Cuando en 2002, en su cuarto intento y tras moderar su imagen radical, consiguió ganar las elecciones presidenciales en Brasil, a Luiz Inácio Lula da Silva, antiguo obrero del metal, sindicalista, fundador y líder del Partido de los Trabajadores (PT), se le planteó el dilema de cómo satisfacer las urgentes necesidades de distribución de la renta e inclusión social sin renunciar a la disciplina en el gasto público y al control de la inflación, políticas ortodoxas reclamadas por aquellos con los que el país estaba fuertemente endeudado.
Al concluir su segundo y definitivo mandato cuatrienal, un balance positivo, fausto de hecho, se imponía: en esos ocho años, Brasil había experimentado un robusto crecimiento económico acompañado de estabilidad financiera más un avance histórico en el terreno social, con millones de ciudadanos rescatados de la pobreza y aupados a las clases medias con poder adquisitivo gracias a los programas de providencia del Gobierno. En ese tiempo, el dirigente socialista salió airoso del descomunal escándalo de corrupción que diezmó al petismo y tumbó a varios de sus colaboradores, el Mensalão, resistió las presiones por su izquierda y recobró los más altos índices de popularidad. En su agenda pragmática confluyeron los ajustes promercado, la consolidación fiscal, las grandes actuaciones de desarrollo social y apuestas estratégicas, no exentas de polémica, como los biocombustibles y los transgénicos.
Su persistente carisma en casa fue parejo a una descollante proyección internacional, en un mundo en mutación. Como jefe de un Estado que buscaba ser un actor relevante en la escena global y se perfilaba como el adalid del nuevo Sur emergente, Lula trabó alianzas con sus colegas de India, China, Rusia y Sudáfrica en los foros IBSA y BRIC, buscó la democratización, con un asiento permanente para Brasil, del Consejo de Seguridad de la ONU, consultó con un G8 en declive, fue una de las estrellas del nuevo G20 surgido de la gran crisis de 2008-2009 y lanzó una cruzada contra el hambre en el planeta. Sus consignas eran el multilateralismo más abierto, el diálogo franco con el Norte, la corrección de desequilibrios geográficos y los buenos negocios, a veces pasando por alto consideraciones sobre los Derechos Humanos.
En el continente, Lula afianzó el liderazgo sur/latinoamericano de Brasil, la «potencia natural» pero no pocas veces vista con recelo por algunos vecinos, en pro de la integración regional. Entre equilibrios y matices, condujo unas relaciones ambivalentes con Estados Unidos y Venezuela, donde hubo coincidencias y desencuentros de manera desigual. Así, el presidente, en 2005, dio el golpe de gracia al ALCA mientras enarbolaba el ineficiente MERCOSUR, una política de hecho continuista de la iniciada por su predecesor en Planalto, el socialdemócrata Fernando Cardoso, pero también guardó ciertas distancias, sin dejar de participar en algunos de sus consorcios, del ALBA, el vasto proyecto bolivariano de su amigo Hugo Chávez lubricado por los hidrocarburos fósiles, a la vez que se ponía de acuerdo con Washington en materia de biocombustibles… antes de volver a irritar a los norteamericanos por su iniciativa de mediación en el contencioso nuclear de Irán. La Argentina de los Kirchner, como parte del llamado eje Caracas-Brasilia-Buenos Aires, Perú, con el que forjó la CSN/UNASUR, la Cuba castrista y la Unión Europea fueron otros interlocutores privilegiados de su Gobierno.
El primer día de 2011 un feliz Lula entregaba la banda presidencial a su discípula y heredera, Dilma Rousseff, con un 87% de popularidad. Eran momentos de cenit personal y de optimismo colectivo porque Brasil estaba «en racha». Sin ir más lejos, entre 2002 y 2010 el país había ascendido de la decimotercera a la séptima posición en el ránking de las mayores economías por PIB nominal. Pero luego, tanto el respetado estadista como la nación entera, cuyos líderes habían pecado de autocomplacencia, se deslizaron por una pendiente inquietante de problemas de todo tipo: la salud del ex presidente, que superó un cáncer de laringe, el estrepitoso deterioro de la economía, una contestación social sin precedentes y la inextinguible corrupción del PT, que desató otra cascada de dimisiones en el oficialismo, volvió a llenar los juzgados de procesados y finalmente tocó de lleno a Lula tras años de rondarle las sospechas y las pesquisas judiciales.
Al comenzar 2016, cuando cobraba fuerza la impresión de que Lula podría presentarse a las presidenciales de 2018, el Ministerio Público de São Paulo informó que tenía indicios suficientes para denunciar al anterior mandatario por su implicación en el masivo esquema de desvío de fondos públicos, sobornos y lavado de dinero conocido como Lava Jato, que estaba golpeando de lleno al gigante petrolero estatal Petrobras. En marzo, el país quedó conmocionado al contemplar al líder con la aureola de luchador por los desfavorecidos siendo detenido por la Policía Federal, y su casa de São Paulo allanada y registrada, para ser interrogado a petición de la judicatura en el marco de la Operación Aletheia. La Fiscalía acusaba al ex presidente de aceptar dinero ilícito y ocultar patrimonio.