JOSÉ SANT ROZ
Es incomprensible que un individuo que
haya estudiado profundamente la sociedad
actual no sea comunista.
FEDERICO NIETZSCHE
A principios del siglo XX, se estaba produciendo un escozor de taladros. Todo estaba cambiando, hasta el color del cielo. Cabrias y portacables, máquinas infernales para perforar la tierra, para inyectarle gases o agua y sacar de ella chorros reverberantes que expulsaban diariamente unos 250 barriles de un bendito «excremento».
Se conocen nombres de pueblos (o de hatos) nunca antes mencionados en ningún texto sobre geografía o historia: Zumaque, Mene Grande, La Rosa, Lagunillas, Tía Juana, San Lorenzo y Bachaquero. Hay un bullir de fuerzas extrañas, como ríos negros disparados al cielo: hombres uniformados con cascos, gruesos lentes y máscaras que montan tiendas, que erizan de empalizadas a ciudades portátiles, que embadurnan de asfalto caliente los caminos polvorientos. Hierven los esteros, se van secando los caños, parpadean ennegrecidos los horizontes, copados con humaredas y resplandores nacarados, penetrados de acres olores los campos. Los llaneros, hijos de las batallas de Páez y de los Monagas, ahora impávidos ante aquella invasión de musues que no conocen su lengua, que no toman agua con tapara sino que beben extraños líquidos como el highball en vasos de aluminio, que cocinan con gas, que traen miles de kilómetros de telas metálicas para aislarse de jejenes y zancudos. Una nueva guerra colonizadora a la que no se le podrá hacer frente con lanzas ni con caballerías nadadoras. Se trata del bramar del diablo. El grito de unas fieras invasoras que ahora bullirán desde las propias entrañas de la tierra.
El 31 de diciembre de 1922, en momentos cuando en casa de Rómulo Betancourt se celebraba la cena de año nuevo, alguien habló del reventón del Barroso Nº 2 (el cual durante diez días consecutivos arrojó 100.000 barriles diarios de petróleo). La altura del chorro fue de 60 metros y con una anchura de 12,5 pulgadas; cabía preguntarse de quién era esa plasta negra; qué podía hacerse con ella. Aquel descomunal y reluciente gusano era expulsado lentamente como un aborto de las entrañas de la tierra, proyectaba reflejos inquietantes y transmitía una vaguedad quemante a los sentidos.
Aquel reventón ocurrió exactamente el 14 de diciembre de 1922, y un millón de barriles de aquella pasta se desplazó incontrolable hacia el Lago de Maracaibo; cogió por la desembocadura de La Salina, y fue necesario levantar un muro para desviarla o contenerla, impresionante serpiente tersa, acuosa, brillante, negra.
El reventón del Barroso Nº 2 pronto se difundió por los medios de comunicación, y a Rómulo aquello le intrigaba. Extrañamente, Venezuela sería el país donde menos se conocería el hecho. Resultaba llamativo que rápidamente se comenzase a tender un gran velo para
que los venezolanos desconociesen o ignorasen las formidables reservas y las multimillonarias fortunas que escondía nuestro subsuelo.
Rómulo se daba cuenta de que esto tenía que ver con el negocio de la energía, que la energía movía fábricas y que las industrias eran las nodrizas del capital, y finalmente había escuchado hablar de un hombre que le había sacado las cuentas al capital y que ese hombre se llamaba Carlos Marx.
Subrepticiamente, el país comenzó a envolverse en una nube de campamentos ambulantes, con taladros, con enormes camiones, autobuses, grúas, tuberías, cables. El aire, el olor y el color del ambiente en los campos comenzaron a enturbiarse. La gran parturienta de las nuevas guerras, con sus pelotones de soldados cuyas armas eran cuerdas, excavadoras, escaleras, balancines, ahora con cascos para contener las arremetidas de las cabillas, de los turbiones de gas de la tierra perforada; hombres y pertrechos para la madre de las batallas del «progreso».
Iba a conocerse algo que en Venezuela nunca se había visto: pobres con real. Qué cosa más fea e insólita. Cunden las ferias de los grandes capitales, constituidas por juegos de envite y azar, y por la proliferación de bares y burdeles. Sería una generación de obreros noqueados por la sífilis; pero ahora, hasta orgullosos estaban de poder vender sus miserables vidas y prematuras muertes a crédito. Parece suceder en otro país, en otro mundo. Un cambio de caminos, de luces, de sueños. era que antes nos matábamos en luchas interminables, y nosotros mismos tratábamos de abrirnos paso, ciegos o perdidos, para encontrar de nuevo aquellas inmensas glorias que una vez tuvimos con nuestro gran Libertador Simón Bolívar. Si íbamos equivocados o no, eso era lo que queríamos, y lo discutíamos entre nosotros y entre nosotros tratábamos de resolver nuestras diferencias. Ahora alguien estaba llegando a nuestra casa con aparatos extraños. Necesitaban algo que no nos incumbía y que aquí habían encontrado en grandes cantidades. No eran políticos. No hablaban de política y decían que lo de ellos era el negocio. Pero estaban cada día llegando en grandes cantidades. Venían a «ayudar», pero eso sí, necesitaban que nosotros no nos peleáramos por cosas que perturbaran sus labores. En eso querían ser estrictos. Era lo único que pedían. Requerían de orden, tranquilidad y serenidad para explotar lo «suyo». Y eran muy poderosos. No discutían. No traían armas, pero «lo nuestro tiene que ver con lo que más importa. Ya nada será como antes. Ya no podrán reclamar nada. Ya no tendrán tierras, ni derechos, ni valores, ni pasado, ni memoria».
Todavía, en 1925, Rómulo trata de entender estos estremecedores signos. Él tiene el mérito de haber sido de los primeros en presentir, en saber, que esos ríos de oro negro, fluyendo hacía las llamadas «naciones desarrolladas», habrían de marcar de manera brutal, infernal, la historia económica y política de la tierra durante todo el siglo XX.
Se está acercando con interés escéptico y aséptico a la política. Desea que le escuchen, busca público para sus ideas, porque las tiene. Tiene la cualidad de acercarse a gente de talento para aprender de ellos, principalmente de Rómulo Gallegos, quien no es un político.
Mientras los compañeros de estudio piensan en una profesión, Betancourt se hunde en la fantasía de su propia aventura, que poco tiene que ver con ningún otro oficio que no sea la lucha social. Se interesa por la lucha de los sindicatos, porque para él en ellos está la fuerza dinamizadora de los grandes cambios de este siglo. Se interesa por las reformas políticas emprendidas en México, y por la propaganda comunista que comienza a llegar de Europa.
En 1926, muere la señora madre de Rómulo Betancourt, y hace un curso de mecanografía, al tiempo que inicia estudios en Ciencias Políticas (la cual se convertirá en una asignatura pendiente para el resto de su vida) en la Universidad Central de Venezuela. En 1927, cosecha un reconocimiento: el primer premio en un concurso de cuento, con el trabajo: La Caja de Bombones.
El concurso lo había abierto el diario La Esfera.
El 22 de diciembre de 1927, pasa a ser mecanógrafo del Colegio de Abogados, en reemplazo de la señora Mercedes de Pérez Jiménez. Le llaman «el Bachiller Betancourt». Título que humanamente no eleva, rebaja. Bachiller es también Rómulo Gallegos, su insigne maestro.
Algún día serán más que doctores. Entre los recortes de periódicos que va recopilando y entre otros informes secretos, se entera que en el país ya funcionan cerca de 73 compañías petroleras. El país sigue zarandeado por las fuerzas centrífugas que van imponiendo las nuevas tecnologías sin asidero, ni preparación, ni creación propia para quedarse. Se está instalando una nueva esclavitud con base en el misterio de lo que no se domina ni se entiende. Se trata de la dependencia tecnológica, algo que también llega a comprender Rómulo.
Además de los bares y prostíbulos, se construyen salones para cine y grandes almacenes; se fortalecen las aduanas por donde llegan enormes barcos cargados de la nueva metralla para el dominio de la agobiada nación: motores para la electricidad, turbinas y productos manufacturados que aplastarán a la pobre economía nacional.
Todo esto, decimos, silenciosamente, mientras muchos trabajadores venezolanos se van encenegando aún más en los juegos de billar, baraja, peleas de gallos, y se embriagan sin control. Los gringos saben a lo que vienen: levantan lujosos clubes con piscinas (como El Club La Rosa, en Cabimas), con amplias canchas de tenis, bares relucientes con muebles tallados en pulida madera; pisos también de madera, cubiertos con alfombras orientales. Los hijos de los obreros se asoman a ver a los catires en su mundo aparte, en sus shorts, echados al caer la tarde sobre una grama enana, delicadamente cortada, degustando un highball o un whisky.
«El jornal petrolero, ganado a cambio de un agotador trabajo físico, se fundía irresponsablemente en la mesa de juego y de vicio […] Todo lo que significaba juego, vicio y corrupción tenía entrada. En las madrugadas rodaban debajo de las mesas los borrachos con sus bolsillos saqueados […] Los sábados por la tarde llegaba de Maracaibo un vaporcito fletado especialmente por las prostitutas […] El lunes por la mañana regresaban […]»
A causa de estas miserias, Venezuela toda comenzaba a heder horriblemente a burdel.
Aquel regurgitar de pozos, venía a desfigurar el sentido de patria que hasta entonces se conocía. El nombre Venezuela llevaba ahora sello de pertenencia; no sobrepasaba al de un logo más en el desbocado mundo de la competencia comercial, en la que llevaban la voz cantante las compañías petroleras. La división político-venía siendo definida en términos de los taladros que perforaban al país. No hay poderes del Estado sino bufetes que se disputan todo un mar de concesiones. Ya al tirano no le interesan las vacas ni la leche ni el queso, café o cacao, sino cuántos barriles de petróleo se sacan cada día. A él le parece muy gracioso ver cómo se pelean los catires por aquella mierda negra, tan espesa, pegajosa y brillante, que se la deberían llevar toda, porque nosotros, para qué carajo la necesitamos.
Cómo reía el dictador, enterándose de aquellas peleas de abogados, de aquel trajinar de ingenieros y geólogos; de aquel congestionamiento de carros en Maracay, una vorágine de visitaderas de gringos, holandeses, alemanes e ingleses, sólo para hablar del «oro negro», porque además trataban de marear a los ministros con sutiles inversiones en bienes raíces, concesiones de transporte, aseguradoras, instalación de miles de kilómetros de líneas telegráficas y negocios para electrificar a todo el país. —Estos musiúes nos van a electrocutar a todos—, exclamaba el Juan Bisonte de las sabanas. Los más geniales ministros que ha tenido la patria no se cansaban de felicitarlo, —«…nos hemos sacado el gordo de la lotería. Y aquí, general, nunca más volverán las tiranías plebeyas».
Así nos encontramos con que Pedro Tinoco, al tiempo que se desempeñaba como ministro de Relaciones Interiores, actuaba también como representante legal de la Creole.
Cuando Vicentico, el hijo de Gómez, murió, Pedro Tinoco se presentó ante el dictador para pedirle permiso y tomar por esposa a la viuda y nuera del general, Josefina Revenga, a decir de la alta sociedad, «la mujer más bella de Caracas». Gómez le dijo que accedería a tal petición siempre y cuando, en el lecho, le sacara a Josefina todos los secretos de Vicentico, relacionados con la conspiración para derrocar a su gobierno y los que tuvieron que ver con la muerte de Juancho. Tinoco aceptó y en compensación Gómez lo metió en el asunto petrolero y lo hizo inmensamente rico.
Por su parte el señor Antonio Álamo —ministro de Fomento— era el gran defensor de la Shell. Antonio Álamo se dedicó con ahínco, más que atender los problemas del país, a luchar porque no prosperase ante la Corte Federal y de Casación una demanda de nulidad de la Concesión Valladares, que fue presentada el 9 de noviembre de 1929, por el norteamericano Harry M. Shumacher. La demanda fue declarada sin lugar, lo cual constituyó un triunfo para la Creole, porque de este modo a esta compañía se le abría una gran oportunidad para participar en la repartición de enormes extensiones de tierra (que antes monopolizaba exclusivamente la Shell en los estados Zulia, Anzoátegui, Carabobo, Falcón, Lara, Mérida, Trujillo, Táchira, Sucre y Territorio Federal Delta Amacuro).
Cuando al señor Gumersindo Torres le tocó ejercer el Ministerio de Fomento propuso que a las compañías no se les cobrara un centavo por nuestro petróleo; ¿para qué?, más bien —decía— ¡debemos agradecérselo por la gran cantidad de materiales y maquinarias que para la extracción de ese mineral traen e incorporan a nuestro desarrollo!
Al tirano le llevaban aquellos cuentos de nubes y chorros negros, máquinas y pertrechos para provocar reventones (toda una inmundicia pastosa que para nada nos servía) y con emoción y risa, que le hacían perder los lentes y la respiración, exclamaba: —¡Qué vaina tienen esos musiúes. Cómo inventan, cuántas cosas saben hacer. Pero en fin, qué simpáticos. Ay, Dios mío, yo no sé qué va a hacer del mundo de mañana con tanta inventadera y adónde iremos a parar nosotros que estamos invadidos por esta nueva plaga. Yo no puedo catalogarlos de malos, porque no sé qué de malo pueda haber en que se ensucien la ropa como se la ensucian por llevarse algo que para nosotros no deja de ser sino puro cagajón de barro negro!
Dentro de esta guerra sorda y tenaz de las compañías petroleras, vino a caer el rico estado Zulia. Para preparar la secesión y controlar mejor los poderosos yacimientos de esta región, en 1928, un equipo de expertos norteamericanos, con la ayuda de sabuesos colombianos, comenzaron a maquinar un sutil complot. Al tirano le dijeron que unos legisladores maracuchos pensaban quedarse con el grueso del negocio petrolero, declarando independiente al estado Zulia. —¡Qué buena vaina. Estos maracuchos, primero se burlaron del santo (el gobernador Santos Matute Gómez) y después se comieron el cordero (el gobernador Esilio Febres Cordero), pues ahora les mando a don Vincencio Pérez Soto para que me los encinture!
Pérez Soto llegó poniendo orden y encerró en el castillo de San Carlos a un grupo de diputados que querían venderle la isla de Toas (en el lago de Maracaibo) a la Gulf Oil Company y separar al Zulia de Venezuela.
Pero el presidente del estado, Vincencio Pérez Soto, se mareó recibiendo órdenes del gerente general del Royal Bank of Canada, en Maracaibo, un mister Muchel, quien volvió a plantear el negocio de declarar república independiente al Zulia. Se lo pintaba Muchel muy fácil, tal cual como se había conseguido la creación de la República de Panamá. En seguida, William Tecumseh Shermann Doyle, Herbert Stabler y Broker, representantes respectivamente de la Shell, Gulf Oil Company y la Creole se dieron a la tarea de reforzar la desvergonzada trama. A Pérez Soto le ofrecieron apoyo diplomático de Londres y Washington, con recursos financieros y toda clase de armamentos.
William Tecumseh Shermann Doyle, había sido director de la División de Asuntos Latinoamericanos del Departamento de Estado y a partir de 1921 comenzó a desempeñarse como director general de los intereses de la Shell en Venezuela. William Tecumseh Shermann Doyle trataba al tirano con una enorme confianza y le «quería como a un padre».
Todo iba muy bien, cuando la Gulf Oil Company descubre enormes yacimientos de petróleo, de excelente calidad en Oriente. Su dueño, el mafioso y multimillonario William Andrew Mellon, muy decidido fue a Maracay y le habló de delincuente a delincuente a Gómez. Le amenazó con organizar una expedición armada formada por muchos caudillos para derrocarlo si no se le otorgaba toda esa concesión. El tirano de estas cosas sí entendía, y por lo demás a él no le gustaba pelear con gringos (ellos lo que saben es negociar). Incluso hasta no comprendía por qué la Gulf Oil Co., se había molestado tanto. ¿Acaso no son ellos los que saben de petróleo?— Entonces Mellon comprendió que fundar una nueva república netamente petrolera no era lo suyo de momento, y además, ¿para qué meterse en problemas con unos socios nada confiables? Al perder el apoyo de Mellon, la Creole también se retiró del negocio.
En junio de 1928, circuló en Baltimore un manifiesto titulado: «A mis compatriotas: La independencia del Zulia». Lo firmaba Asisclo Rincón, quien denunciaba los planes de Pérez Soto para separar el Zulia de Venezuela. Decía este documento:
«En sus groseros y ambiciosos planes ha enviado a este país, una comisión secreta encargada de tratar, con un muy conocido zuliano, lo referente al apoyo militar y económico que los Estados Unidos prestaría al Dictadorcito del Zulia, para llevar a cabo la segregación de este estado de los Estados Unidos de Venezuela. El mismo Dr. Rivas ha venido dos veces en aeroplano de La Habana a negociar con la citada comisión, poniendo a disposición de ella la cooperación del tiránico Gobierno de Cuba (del cual es servil esbirro) a fin de que, repitiéndose el caso de Colombia y Panamá, cuando Castro reconoció a la segunda como nación soberana e independiente, la República del Zulia sea inmediatamente reconocida como tal por el general Gerardo Machado, factor americano en Cuba».
¿Cómo era posible —se preguntaba el joven Rómulo— que unos pocos bandidos, de la manera más alegre e irresponsable, prevalezcan sobre millones de seres humanos? ¿Que cuatro delincuentes y asesinos desangren al país y lo despedacen a su antojo, mientras el resto de sus habitantes permanece indolente ante estos crímenes, ante esta descomunal tragedia nacional? Que se roben tan descaradamente nuestras riquezas…
En alguna revista leíamos, brillándonos los ojos juveniles con la emoción de quien se asoma a mundo inédito, las noticias de las luchas universitarias de Córdoba, de las manifestaciones callejeras de Lima, de los enérgicos inicios de la batalla que libraría Cuba contra el «machadato». Y fue bajo el influjo de esa inquietud insurgente que conmovía a las juventudes americanas como resolvimos organizar la Semana del Estudiante. Cierto matiz de torneo del cuatrocientos, con su reina a lo Clemencia Isaura, le dio a esos festejos un engañoso aspecto de bobalicón Juego Floral. Fueron tolerados. Y aprovechamos la coyuntura para vocear ante multitudes, ante multitudes asombradas de que pudiera hablarse ese lenguaje, juveniles y briosas arengas, de subido acento jacobino, con reiteradas alusiones a una palabra prohibida. Libertad.
De acuerdo con las informaciones que a Betancourt le llegaban de México, el socialismo era la solución. Él, con su círculo de amigos coincidían en que era imprescindible acabar con las instituciones capitalistas. Que estaba llegando la hora de proclamar la emancipación de la clase obrera y campesina: en Rusia había caído el zar, estaban revueltos la India, Corea y Egipto; en Nueva York frecuentemente se daban huelgas de estibadores; en Nueva Inglaterra y Nueva Jersey estaban en pie de lucha los trabajadores de la industria siderúrgica y de textiles, todos manteniendo en jaque al gobierno, a los explotadores, a los gángsteres.
Todo capitalista es un gángster, pensaba.