Hay momentos en que aparece el Hombre
y no está el pueblo preparado, y sucede a
veces que está el pueblo preparado y no
aparece el Hombre.
JOSÉ MARTÍ
Como el estremecimiento de un gran sismo corrió por toda la América Latina la noticia del deceso de Juan Vicente Gómez. Ocurrió el 17 de diciembre de 1935, aunque es muy probable que se hubiese dado antes; sus áulicos siempre trataron de equipararlo en todo al Libertador, y seguramente se aplazó el momento de su muerte oficial hasta ese día memorable.
Escribe Rómulo: “Aseveran quienes lo vieran en su catafalco faraónico, que nunca fue más expresivo ese rostro de crueldad y astucia como cuando depositaron la urna que contenía el cadáver sobre la cureña de un cañón… Detrás del féretro, apesadumbrada, marchó la grey palaciega; y en una foto de época se destacan, al frente del fúnebre cortejo, quienes fueron usufructuarios y albaceas testamentarios de la herencia política de Juan Vicente Gómez: los generales Eleazar López Contreras e Isaías Medina Angarita, los dos jefes de Estado de la década posgomecista (1935- 1945)”.
A la muerte de Gómez, aunque se despertó en Rómulo un fervoroso patriotismo, tuvo mucho cuidado de hacer sus maletas y presentarse de inmediato en su país. Estaba resentido porque sus ensayos no recibieron el apoyo que esperaba. Estuvo otra vez dudando si de veras en la política estaba su verdadera pasión y destino; tal era la plácida dicha que disfrutaba en aquella bella Costa Rica. Las injurias, las ofensas, las crueles burlas a sus trabajos le habían afectado lo suficiente como para pensar seriamente su papel de revolucionario.
Entre los recalcitrantes generales que llevaron la batuta de las guerras contra el tirano no contaba con el menor apoyo. Mejor dicho, no lo conocían.
El 5 de enero de 1936, las garantías fueron suspendidas. Entonces el líder más valioso y elocuente de la oposición era Jóvito Villalba. Su verbo frenético y compulsivo volvía histéricas a las masas. Fue entonces cuando comenzó a funcionar ORVE (Organización Venezolana), que tenía en su seno a un grupo de intelectuales como Alberto Adriani (su presidente) y Mariano Picón Salas (secretario general). Esta organización no era un partido sino más bien una oficina para propalar críticas al gobierno, con el objeto de ganar algunos puestos en las elecciones municipales. Su programa fue una hojarasca inconexa de propuestas administrativas y políticas calcado de agrupaciones y gremios que proliferaron en España después de la monarquía. Para no perder la costumbre de copiar todo lo que de afuera nos llegaba en estos temas de reformas y cambios sociales, resulta que fueron los españoles Ramiro Hernández Pintado (cónsul), Pendaz y De La Vega, los inspiradores y ejecutores de este proyecto de ORVE.
Betancourt (como lo hará en 1958), prudentemente se aisló esperando noticias de lo que cada cual estaba haciendo en sus propios grupos revolucionarios o reformistas, pero también para asegurarse que no lo fueran a detener o matar. Además, ya venía con una estrategia muy clara, que era la de acercarse a los jóvenes oficiales más ambiciosos del Ejército, y tenía que hacerlo desde una posición ambigua y ecléctica. Betancourt era militarista.
Esto le exigía, pues, ser cauto y prudente. Le llegó un recorte de periódico en que se aseveraba que catorce toneladas de grillos de las cárceles de Gómez habían sido echadas al mar, frente a Puerto Cabello.
Le ardían las ganas de meterse en el candelero y por allí escribió algo para seguir desacreditando al general Emilio Arévalo Cedeño, a quien consideraba un enemigo de temer.
A diferencia de Jóvito Villalba, quien sí había ido al encuentro de las multitudes que reclamaban un nuevo orden político, él prefirió esperar un poco más.
Fue a finales de enero de 1936, cuando emprende el viaje a Caracas. Le han contado que se han producido grandes saqueos aunque la represión no fue como se temía; que se ha dejado al pueblo actuar y que existen ciertas libertades favorables para proceder a un vuelco radical. Refiere en sus memorias: “Sobre estas cuestiones meditaba yo una noche de enero de 1936, pasajero de cubierta en el barco frutero, surto en las costarricenses de Puerto Limón, quien me devolvería a la patria. El nombre del sucesor del déspota estaba ligado a recuerdos míos de la etapa de luchas estudiantiles. Fue López Contreras enfundado en uniforme de campaña quien inspeccionó, en una friolenta mañana caraqueña de 1928 el traslado de los universitarios presos en la cárcel de El Cuño hacia las bóvedas coloniales del castillo Libertador, en Puerto Cabello”.
Su pasada actividad al lado de los comunistas había sido estratégica.
Había estado durante mucho tiempo tratando de hacerse un nombre, y al cabo de cinco años era muy poco lo que había conseguido figurar. De modo que sus escarceos con los comunistas no eran cosas que podían pesar en sus aspiraciones políticas. Continuaba empapándose de los acontecimientos de México que habían llevado al poder en 1934 a Lázaro Cárdenas. México siempre había sido un punto referencial para los políticos latinoamericanos, y como en este país predominaban las ideas de izquierda, en los artículos de Rómulo, poco después del acontecimiento de la muerte de Gómez, encontraremos una buena dosis de argumentos marxistas para analizar la realidad de Venezuela. El 22 de diciembre de 1935, había escrito: «Marx decía que en determinadas circunstancias históricas, bien podía un imbécil hacer el papel de héroe. Si en algún personaje es verdad esta tesis es en Juan Vicente Gómez, el verdugo del pueblo venezolano, muerto de disentería el miércoles de la semana que termina […] Gómez ha sido el policía armado en la Venezuela de los piratas de aceite […]».
Ya para entonces Rómulo era padre de una niña, y comenzaba a echar barriga. Cuando volvió a su país lo hizo solo, tomando en cuenta la dura realidad a la que se enfrentaba. Caracas era una fiesta, con sus palúdicos, sifilíticos y tuberculosos, que en cada casa había uno; con sus dolores de tantas décadas, sepultados en la herrumbre del olvido.
Lo esencial era olvidar y perdonar. Se agitaban, no obstante, tantas ilusiones en el horizonte, sobre todo para los jóvenes, que ahora comenzaban a descubrir alguna libertad en medio de tantos desafíos.
En aquel ambiente fue recibido Rómulo, quien llegaba cargado de ideas y de proyectos, y que pronto fue admitido como personaje de prestigio por sus artículos y contacto en el exterior. Conoció entonces a Alberto Adriani (lo consideraba todo un genial estadista), y a Mariano Picón Salas, y como una de sus principales manías era fundar partidos y grupos políticos, de inmediato los invitó a conformar un movimiento de masas que sacudiera desde los estratos más hondos a la sociedad venezolana. Pronto Jóvito le escuchó con atención y pasó a formar parte de estas discusiones, pero Betancourt rechazó unirse a los grupos de combate que más acaparaban el interés del momento, como lo eran la Unión Nacional Republicana (fundada poco después de la muerte de Gómez), y la Unión Popular (donde militaban Augusto Márquez Cañizales, Juan José Palacios, Juan Oropeza, Inocente Palacios, Luis Esteban Rey, Mercedes Fermín, entre otros). Tampoco quiso participar en las deliberaciones que se hacían en el PRP (Partido Republicano Progresista), al que le llamaron a participar, que agrupaba personajes como Acosta Saignes, Rodolfo Quintero y Key Sánchez. Betancourt quería fundar un nuevo movimiento más agresivo, orgánico y comprometido con el pueblo, por lo que comenzó a proponer con mucha insistencia el problema de la unidad.
El lenguaje de la época delata la gris monotonía del pensamiento: había ya un adequismo incipiente en el corazón de una Venezuela desgarrada, vejada, ignorante y casi pordiosera; los políticos no podían hablar sin mencionar las palabras ultramontano, cavernícola, clerigalla, turiferario, retrógrado, paniagudo, hora menguada […] El país era analfabeto en un 85%.
Por otro lado, siempre ha constituido para nosotros una tremenda tragedia la falta de conciencia bolivariana. Con la ética bolivariana hubiésemos podido enfrentar todas nuestras calamidades y endemias, pero aún no acabábamos de salir de las cavernas del miedo impuesto por los tiranos. Siempre pendía sobre el pueblo horrendas culpas y condenas, lo que provocaba un envilecimiento general. Esto hacía que la educación fuese pésima y la historia adulterada para poderla «tragar». Ante tanta desolación, agonías y muertes, perpetuas guerras civiles, prisiones y opresión, la gente se resignaba, callaba y prefería no actuar, mucho menos pensar. Se había producido en nosotros un holocausto mental.
Betancourt, con su pluma floridamente retórica, le escribió una carta al nuevo presidente, general Eleazar López Contreras. Venía a prestar sus modestos servicios a la patria desde una posición apegada a la Constitución y a los valores más profundos de nuestra historia y gentilicio.
El general Eleazar López Contreras, había nacido en Queniquea (estado Táchira), el 5 de mayo de 1883. En julio de 1930, Juan Vicente Gómez le había nombrado jefe del Estado Mayor del Ejército. El 22 de abril del año siguiente fue encargado del Ministerio de Guerra y Marina, interinamente, para luego encargarse de este ministerio de manera definitiva el 13 de julio de 1931. Cuando ejercía este cargo lo sorprendió la muerte de su jefe el 17 de diciembre de 1935. Luego el Congreso lo elige presidente constitucional para el período 1936-1941. Los primeros fervores libertarios condujeron una conmoción inesperada que casi echa por tierra al recién instalado gobierno el 14 de febrero de 1936. Corrió sangre, y trató de entretenerse a la masa con los saqueos. No aparecía un líder de empuje y valor que tomara las riendas de aquella conmoción. Jóvito Villalba intentó poner el pie en el cuello de López Contreras, pero divagó mucho, y pidió calma en lugar de arrastrar las masas hasta Miraflores para reventar, de una vez por todas, el enorme tumor del gomecismo.
La escaramuza del 14 puso a prueba el temple y la calidad política de Jóvito. Había vacilado y por tanto perdió una oportunidad de oro. Rómulo le miró a la distancia midiendo sus propios pasos. En ningún otro momento de su vida calibraría el trauma inmenso que comportaba el riesgo de asumir el poder.
Rómulo Betancourt no fue el hombre que se ha querido hacer ver: un amanerado o afeminado, como han dicho Marcos Pérez Jiménez y los comunistas. Betancourt pudo haber sido, en opinión de mucha gente, un extraordinario demagogo y oportunista, pero en ningún momento un tonto. En lo que sí está claro él es que en Caracas, de momento, no tiene audiencia ni campo para sus movimientos. Tampoco un programa alternativo ante lo que fue Gómez, ante lo que propone Arévalo Cedeño o Rufino Blanco Fombona, José Rafael Pocaterra, los Machado, Rafael Simón Urbina, Gabaldón, Norberto Borges, Luis Álvarez Veitía, Luis Rafael Pimentel, Régulo Olivares, Fernando Márquez; de modo que anda un tanto encogido y silencioso esperando su oportunidad. Rufino Blanco Fombona, en clara alusión a individuos como Jóvito, Caldera y Betancourt, declaró: «Estos pendejitos pretenden enseñarme lo que ya estoy harto de hacer desde 1922, en Venezuela y en el extranjero». Y Arévalo Cedeño les espetó: «Ustedes evacuaban verde cuando yo me alcé casi solo contra Gómez».
Rufino Blanco Fombona era un hombre que prefería andar más con gente dura, guerrera y fiera que con intelectuales. Rufino era un hombre de acción, y sus amigos eran gente como Rafael Simón Urbina.
Lo que trae entre manos Betancourt es totalmente novedoso, profundo quizá para una Venezuela que ha vivido anestesiada a fuerza de fuete, grillos, plomo, muerte. Él busca un debate de altura sobre el problema económico y sobre el tema petrolero que se considera tabú: La tarea orientadora de la opinión nacional, en lo que a petróleo se refiere, fue tenaz y sistematizada. Vale la pena recordarla, en sus rangos fundamentales, porque ella fue punto de partida de una trayectoria seguida en forma consecuente, en la oposición y en el poder.
Popularizamos en la tribuna del mitin y de la conferencia, en las páginas del periódico y del folleto, cuanto habíamos estudiado en largas horas de vigilia, acerca de la industria petrolera y de sus implicaciones políticas…
Esa acción revindicadora del patrimonio nacional era posible si Venezuela, una vez adquirida conciencia del problema de su dependencia del capital financiero internacional y de la explotación incontrolada de la principal fuente de riquezas por inversionistas extranjeros, organizaba sus reservas de resistencia. La vía para llegar a ese objetivo era la de integrar en sus organismos políticos y gremiales a un pueblo sin entrenamiento alguno en esas funciones, porque durante tres décadas había permanecido al margen de las inquietudes universales.
Para emprender estos propósitos tenía que enfrentar al neogomecismo en el poder, y sus asociados foráneos que veían en estos temas el arma de la revelación de un espíritu público hasta entonces adormecido. Él venía dispuesto a elevar la ascendente marea popular, y a exigir libertad de prensa que recientemente había sido suprimida por decreto ejecutivo. Todo crujía en una Caracas presa de los saqueos. «Ardieron en Caracas —escribe— los palacetes de dudoso gusto arquitectónico de los generales y doctores de la dictadura, y en los latifundios gomecistas fueron destrozados cercas, sementeras y ganados… Eran aquellos días de la Guerra Civil española y del auge de Mussolini y Hitler; y de moda estaba encasillar como comunista a todo aquel que combatiera por la libertad y la justicia social».
«Los epítetos comunista y bolchevique se lanzaban enérgicamente a la faz de la administración rooseveltiana», escribió Robert E. Sherwood, recordando el panorama político de los Estados Unidos para aquellos mismos días. En la Ley de Defensa Social se establecían penas de encarcelamiento de cuatro a seis años para quienes «por medio de dibujo u otra forma de expresión del pensamiento», criticaran o difamaran «a la organización republicana… o al régimen de propiedad privada105».