Vivas, Leonel: Oscuro e inculto personajillo, de Barinas, que se dedicó a trepar en política y llegó hasta una embajada. Fue de izquierda, como muchos, por envidia de los que tenían más que él, después cuando pudo tener tanto como muchos de la clase media, mantuvo un poco la careta, como José Mendoza Angulo. Fue del chiripero de Rafael Caldera, y luego se habría pasado a la Coordinadora Democrática, de no ser que a tiempo le echaron la mano, y lo colocaron en la embajada de Australia, apenas empezaba a gobernar Hugo Chávez.
Vivas, Leonel: Enjuto y apocado ser, que vivía deambulando con un malenticito verdoso por los pasillos de nuestra universidad de Los Andes; parecía un vendedor de féretros, siempre buscando votos para postularse para algo. Fue Secretario de la ULA, gremialista en la APULA, miembro de equipo de softball de su facultad y vicerrector Académico, permitiendo toda clase de desmanes cuando la ULA nadaba en desastres administrativos. De los que celebró la destitución del doctor Eurípides Moreno de la dirección del diario El Vigilante, porque con ello se censuraban cuantos artículos criticaban a la prostituida ULA. Pero ellos eran tan puros que en cuanto salieron reventaron mil bubones sifilíticos y se instauró Felipe Pachano, quien iba a por lo mismo, es decir, a lo suyo. Estuvo enredado en los fraudes arqueológicos capitaneados por Jacqueline Clarac de Briceño e hizo lo imposible para que no se le investigase y se le sancionara, no respondiendo ninguna de las comunicaciones que al respecto se le enviaron.
Vivas, Leonel: Lo peor era su pasmosa ignorancia sobre nuestra cultura y sobre nuestra historia. Guillermo Morón, en pago a los reconocimientos que Leonel le hacía en la ULA, la Academia Nacional de la Historia (el libro menor, Nº 180, 1991), le hizo publicar una bazofia, titulada “Por los callejones del viento”. En la contraportada se señala que el libro narra el proceso de fundación de Altamira de Cáceres, cumplido en 1577, bajo el mando del capitán Juan Andrés Varela, y pretende de veras recrear la época, pero nos entrega una versión atestada de anacronismos insólitos e indescifrables anacolutos. Comienza hablando de aquellos conquistadores: “Con su inconfundible acento peninsular…” (pag. 11). Primer estropicio: Tal “inconfundible acento” no existía, porque lo que había era acentos regionales: andaluz, extremeño, castellano, navarro, gallego, catalán, etc. De inmediato pasa a describirnos a la Mérida que teníamos, a dos décadas de haber sido fundada. Para recibir al mandatario “los zócalos se remozaron, ventanas y puertas fueron limpiadas, las calles se veían muy aseadas, materos con variadas flores…” (pag. 11). Resulta que ya teníamos “potentados merideños”, pretende impresionar diciendo que la gente exhibía sus mejores atuendos con “sombreros y trajes nuevos” (p. 12). ¡Qué trajes nuevos, si es bien sabido que los conquistadores vestían harapos que daban lástimas y risa a los recién llegados de España. Luego describe una bebedera de vino español (de Rioja), que abarcan las páginas 12, 15, 27, 28, 47, 51, 58, 65, 70, 71, 96, 113, 122, 123 y 124, de modo que aquella vaina parece la inauguración de los Juegos Universitarios, o una toma de posesión de las autoridades rectorales (estas tomas de posesión cuestan una fortuna y suelen hacerse en el hotel la Pedregosa). ¿Se habían trasladado a Mérida (luego de pasar por Cartagena, Bogotá, Tunja, Pamplona…) los viñedos de la provincia de Logroño? ¡Qué barriles de vino, señor (ni para beberlo sin medida como dice Leonel, además de exquisiteces como jamón serrano y queso manchego), iban a tener aquellos conquistadores, que a duras penas si podían cargar con las pesadas armas que llevaban! Se llegó a dar el caso de conquistadores que se desembarazaron hasta del oro por las inmensas adversidades que padecían y este señor nos los coloca llevando por lo menos media tonelada de barricas de vino cada uno. Y este fue el hombre que escogió José Vicente Rangel para mandárnoslo como nuestro representante a Australia.
Habla de la Plaza Mayor “rodeada de edificaciones”, con faroles, lámparas y candelabros (p. 55); “calles, servicios y otras y diferentes obras públicas” (pags. 13 y 18), cuando, según Juan López de Velasco, en 1571, Mérida tenía 30 vecinos apenas, y las casas eran de bahareque y paja. Según Fray Pedro Simón, Mérida en 1610, sólo tenía 10 casas de tapia. Nos coloca altos dignatarios eclesiásticos, cuando se tendría tal vez a un cura. Y llega a la puerilidad insólita de molestarse por el “insidioso” Juan de Maldonado, quien “peyorativamente” denominó “Rancherías de la Sierra Nevada” a Mérida. Y desata entonces la manía, de anteponer en su discurso, el nombre de los conquistadores o del gobernador, al del Rey (p. 13). En la p. 14, nos habla de “aplausos y bulliciosas expresiones de asombro” dentro de una iglesia, y el gobernador contestándole, en pleno templo, la homilía al cura.
Vivas, Leonel: Un poco más delante de su bazofia lírica arriba mencionada, nos habla de “millares y millares de cimarroneras de ganado vacuno” (p. 23), ¿pero señor, en 1577 cuántos hatos había en los llanos venezolanos?; el ganado cimarrón se formó con las reses escapadas de los hatos. ¿Y qué tal, cuando este señor hablando de Varela, dice que éste tenía “fe de carbonario”?; tiene gracia la barbaridad; quizás en las penumbras de su memoria había escuchado alguna vez algo que le hablaba de “fe de carbonero”, que hasta los escolares entienden en todas partes, pero no, él le coloca “fe de carbonario”, cuando lo de carbonario era una sociedad secreta, más bien atea y liberal (fundada en Italia el siglo XIX), y que carecía precisamente de la fe que el señor Leonel le quería adjudicar a Varela y Cerrada. ¡Qué bueno! En Australia van a coger palco, y a lo mejor nos pare otra obra superior, para que aquí volvamos a coger palco.
Como está dominado por el prurito burocrático, pone a aquellos desarrapados conquistadores confiriendo medallas y pergaminos en pleno páramo (p. 51), y echándose luego briosos tragos de rioja. Uno cree que de pronto van a nombrar una comisión para la redacción de un remitido público (por El Vigilante) o decretar el otorgamiento de un Honoris Causa a Varela. Pero una de las mejores partes es cuando un indio (“ladino”, porque todos son ladinos), se muere de mal de páramo, aun siendo de la región.
¿Y qué tal estas bellas metáforas?: “filosos impulsos de su corazón aventurero” (p. 52); “el canto de la lechuza, triste y acogedor, lo arrulló” (p. 53); coño, los murciélagos también deben arrullar con sus chillidos. “Allí las mulas y caballos respiraron.” (p. 65), para indicar que al fin descansaron, y “los indios apearon sus morrales” (que ellos mismos llevaban), ¡miércoles!, qué bello uso del verbo apear; “los primeros asomos de un sol perezoso que bostezaba para levantarse” (p. 85) ¡Horrible!; “estoico capitán en franca denuncia de conmovedor adiós” (p. 56).
¿Dónde carajo se habrá visto que deba elogiarse a un tipo porque haga reír a todo el mundo en las peores circunstancias?, y así lo escribe (p. 107). Pues, un extremeño tenía esta virtud, y don Leonel lo coloca como el paño de lágrimas de muchos. Ciertas personas adjudican a cualquier risa un don maravilloso, desconociendo que en ocasiones ésta suele ser extraordinariamente vulgar.
No sabe don Leonel el significado de la palabra encomendero (ni siquiera la buscó en un diccionario), algo capital para cualquiera que realice, aunque sea una tarea escolar, y se atreve la Academia Nacional de la Historia a publicarle un libro sobre la fundación de uno de nuestros pueblos. ¡Qué audacia! En la p. 63 dice que Varela y su gente llegaron a unos bohíos y tres casas que constituían las encomiendas de Tabay… “Los tres encomenderos estaban también en el lugar, para testimoniar al capitán (Varela) sus respetos…” (p. 64). Sin ninguna duda este señor confundió (fatalmente) encomenderos por encomendados.
El padre Santiago López Palacios, uno de los sabios colombianos que estuvo residenciado en Mérida (a quien llegó este libro a sus manos), dijo: “Nunca he visto tanta mierda junta”.
Entre los anacronismos más resaltantes se encuentra el de colocar a los conquistadores cargando con cobijas (de bayeta de lana apenas confeccionadas en Londres el siglo XIX), toldos de lona y tiendas de campaña (p. 38); la presencia de “una cinta filmada en los recuerdos de Varela”; del uso de la medida de peso kilo (apenas introducido a principios del siglo XIX); por primera vez en el mundo encontramos a conquistadores usando catalejos; nos habla de cuello de miura (p. 57); la palabra miura fue acuñada en 1842. Como pareciera estar dominado por la sugestión que en las narraciones ejercen las juergas, el señor Leonel nos pone a los soldados disfrutando del ritmo de zarzuela, y no sabe que esto ni es danza ni es tonada, sino una especie de obra dramática y musical que data del siglo XVII y que adquirió su carácter popular a mediados del siglo XVIII. No sólo esto, sino que es tal la ambigüedad en la escritura del señor Vivas, que llega a dar la impresión de que confunde a la zarzuela con un instrumento; escribe: “ya habían aprendido (los indios, ¡qué valor!) a gustar el ritmo de guitarra, zarzuela y zapateo”. (p. 71).
Revisar a medias los horrores de este libro necesitaría unas trescientas páginas; pero para terminar señalaremos otros detalles, para el caso en que el señor Leonel decida corregirlo (para una segunda edición): “remarcar” (NO, señor embajador, es insistir) (p.14); “tierras a atravesar”, (No señor, debe usted decir: camino a seguir (p. 26 y 39); ¿Y que son “estrategia a seguir” (p. 30)?, ¿”jornada a venir” yposición en “tijeretas” (p. 31)?
También estampa: “la empresa a llevarse a cabo” (47); “servicios a cumplir” (p. 51); “chequear” (esa vaina era una giradera de cheques, lo que le gusta, p. 50); “llanadas” (p. 51); “junto a su caudillo” (p. 53); “se observaba a la perfección (p. 57); “camisa tres cuartos de manga” (p. 59); “peñuscos” (por peñas) (p. 59); “el río recobró su habitual compostura”, (p. 61); “cuartocreciente” (p. 72) “visteados” (por ver) (p. 76); “el lugar de la primera pernocta” (p. 61); “lomerías” (por lomas) (p. 81); “cultivos de papa que en abundancia en los contornos habían” (p.87); “tortuosas topografías” (¡Vaya expresión, para un hombre de profesión Geógrafo!) (p. 89); “a verdad decir” (p. 91); “presencia entrépita” (102); “espada en cinta” (por espada al cinto) (p. 118); “picherrería” (p. 125); “arreo de ébanos africanos” (refiriéndose a esclavos, cuando arreo se usa para mulas o caballos) (p.139).Vivas, Leonel: a este super-Diente-Roto, a poco de ganar Chávez las elecciones, viene José Vicente Rangel y lo premia enviándolo como embajador a Australia por más de tres años.