AUTOR Y COMPILADOR: Pedro Pablo Pereira
(EN LA GRÁFICA, VEMOS UNO DE ESOS ARTÍCULOS QUE DURANTE LA CUARTA REPÚBLICA, SANT ROZ PUBLICABA CON DESGARRADA FURÍA LÍRICA CONTRA TODOS LOS GOBIERNOS ADECOS-COPEYANOS…)
Para 1972, sentí que la vida se me iba en divagaciones, de café en café, de cuento en cuento, en recurrentes y monocordes planes y aventuras: sobre un viaje sin retorno a África o a la India, recorrer la América del Sur en jeep, comprarnos un velero, irnos a vivir a la Gran Sabana. Con un grupo de desesperados nos dimos a la tarea de organizar un movimiento político -cultural para liberar los cuadros de Armando Reverón secuestrados en El Museo de Bellas Artes por los ricachones de Caracas. Igualmente pasábamos horas, días, tratando sobre un proyecto de invasión a Guyana. O proyectábamos planes para el recorrido del paso de Los Andes, el mismo que hizo Bolívar en 1819. Para mantenernos en forma recibíamos clases militares en El Ávila con unos viejos guerrilleros que anduvieron por los lados de Humocaro Alto. Nos parecía siempre que a la vuelta de la esquina nos sobrevendría una revolución y debíamos estar prevenidos y entrenados. Por esa época conocimos a algunos jeques de la Reforma Universitaria: a Carlos Blanco y Rigoberto Lanz. Este par de ideólogos de la Facultad de Economía de la Universidad Central de Venezuela dirigía una célula y una revista revolucionarias. Carlos Blanco era un burguesito muy modoso y tan educado como golfo que se caía de culo cuando les recitábamos aquella frase de Hamlet: “Desgraciado de mí, el mundo está fuera de quicio y tener que ser yo quien lo ponga en orden…” Rigoberto recelaba de Carlos pero estaba como hipnotizado por los inmensos bienes de fortuna que éste poseía. Yo, sin tener ningún grupo que me respaldara en el Pedagógico Nacional me hacía pasar como representante estudiantil de este Instituto en las discusiones sobre la Reforma Universitaria. Rigoberto siempre estaba alardeando de que un día de estos se iba a ir a las guerrillas, y para prepararse y dar ese salto supremo en su vida, se calzaba unas descomunales botas de campaña que le llegaban casi hasta las rodillas. Nunca se fue. A nosotros nos llamaba la atención la pareja dispareja que formaban Rigoberto y Carlos, y mi amigo Winston Campos lo pronosticó: “Rigoberto se morirá de viejo queriendo ser guerrillero y Carlos Blanco no pasará de ser un alto funcionario de gobierno, un triste burócrata, seguramente ministro, adeco o copeyano”, y no se peló.
Estábamos a punto de dar los primeros pasos para crear una revista literaria, cuando adquirimos un viejo jeep y nos fuimos a Brasil. Luego viajamos a la España franquista, estuvimos después en París y conocimos a varios miembros de ETA. Soplaban vientos de grandes aventuras, y recorrí medio mundo con Winston Campos, quien fue un jodedor implacable, quien repentinamente en 1976 se nos iría en un fatal accidente… sin Winston, coño, quedamos dando vueltas como una peonza y preguntándonos: ¿y a ahora a dónde carajo iremos? Por cierto, a Winston no le gustaba que usáramos la palabra “sueño”. Le parecía una putada; siempre nos estaba alertando: “Déjense de la pendejada de estar soñando porque se los llevará la corriente.” Entonces nosotros llevábamos un anti -diccionario donde íbamos incorporando palabras que nunca debíamos usar.
En 1974, Regresamos a Venezuela, y traía yo en el bolsillo el recorte de un artículo de don Ramón Sender que hablaba de los anarquistas y de los hombres sin miedo y sin esperanzas. Lo leía y trataba de que me llegara a los tuétanos. Fue cuando para no salir por ahí con un rifle, nos enrolamos en unos cursos de cine en El Ateneo, porque ya sabíamos que el arma de destrucción o de construcción masiva más importante iban a ser el cine y la televisión. Conocimos en estos estudios a un químico madrileño de nombre Francisco Antolin, hoy todo un genio de la escultura y de las pinturas españolas. Creamos una productora (con Winston Campos y Francisco Antolin) que se llamó “El Grupo Sade”, y un corto guión cinematográfico llamado “La Apología del acto gratuito”, basado en una obra de André Gide. Aquel curso comenzó a llenarse de gente envidiosa y miserable y el personajillo más destacado era Claudio Nazoa. El tal Claudio Nazoa, violentando la puerta del laboratorio donde editábamos nuestros trabajos, logró causar irreparables daños a gran parte de nuestro material.
Realmente nos estábamos ahogando en la mierda.
Para completar, los Otero (dueños del diario “El Nacional”) impusieron como director del curso de cine que tomábamos, a un farsante y pícaro italiano, llamado Franco Rubartelli. Aquello acabó mal; se formó la Dios es Cristo cuando en una trifulca le gritamos a Rubartelli que no nos viniera a enseñar películas de vaquero o novelitas rosa como su bazofia “Veruska”. Los Otero se habían adueñado de las docenas de cámaras 16 mm con las que el gobierno había hecho una famosa película, de unas cien horas, llamada “Caracas Cuatricentenaria”. Aquellas cámaras terminaron en manos de Rubertalli, y de allí en adelante éste se haría famoso entre nosotros, los Otero más ricos, pero ya el curso de cine se dedicaría a hacer propaganda comercial y spots para políticos de partido y los magnates de la oligarquía nacional.
Nuestro corto cinematográfico, que no pudo terminarse, además de tener diálogos extraídos de “Las Cuevas del Vaticano” de André Gide, también tenía algunas escenas tomadas de la novela “La aventura equinoccial de Lope de Aguirre” de Sender. Solía coleccionar también en esa época conmigo, además de muchos artículos de Sender que se publicaban en el diario “El Universal” de Venezuela, sus novelas “El Bandido Adolescente”, “Epitalamio de Prieto Trinidad”, “Efemérides” y “Crónicas del Alba”.
A partir de aquel frustrado curso en el Ateneo de Caracas, se nos cerraron muchas puertas y salidas; aquello era lo que se llamaba cultura en Venezuela y estaba en manos de la exquisita y burda burguesía del Este de la capital. Entonces los grandes saraos y atracos culturales se hacían en nombre del “comunismo” y de la “revolución”. Era la moda intelectual. La gente de “El Nacional”, con sus humoristas, saqueaba a los guerrilleros que se habían acogido a la pacificación y expoliaban también a la Revolución Cubana.
En 1976, cayó en mis manos, recién publicada, la novela de Sender, “Efemérides” que significó para mí un perfecto baño de ácido sulfúrico. Fue cuando me pareció que lo más honesto era dedicarme a las matemáticas y emigrar. El pintor y amigo Francisco Antolin vivía en Chacaito, trabajaba en un colegió católico como profesor de química y en los ratos libres pintaba y tomábamos café en el viejo Papagallo, a donde también acudía el autor de “Papillón”, Henri Charrière. Un día Antolín nos mostró sus trabajos de pintura y quedamos positivamente impresionados. Le dijimos que su destino era hacerse creador. “Tú eres un artista”, le dijimos. Claro, lo tomó como debía hacerlo, comprometidamente. Francisco abandonó la docencia y se dedicó de lleno a leer y a pintar. Volvió a Madrid y hoy es uno de los artistas, como dije, más importantes de España.