José Sant Roz
José Martí frente al mar de Bolívar, abrumado de sí mismo. Entre la nada y la inacabada obra del padre Libertador. Por la América enclaustrada, aherrojada, que provoca vértigos: “Voy bien cargado, mi María, con mi rifle al hombro, mi machete y mi revolver a la cintura…”
Sin la palabra que no sea un compromiso, su voz como una diana.
Una noche, cuando se cumplían cien años del nacimiento del Libertador Simón Bolívar, se reunió un grupo de poetas latinoamericanos en Nueva York. Estaban allí, no para celebrar. Un silencio de heridas y de muertes laceraban los recuerdos. Para qué decir que hubo en América Latina una guerra de independencia cuando todavía no había patria, y Martí hablaba de su Cuba esclavizada, aherrojada. Encendidas las mentes por aquellas hazañas del llamado “loco de las malditas correrías”, cuya alma aún no descansa en paz, no encuentra alivio. Sus dolores futuros. El esplendor en los corazones de sus estandartes y espadas con un ramillete de naciones. Entonces marchita. ¿Qué era de aquella América fuerte, múltiple y unida, con veinticinco mil hombres listas para ir a combatir a Cuba y a Puerto Rico?
Simón Bolívar en aquella velada, con su traje indígena, con un pañuelo blanco en la cabeza, rodeado por un pelotón de oficiales comandados por el negro Domingo López de Matute, Capitán del regimiento, triunfante en Ayacucho, de los Granaderos de la Guardia.
Cuba continuaba encadenada al mismo sistema de la Europa canalla, de la Europa transfigurada ahora en el voraz imperio de los nuevos regatones americanos. Se olvidaron en aquella conmemoración de los discursos y de los poemas. Mejor era no hablar. Cada cual debía volver a su tierra a levantar el alma de los pueblos que aún gemían bajo las mismas tiranías, y la única manera de recordar a Bolívar era despertando los pueblos.
Para José Martí su único empeño estaba en hacerse digno de la confianza y de la grandeza de ese venerable alfarero de naciones.
A Martí no se lo tragó la impotencia, no lo desanimaron las permanentes adversidades ni la augusta impaciencia americana, porque para los grandes hombres la constancia debe ser infinita, sin espacio para el retiro o el reposo. Con la plena certeza de que en cada triunfo bulle una derrota. El hombre que se contenta con lo que consigue o con lo que le dan, muere.
¡Qué valor el de Martí, para conservar serenidad y lucidez aquel año de 1890, durante la Conferencia de Washington, contemplando, aterido de ansiedad, el modo distante e indiferente como se conducían los pueblos hermanos ante la situación de su Cuba! Los pueblos latinoamericanos no se habían emancipado. En ninguna parte aparecía la mano hermana, aquella solidaridad tan necesaria y urgente. ¿Fue acaso que Bolívar desperdició su vida?: “México, amable y blandílocuo, va de un sillón a otro, juntando, investigando, callando, y más mientras más dice: Chile enfrentado a Méjico; Venezuela apática; Centroamérica corrompida con las esperanzas de riqueza que les fomentamos con los canales, como el cachetero de la otra América, como la mano servil que, cuando el espada lo mande, le ha de dar el toro la última puñalada”.
El monstruo que se ha ido apoderando de nuestras entrañas; exterminio sobre extermino, porque nos han metido a sangre y fuego, que el indígena como el negro no son prácticos, necesarios ni útiles para el llamado “desarrollo”.
¡Cuántas luchas abandonadas! ¡Cuántas palabras y promesas vencidas por la comodidad de aquellos pobres países que entregados a un nuevo colonialismo miraban de soslayo al hombre de una tierra que aún gemía bajo la bota del viejo imperio español!
A Martí no lo paralizaron estos desdenes, pues si algo llevaba en sus nervios, si algo constituía el fluido sagrado de su ser era su empeño por ver libre a Cuba. Y no podía mendigar esa libertad. ¿En dónde encontraba fortaleza para torcer el rumbo de la apoplejía paralizante de aquel continente que había tenido a un Bolívar, a un Sucre? ¿En dónde luz, él, mendigo iluminado? «¡Nuestra América es única! ¿Cuál será el pueblo de América que se niegue a declarar que es un crimen la ocupación de la propiedad de un pueblo hermano, que se reserve a sabiendas, el derecho de arrebatar por la fuerza su propiedad a un pueblo de su propia familia? ¿Chile acaso? No: Chile no vota contra la conquista; pero es quien es, y se abstiene de votar, no vota por ella. ¿México tal vez? México no: México es tierra de Juárez, no de Taylors».
Es necesario aprender a morir cada día. Es necesario desgarrarse cada hora. No venimos a transarnos por una paz que nos someta. Por una tranquilidad que nos deshonre.
Habla el Apóstol: “El alma anda hoy muy triste, y acaso la causa mayor sea, más que el cielo oscuro o la falta de salud, el pesar de ver cómo por el interés acceden los hombres a falsear la verdad, y a comprometer, so capa de defenderlos, los problemas más sagrados. Estas náuseas son más crueles que las otras… cuando me cae ese desaliento estoy como ido de mí, y no puedo con la pluma en la mano… Creo en redondo, peligroso para nuestra América o por lo menos inútil, el Congreso Internacional. Y para Cuba, sólo una ventaja le veo, dadas las relaciones amistosas de casi todas las repúblicas con España, en lo oficial, y la reticencia y deseos ocultos o mal reprimidos de este país sobre nuestra tierra:- la de compeler a los Estados Unidos, si se dejan compeler, por una proposición moderada y hábil, a reconocer que «Cuba debe ser independiente». Por mi propia inclinación, y por el recelo -a mi juicio justificado- con que veo el Congreso, y todo cuanto tienda a acercar o identificar en lo político a este país y los nuestros, nunca hubiera pensado yo en sentar el precedente de poner a debate nuestra fortuna, en un cuerpo donde, por su influjo de pueblo mayor, y por el aire del país, han de tener los Estados Unidos parte principal”[1].
[1] Carta de Martí a Gonzalo de Quesada, del 29 de otubre de 1889.