LA «DEMOCRACIA» ENTRA EN COMA
Mucho se debe a su liderazgo y a sus convicciones
personales, señor Betancourt.
EDGARD KENNEDY
A Rómulo Betancourt le llegaban toda clase de quejas, pero como se
trataba del «hijo que nunca tuve», callaba y tragaba. El país no
aguantaba más derroche, la voraz degeneración traducida en un
incontrolable caos administrativo e irrespeto por todos los valores de la
República; cuanta información le llegaba lo dejaba sin habla o
respuesta alguna. Por ejemplo, en el sector educativo debido al vórtice
de las pertinaces huelgas y paros, no se cubría ni un 20% de los
programas en escuelas y liceos; las universidades estaban igualmente
de cerebros caídos, ya que se paralizaban en promedio cuatro meses
cada año. La muerte de estudiantes durante los disturbios era algo tan
natural como que el sol sale cada mañana.
Luego le llegaban otros informes que hablaban de otras muertes, por
mala praxis médica en los hospitales, o inherentes al mismo programa
de salud; además, se enteraba que campeaba una violencia
estremecedora, concentrada en el supremo desprecio al ciudadano. La
frase que más se oía en todos los niveles era «estamos frustrados». Los
expertos coincidían en que el país iba camino a convertirse en un
segundo Haití, según las cifras de miseria y de endemias que cundían
por doquier. El gobierno estaba como paralizado esperando que algún
milagro (que podía ser una guerra) despertara la sensibilidad de los
venezolanos para proceder luego a levantar la moral y la autoestima
que estaba por debajo del subsuelo.
A los funcionarios del Estado sólo les interesaba hacerse ricos en
corto tiempo, antes que llegase alguien y les relevase en el cargo, sin
ellos haber podido cargarse con una buena tajada. Se trataba de la
incuria total. Ante tal cuadro, Rómulo se encogía de hombros y
respondía: «Ya yo cumplí con lo que me correspondía; ahora, meterme a
dar órdenes sería un abuso». Gonzalo Barrios tenía otra opinión: «A la
gente no le gusta sino vivir hablando mal de todo. Es el gusanillo de
inventar para desacreditar al que está mandando».
No había manera de detener este caballo desbocado y la gente
hablaba del día en que bajaran los cerros… «Algún día bajarán y
entonces veremos lo que pasará, pero entre tanto…»
La inconciencia había insensibilizado, embotado, inutilizado, a todo el
mundo dentro de AD, mientras que Carlos Andrés Pérez, en un paranoico desorden, emitía una tras otra, desquiciadas medidas
económicas, con las que aturdía a la prensa y al Congreso. Fue la
propia Fedecámaras quien le puso el mote de «Locoven».
Exclamaba Pérez: «Los años de mi gobierno representan el período
más productivo que conozca nuestra historia contemporánea […] He
cerrado la brecha entre la Venezuela privilegiada y la Venezuela
marginal […] Venezuela vive el momento máximo de su historia […]».
Para completar el desastre, Pérez adquirió una estremecedora manía
por recorrer el mundo sin nada en la cabeza, así se paseó por Europa,
América, el Medio Oriente y la Unión Soviética. Habló desde todos los
púlpitos internacionales como la OEA, ONU, OPEP, FAO…
El 20 de febrero de 1975, en The New York Times se difunden otros
informes de la CIA según los cuales esta Agencia le había hecho pagos
al señor Carlos Andrés Pérez cuando desempeñaba el cargo de ministro
de Relaciones Interiores bajo el mandato de Rómulo Betancourt. Ya
sabemos cómo reaccionaba él ante estas cosas, como lo hizo en el caso
del buque «Sierra Nevada»: Una catarata de declaraciones y discursos,
un agotamiento de la opinión pública por su prodigiosa capacidad para
aturdir, hasta que al fin, la gente fatigada, harta, opta por no querer
saber del tema de los partidos.
Sobre el caso de los fondos que la CIA entregó a Pérez, los
periodistas y políticos escasamente se manifestaron; a la mayoría de los
partidos esto les parecía de lo más natural. ¿Acaso no iban nuestros
oficiales a formarse a la Escuela de las Américas, donde se preparaban
a monstruos para torturar y matar «extremistas»? Y siendo Venezuela,
como lo era entonces para el norte, un supuesto blanco de los objetivos
subversivos de Fidel Castro, nada de raro era de suponer que Carlos
Andrés trabajase para el Departamento de Estado. Recuérdese que en
1973 aparecieron denuncias terribles contra su candidatura, y en la
prensa se dedicaron páginas completas para catalogar a Pérez de
«Guachimán». Decían estos escritos: «No le des tu voto al Guachimán»
(sin duda, guachimán del imperio).
Pero fue tanto el monocorde ataque en su contra, que Carlos Andrés
indignado, ofendidísimo, amenazó con declarar persona non grata al
embajador norteamericano y romper relaciones con la administración
del pobre Jimmy Carter (a quien ni le iba ni le venía aquella
información). Entonces, el presidente comenzó a declarar que esta
guerra de infamias se le hacía por su política «progresista» a favor del
Tercer Mundo.
A los pocos días aquella alharaca ya estaba convertida en un
problema de Estado, y Betancourt sí comenzó a preocuparse, porque
¿cuántos intríngulis no se llegarían a conocer si se desclasificaran todos los documentos que reposan en la CIA, sobre sus propias actividades
entre 1959-1963?
Pérez aturdía a los periodistas con sus laberínticos razonamientos,
plagados de contradicciones y mentiras evidentes, e insistía que era
una campaña por el coraje con que estábamos afrontando nuestra
independencia y la dignidad de Venezuela: «La responsabilidad del
Gobierno de los Estados Unidos es inocultable. Estamos a la espera de
una respuesta». Aquel hombre empecinado por naturaleza, reiterativo
en sus reclamos hasta el agobio y la desintegración del verbo, movía a
su partido, a Fedecámaras, a todos los grupos políticos, a protestar por
aquella infamia del imperialismo, y a los hombres de izquierda aquellos
clamores les enternecía y fue entonces cuando Carlos Andrés les
comenzó a caer simpático.
El 21 de febrero de 1977, el embajador norteamericano Viron P. Vaky
fue citado de urgencia al despacho de Escovar Salom (mejor conocido
como «El Pirujo»). El canciller venezolano le exigió «una clarificación
de los hechos calumniosos». Betancourt se limitó a decir: «El
presidente Pérez no ha recibido dinero de la CIA». No podía comentar
otra cosa, y para alcahuetear una vez más los despropósitos de la gente
de su partido, y siempre creyéndose el dios de la república, escribió una
carta abierta en la prensa que decía:
El país cree en mí. Jamás lo he engañado. La confianza de nuestro pueblo
en la palabra mía es mi mayor orgullo de venezolano y de hombre
público. Es, apoyado en ese voto de confianza que me han dado mis
conciudadanos de todas las tiendas políticas democráticas, que vengo a
hacer pública y enfática la información. El presidente Carlos Andrés
Pérez, ni siendo ministro de Relaciones Interiores bajo mi gobierno, ni en
ninguna ocasión, ha recibido dinero de la policía secreta internacional de
Estados Unidos (CIA) para fines del Estado, ni mucho menos para
beneficio propio.
Es decir, con el apoyo de Betancourt podía echarse a dormir Pérez,
completamente seguro, bajo la sombra del árbol genealógico de su
partido.
Empresarios, estudiantes y obreros acabaron por admitir que aquella
infamia no podía sino considerarse como una maniobra contra la
soberanía nacional, y el diputado David Morales Bello llegó a decir que
todo esto no conformaba sino los movimientos de un golpe de Estado
que se estaba urdiendo desde Washington, por la CIA. Rómulo se movió
con sus amigos en Washington, y el sencillote de Jimmy Carter no
aguantó más ruido, y tuvo que desmentir la publicación de The New
York Times, llegando a calificarla de crónica maliciosa. Además agregó
el presidente norteamericano que Carlos Andrés era «uno de los líderes más formidables e independientes del mundo755».
RECUENTO DE UN REGRESO
Cuando Betancourt regresa a su país después de nueve largos años
de ausencia, no podía imaginar al grado de perversión en que se
encontraba su partido y la democracia. En 1973, doña Renée comprobó
que el venezolano había perdido su capacidad de protestar, de encarar
los problemas con seriedad y de buscar soluciones756; ¿entonces qué
había hecho el partido Acción Democrática?, ¿qué habíamos conseguido
con la democracia fundada por Betancourt y sus batalladores
sindicalistas?
El país en realidad estaba sumergido en el vicio inefable de una
corrupción que era un monstruo de cien mil cabezas, y Betancourt no
podía o no quería hacer nada; en el fondo él fue siempre un tipo bien
débil frente a la jauría de sus compañeros, que con ferocidad se
repartían y se apoderaban de los más importantes cargos del país. Y
doña Renée, viendo el despelote de nuestra nación echaba de menos su
Berna, donde nunca se le descompuso «la cocina, el calentador ni la
refrigeradora […] La realidad es que no tuve el 90% de los ridículos
pero fatigantes inconvenientes que se me presentaron en Caracas757».
Definitivamente era horriblemente desconsolador y agobiante tener
que vivir en Venezuela, pero no quedaba más remedio que regresar a
este infierno de país, pues Betancourt era el fundador de su democracia
y el jefe máximo del partido mayoritario que todavía gobernaba. Y
añade doña Renée:
Yo sentía que el calor me estaba haciendo un daño enorme, pero así y
todo tuve que estar de pie hasta las doce de la noche. Cuando se fueron
los visitantes, me di un largo baño y me acosté. No podía dormir por el
calor, el cansancio y los ruidos de la avenida. Sentí deseos de llorar, cosa
bastante rara en mí. Añoraba mi casa en Berna y el silencio. Recordé que 1977, The New York Times recogerá unas declaraciones del señor David Phillips,
comisionado de la CIA para la vigilancia y control en el Caribe y Venezuela, quien en
confesión ante el Congreso de Estados Unidos dirá que sí le había hecho pagos al
entonces ministro de Relaciones Interiores. Esta nota del Times estaba firmada por el
jefe de redacción. Ya para entonces Pérez no se estremeció para nada, pero la Oficina
de Prensa de Miraflores contestó que se trataba de nuevo de «una canallesca,
abominable calumnia y una burda maniobra contra la democracia venezolana». Poco
después Pérez invitó a Carter a Venezuela. Cuando Jimmy Carter abrazó a su
homólogo, declaró: «Soy bendito por Dios al tener un amigo como el presidente
Pérez» el cuarto de Rómulo, situado al lado del mío, tenía aire
acondicionado[…].
Betancourt se dedicó a cultivar las amistades que luego serían
adictas a Carlos Andrés Pérez; la masa de negociantes que acabaron
con este país: los Di Mase, Sofía Imber, los Cisneros. Entonces uno de
los pasatiempos del «Brujo de Guatire» era revisar todas las notas
necrológicas de la prensa nacional.
Las faenas de esta humilde pareja, en los años setenta, se consumían
mitad en Europa y una cuarta parte en Pacairigua, a las faldas del Ávila,
el primer búnker adeco. Aburridos, asqueados de ser la pareja más
famosa de Latinoamérica a mediados de los setenta, se dieron un largo
viaje por los países escandinavos; y hasta se entretuvieron recorriendo
los teatros pornográficos y la calle de las prostitutas. «Una vez fuimos a
(un espectáculo) pornográfico […]».
La vida se les iba en visitar peluquerías, restaurantes y las mejores
tiendas. Betancourt cada vez que la llevaba a un restaurante (que debió
ser todos los días), le daba una sorpresa; con un beso le entregaba una
cajita en la cual iba un rubí, perlas, diamantes o esmeraldas. Aquella
pobre mujer debió parecer una burriquita muy bien enjaezada, cargada
de piedras preciosas. Doña Renée confesaba que conocía a París mejor
que a Caracas760.
¡Ah!, pero tuvieron que volver al caos de Caracas: «Yo venía
dispuesta a trabajar duro muy duro para enviar las tarjetas de Navidad
a los amigos del exterior761». Pobre mujer. Esto fue en diciembre de
1975 cuando el desorden hospitalario era indescriptible, ¿pero qué
podía hacerse? A la señora Hartmann este cuadro de peste humana la
impulsaba a gritar desatinos. Hablaba sola, lloraba y se reía sola.
Alfredito seguía viajando, y aunque en mayo de 1978 le trajo del Perú a
su madre una bellísima monería de la más pura artesanía, ella no pudo
superar en nada su estado de desolación. Pensaba en ocasiones que
aquello debía ser propio de la vejez. Pero era que le sobraba todo y por
lo mismo que ya nada le satisfacía. En ocasiones consideraba que no
había por qué sentirse deprimida por la situación del país, pues los
venezolanos eran riquísimos, tenían liderazgo en el Tercer Mundo y
ayudaban a todo el mundo, aunque a cambio no tuviésemos realmente
un programa propio ni un proyecto que nos distinguiese del resto de los
países que vivían en la más nefasta miseria. Esa era la pura verdad.
Un 13 de marzo, día infausto, Betancourt, por un extraño «error» le
dio un tiro en la rodilla a Alfredo. Alfredo sufrió mucho, y su madre angustiada movió el equipo de los mejores traumatólogos nacionales
para que su muchacho no quedase inválido. Este es un hecho muy
grave que quedó en penumbras. Nunca se averiguó lo suficientemente.
En el hogar de los Betancourt se vivía un infierno. Renée estaba un
poco loca y Betancourt se asqueaba de sus manías. Alfredito era
fastidioso y llorón. Los perros no recibían suficiente atención. El mismo
Betancourt debió haber estado anímicamente muy deprimido. A lo
mejor pensó matar a Alfredito o a la misma Renée, y luego darse un
tiro.
La pobre señora Renée, que según ella había entregado su vida por
mejorar a Venezuela en el problema sanitario, comprobaba en esos días
angustiosos, llevando a su hijo de un puesto asistencial a otro, que allí
ni siquiera tenían una vacuna antitetánica. La bella democracia por la
que tanto había luchado era la vergüenza de América Latina, pero
Betancourt era un gourmet y seguía comiendo como siempre (dándole
el visto bueno a los restaurantes extranjeros que por aquellos días se
inauguraban en Caracas), gozando de las atenciones de Gustavo
Cisneros, los Di Mase y demás bellas y prósperas personas, ¿y su
mujer?, pues asistiendo a las peluquerías de primera y añorando la paz
de Berna.
Decía doña Renée: «Desidia e incompetencia se juntaban para
prestar un pésimo servicio de salud, cuando tanto dinero se gastaba en
ello762».
En verdad la señora Hartmann la pasaba mal, sintiéndose ahogada
por el sofocante calor; le parecía que el país se había recalentado
horriblemente, y uno de sus mayores consuelos seguía siendo la
peluquería que frecuentemente visitaba en Nueva York, y en esta
ciudad suspiraba para confesar que «en Venezuela ambos (ella y
Betancourt) pasábamos momentos mortificantes, el alejarnos fue un
escape necesario».
El 29 de junio recibieron una grata noticia: Alfredo había ganado el
Premio Municipal de Poesía. «Nos contentamos mucho y salimos a
celebrarlo764». ¡Qué bueno era ser «hijo» de don Rómulo Betancourt!
Resulta pues que don Alfredo hasta poeta era. Luego también llegaría a
ser diputado por Acción Democrática. ¡Qué bello país y que hermosa
democracia nos legaba Rómulo Betancourt! Luego Alfredo daría un
apoteósico coctel con la plana mayor de la intelectualidad caraqueña,
como lo eran (y todavía lo siguen siendo): Félix Guzmán, José
Benavides, Ida Gramcko, Vicente Gerbasi, los Gottberg, Alirio Palacios y
señora, Alejandro Otero y Mercedes Pardo, Mateo Manaure, Elisa
Lerner, los Zitman, Arturo e Isabel Uslar Pietri, Carlos Canache Mata, los Hernández Grisanti, Cristóbal Hernández, Guillermo Yépez Boscán,
Elizabeth Schön.
Los hijos o cuasihijos de adecos eminentes (compréndanse a los
copeyanos también), con o sin talento, tienen asegurada una triunfal
colocación en puestos claves de la administración pública: a Virginia
Betancourt, se le hace presidenta vitalicia de la Biblioteca Nacional; a
los hijos de Leoni se les atornilló para defender sólidas heredades
políticas, aunque luego, amargados, acabarán por dejar el partido;
Andrés Eloy Blanco Iturbe (de los más decentes) recorrería todas las
sempiternas y fabulosas oficinas, pasando por una curul en el Congreso
y un puesto en el gabinete de Carlos Andrés Pérez. Los mejores hijos de
Lusinchi y Carlos Andrés fueron los familiares de sus barraganas, que
de ser humildes y honestos buhoneros pasaron no sólo a codearse con
los Di Mase, los Zuloaga y los Cisneros, sino a negociar con empresas
como Sidor e institutos autónomos como el Hipódromo y el Centro
Simón Bolívar. Uno de los ejemplos más elocuentes de esta nefasta
conducta la tuvimos en el presidente Rafael Caldera, quien colocó a su
hijo Andrés en la Secretaría de la Presidencia, y a Juan como jefe de la
fracción parlamentaria de su Convergencia; como ministro de Minas
(mayo, 1994) a un novio de su hija Mireya, divorciada. Otra hija del
señor presidente estaba casada con el jefe de la Casa Militar. Casi todos
los emperifollados hombres del gobierno de Caldera, o fueron sus
condiscípulos o eran amigos de sus hijos.