y buenos modales que abren puertas principales, entre delicateses que nunca aprendieron a disfrutar. Los más conspicuos llegaron a considerar degradante las caraotas negras, la chicha y el agua de papelón, el bollo de maíz tierno, la yuca y la carne desmechada, y practicaba a tragar salmón a la créme, cocteles de marisco, quesos camembert o paté de foi.
¿A quién carajo se le puede ocurrir que un plato de caraotas negras te va a inspirar algo sublime?
Pero al mismo tiempo cuanto llega en ese río de la fortuna que reluce Fausto y fama, a la vez se desvanece rápidamente. Por más que robes nunca tendrás lo suficiente; porque se roba para echar pinta con buenos carros, se roba para tener amantes por montón; se roba para aparentar echándote buenos trajes, de lo más fino y de lo más caro, y nada de eso queda. Porque además tienes que complacer a mucha gente que te rodea: porteros, choferes, adulantes, amigos, familiares, periodistas, peluqueras y pelafustanes, a empedernidos pedigüeños, a curas y a toda una cohorte de genios en sablazos. Si vas a un hotel tú tienes que cargar con la paga; lo mismo en un restaurante o en un bar. Nada de eso será perecedero, claro, pero se disfruta el instante, lo inmediato, lo que importa. Eso de que nadie te quita lo bailado, es el corolario más perfecto de lo que puede decirse de los que deambulan por palacios, a la vera del poder.
Nadie como yo en este país conoció más profundamente la vida privada del doctor Rafael Caldera, pero de eso no hablaré en este libro. Sólo referiré que él tenía un olfato único para detectar los caminos del éxito. Podía hoy tener excelentes relaciones con los comunistas, y mañana mandarlos al diablo con toda la franqueza de su alma mañosa y altanera. No dejaba rastro por donde pudieran cogerle, y conocía las leyes habidas y por haber con una sutileza que desconcertaba a los abogados más duchos en triquiñuelas. De haber escogido la carrera penalista hubiese superado con creces a bufetes como los de Morris Sierralta o del doctor Pedro Tinoco, el abogado de las petroleras. Pero su ambición y obsesión era la política. Caldera además de ser el abogado de Pedro Estrada había sido muy amigo y condiscípulo del ministro Laureano Vallenilla Planchart. Ambos estudiaron en el mismo Colegio San Ignacio, y mantuvieron una larga y provechosa amistad.
El doctor Caldera tenía un escueto informe de lo que se le avecinaba al régimen, pero a mí me informaba de todo lo contrario. Me aseguraba que tendríamos General en Miraflores para veinte años más.
- Dionis, con este gobierno comeremos hallacas para unas venideras cien venturosas Noches Buenas. Despreocúpese usted, que esto está muy bien consolidado.
Aprendí a creerle menos del diez por ciento de lo que me decía. En una palabra, él me necesitaba por ser el correaje con Pedro Estrada y por mis excelentes relaciones con la prensa y los agentes de la Seguridad Nacional. Una de las cosas en las que yo más indagaba era sobre la personalidad de Rómulo Betancourt, a quien yo consideraba relegado para siempre de la política en Venezuela. Un día pregunté al doctor Caldera por el futuro de Betancourt y me dijo:
- Cometió muchos errores, lo odia la gente que tiene poder en este país. Sepa usted que aquí no manda el pueblo sino el poder económico, y dudo que Betancourt podrá recibir el apoyo de la oligarquía nacional. A menos que haya aprendido la lección, y traiga del Norte la varita mágica de ganarse el favor de los que aquí tienen y manejan la plata.
Laureano Vallenilla Planchart me lo definió de este modo:
- Admiro la profundidad y vigencia de los rencores de Rómulo Betancourt. Él posee todos los complejos del mulato. Él hubiera deseado ser blanco y no se conformará jamás con aparentarlo. Ya no quedan revolucionarios en América Latina. Los revolucionarios de ahora no son tipos como Zapatas o César Augusto Sandino, sino los tractores Allís Chalmer o Cartepillar.
En aquel de 1957, los acontecimientos se desarrollan a la velocidad del rayo. Por todo lo que voy barruntando, no le van a renovar el contrato al General en Washington. Me lo susurran por los pasillos algunos oficiales de las Fuerzas Aéreas. Ya es vox populi que el gobierno no se comerá las hallacas en Palacio este año. Contratistas, empresarios gringos, magnates petroleros, oligarcas de alto pedigrí comienzan a rondar cabizbajos por Miraflores. Quieren se les pague inmediatamente lo que se les adeuda. Llega una delegación de la Conferencia Episcopal también a reclamar lo suyo, y en aquel barullo de tensiones don Pedro Estrada me instruye para que trabaje con una extraña comisión de enlace a las órdenes del doctor Caldera.
En una reunión secreta, me dice don Pedro:
- Yo sólo le ruego a Dios que no vayan a sacar de sus casillas al General. Mientras él se conduzca serenamente tendremos seguridad.
De madrugada, el 17 noviembre de 1957, don Pedro me pide que no le pierda los pasos a don Laureano Vallenilla Planchart.
Le paso un informe: “…don Laureano está haciendo los trámites para retirarse a Paris, ha dicho que está harto de traciones e ingratitudes…”
El mismo 18 de diciembre por la tarde me llama don Laureano a su despacho, y al entrar me encuentro con tres soldados armados con ametralladoras:
- Pase y sientése joven; yo no tengo el gusto de conocerlo suficientemente, pero ahora podemos hablar lo que usted desee, y preguntarle directamente lo que quiera de mí.
Guardo silencio, me quedó fijamente mirando el enorme escudo de madera que adorna su escritorio como si en algún momento se va producir un terremoto y sin poder articular frase alguna, saco mi pañuelo y me pongo a toser. Siento un dolor en el pecho. Don Laureano comienza a dar vueltas de un extremo a otro de su oficina. Me mantengo inmutable, y con el rostro humilde y procurando serenarme.
- Muy bien. Póngase de pie. Míreme a los ojos: he hablado con el Presidente y le he pedido que usted trabaje bajo mis órdenes, y que desde ahora mismo ocupe el escritorio de mi secretaria. Ese es mi mensaje de García. ¿Lo entiende?
Me retiro aturdido, sintiendo que pueden abalearme por la espalda. Iba a dirigirme como hipnotizado a la oficina de don Pedro Estrada cuando me domina un temblor. No puedo dar un paso en falso. A través de un agente le hago llegar una información cifrada a don Pedro que expresa: “citado por el ministro”, y su respuesta es: “No se mueva de la oficina de Caldera, él le está esperando”.
¿Quién era realmente el hombre fuerte de aquella hora? Y encontrándome en esros dilemas, me llega otra orden de que me presente urgentemente en el despacho del general Luis Felipe Llovera Páez, el señalado de ser el sucesor en Miraflores. Apenas quedo a solas con este portento de la Seguridad del Estado me dice a boca de jarro: “Llevele este mensaje a los señores Laureano Vallenilla Lanz y a Pedro Estrada: en este país después del coronel Marcos Pérez Jiménez no hay nadie que mande más que yo”.
¿Por qué me escogen a mí?
Hay negras nubes en el ambiente, y no sé por qué yo me veo en aquella tragicomedia llevando un cruento sayal a cuesta, como un monje sanfranciscano entre mil diablos encapillados.
Me dirijo a la oficina del doctor Caldera y me encuentro con que le han cambiado la cerradura a la puerta. “Y ahora también en el revoltijo entra en acción el general Llovera Páez. ¿Por qué yo?”, y lo que se me viene a la cabeza es esa frase de Cantinflas de que aquí cada quien tiene su cada cual. Llamó a casa del doctor Caldera. Me contesta uno de sus hijos, y me dice que don Rafael va en camino, que le espere que necesita hablar conmigo.
En cada rostro creo ver enemigos. Con quién puede uno contar en este mundo. Los políticos siempre sacrifican al más pendejo. Se ha desatado la duda en todos: don Pedro espera una puñalada del señor Vallenilla y éste del señor Estrada, y yo de medio mundo.
Se presenta el doctor Caldera quien ufano y tranquilo me dice:
- Dionis, ¿qué hago yo en este lío moviéndome tranquilamente de un lado a otro como si todo estuviese de lo más normal? Pasa para que veas el alboroto de papeles que me dejaron y las máquinas de escribir se las llevaron. El local ha sido allanado sin tener yo nada que ver con conspiraciones. Yo hoy mismo me entrego a la Seguridad Nacional. Ya hablé con Pedro y él me dijo que tú me vas a acompañar mientras me preparan una celda.
Al doctor Caldera lo ubicamos cómodamente en un cuarto especial de la Seguridad Nacional, con una buena cama, con un juego de toallas, libros de derecho, radio y máquina de escribir. Como le encantaba jugar ajedrez le colocaron como contrincante al conocido policía Miguel Silvio Sanz.
No dejo de pensar en los movimientos que me corresponden para evitar salir averiado en un encontronazo entre dos tigres. Le paso un pormenorizado informe a don Pedro, de la situación del doctor Caldera.
Van sucediéndose los días con estremecedoras cargas de tensión emocional, y entre tanto voy como puedo capeando el temporal. A pesar de todo no me siento mal por el ejercicio de este peligroso trabajo porque cuento con que alguna recompensa justa y ecuánime me estará reservada. Ráfagas de dulces pensamientos me arrullan, cuando propicio el sueño imaginándome aventuras gloriosas, derivadas de la caída del gobierno.

















