(EN LA GRÁFICA: vemos a Sant Roz con la extraordinaria artista, pintora Palmira Correa.
(Palmira materializa con formas y colores su rico mundo interior poblado de recuerdos de una vida pasada en el oriente del país, de sus costumbres, tradiciones, paisajes; de su admiración, respeto y valoración por los héroes y figuras de la patria como Simón Bolívar, Antonio José de Sucre y Francisco de Miranda, por nombrar algunos; de su inmensa fe por Cristo crucificado, vírgenes, santos y ángeles, a quienes pinta de variadísimas formas, situaciones y contextos; pero también del entorno que la rodea, el paisaje, la naturaleza, la ciudad, el barrio, los pueblos de su imaginación; así como escenas cotidianas como juegos, fiestas, y celebraciones folklóricas. Su variado repertorio temático incluye, además, el mundo del boxeo, quizás en homenaje al pasado boxístico de su hermano, o escenas de teatro y de bailarinas, refleja su deseo muy viejo e imposible: ser bailarina. La mujer es representada en diferentes facetas, solitaria o acompañada, maternidades, matrimonios, familias, desnudas, en la cocina, vendedoras. En su producción hay un espacio para la auto representación, sí tal y como es ella, con sus botas negras, sus dos muletas, sus pinceles y su caballete).
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AUTOR Y COMPILADOR: Pedro Pablo Pereira
“No me duelen los actos de la gente mala,
me duele la indiferencia de la gente buena”.
Martin Luther Kimg.
Otra carta de Uslar Pietri…
Envuelta, cual campesina solitaria y dulce, en su manto de neblina, Mérida ofrece su belleza creativa, su piel fina de amorosa hermana, sus ojos comunicativos y sugerentes, su cuerpo jovial y firme, sensual y amable. Es la joven de la que uno se enamora porque quema y ama, tan dúctil, amable y serena… A la sombra de la gigantesca Sierra Nevada, con sus elevados picos coronados de nieve, ella se funde y confunde entre campesinos y estudiantes, entre profesores de su universidad y labriegos metódicos y sabios. Yo la conocí casi en su esencia colonial en la década de los sesenta, entonces era una pequeña ciudad de casonas coloniales en mitad de cañamelares, camburales y cafetos y su universidad señorial; por las cuestas de sus umbrías y cabizbajas casuchas, de tejas viejas, fachadas pequeñas con hondonosos y oscuros fondos; ventanales agachados y tristes, calladas sombras embutidas en ruanas; cuando todavía recorría las calles un señor de la carreta arrastrada por un burrito, vendiendo kerosene para las amas de casa.
De pronto fueron llegando a Mérida, oleadas de italianos constructores entre los años setenta y ochenta y montaron sus babilónicas plastas de cemento, erizadas moles de hormigón, desforestaron hermosas montañas y nublaron los cielos de urbanizaciones. La cuchilla asesina entró descontrolada por veneros y torrenteras y fueron apareciendo avenidas, empinados viaductos y puentes y todo un modernismo que se atragantó de carros.
De la ciudad que conocí apenas quedaron vetustas chimeneas alzando sus astas allí donde quedaban las haciendas de los Dávilas, de los Parras, los Picon, de los Febres o Rivas. Cuando Sant Roz llegó Mérida a principios de los ochenta, ésta comenzaba a ser una ciudad sacudida y convulsionada por el desarrollo, por las novedades y novelerías; gente de todas las culturas, marcas, razas y modelos andaban a empellones por sus culebréricas callejas. Los campesinos y sus fincas, sus conucos y sus siembras estaban desapareciendo, como también las señoriales casonas de amplios pasillos y zaguanes, aquellos jardines y aquellos patios con huertos, dando paso a las empinadas quintas y a los imponentes edificios, todos aherrojados con virulentos y desafiantes hierros forjados, y alambres eléctricos. Las bodegas de las esquinas donde había de todo, quedaron sepultadas bajo los modernos centros comerciales regentados por árabes, portugueses, españoles y chinos. Se estaba entrando a eso que llaman los economistas pedantes “las fuerzas de los inversores y del capital extranjero”. La ciudad se cimbró ante el peso de los ricos caraqueños que buscaban un asiento tipo los Alpes en la Sierra Nevada.
De la ciudad pacífica, piadosa y creyente, campechana y “gentil” que mientan sus canciones viejas, se pasó a la pachanga de los encapuchados, de las ferias brutales, a las bebederas de caña dura y el consumo de droga que llegó con el combo colombiano del vulgar vallenato con los entierros a tiro limpio de los sicarios. Desde esa época hasta el presente, la ciudad se transforma, de vez en cuando, en verdadero campo de batalla entre vagos mwtidos a “estudiantes”, que siempre andan pidiendo suspensión de clases, junto con las rutinarias huelguitas de sindicatos de transporte o de profesores universitarios.
Hubo un tiempo en que la mitad del presupuesto de la Gobernación se iba en comprar bombas lacrimógenas y parafernalias para la policía. Virguerías antidisturbios traídas de Israel.
Los gobernadores adecos y copeyanos, y de otras tendencias, vivían en perenes fiestas derrochadoras; las autoridades universitarias en suculentas cenas y saraos, empepados con la Iglesia, imponiendo lo que se llama el orden tripartito oligárquico cerrado junto con los empresarios; el obispo decía que lo que le ocurriera a Mérida no era su problema, porque la Iglesia no se metía en política, aunque su mano peluda estaba en todos los guisos y en todas las corroídas sobrefacturas de los negocios públicos y privados.
La universidad de la ULA es profundamente medieval con ese frontispicio que se gasta en su escudo más emblemático: “El principio de la sabiduría es el temor del Señor”. Unas autoridades académicas y endémicas, fariseos, que a lo que le tienen pánico es a la verdad.
Pero no sólo eso habría de conocer Sant Roz a su llegada a Mérida. Apenas se asomó a la universidad, la encontró podrida de auto-embelesamientos y perfidias, de corruptelas y trácalas de todo tipo. “Allí jamás ha habido pensamiento, saber o creación –decía él- sino que se ha estafado en exceso al Estado, se ha holgado en demasía, se ha follado delirantemente con la mediocridad, en permanente farsa del conocimiento y con la suprema hipocresía”.
La mayoría de los profesores de la ULA, en lugar de producir ideas, proyectos reales y posibles, arte o creación, amor por el país, se han dedicado sobre todo a la búsqueda de reconocimientos, al autobombo de las vanidades, a acumular privilegios y a pedir aumento de salarios (siempre exagerados porque lo que hacían no lo justificaba). No ha habido un solo momento en la vida de la IV república en el que las llamadas universidades autónomas no hayan echado mares de lágrimas pidiendo aumento de sueldo, al tiempo que al lado de estos desquicios proliferasen entre ellos las zancadillas, negocios oscuros en sus postulaciones y ascensos, despilfarro y corrupción del erario universitario…
Así llega Sant Roz a la ULA. Ve aquel panorama y decide aceptar el cargo de profesor contratado, todo un tétrico mundo de mafias. De hecho, las enfrentaría en soledad, en solitario. Desenmascarando a equipos rectorales o “reptorales (como les llamaba)”, a decanos, a farsantes sabihondos llegados de otros países, al tiempo que a gobernadores, empresarios, jueces y fiscales, obispos y todos aquellos emparentados por mampuesto con la corruptela y el despilfarro universitario.
Pero dejemos que sea el mismo Profesor Sant Roz quien nos muestre el sonsonete de su metralla durante dos décadas, desde 1984 hasta 2004 cuando deja la ULA y se traslada a Barinas, a la UNELLEZ.