Soto, Francisco: El congresista don Francisco Soto era de Cúcuta como Santander, de familia quisquillosa, aldeana, mercantilista.
Los familiares de Soto y de Santander odiaban a Bolívar, quien los castigó por la conducta innoble hacia la tropa durante los días cuando estuvieron estacionadas en Cúcuta poco antes de darse la Batalla de Carabobo. Bolívar decía, tal vez refiriéndose a estas dos familias, que Cúcuta y San Cristóbal merecían ser tratadas como enemigos por toda la mala voluntad y malicia que mostraban. El tal Soto vestía una casaca vieja y mal abotonada, lleno de timidez enfermiza, retraído y silencioso. Aparentaba ser filósofo al estilo de Diógenes, pero a la hora de negociar su maíz y sus reses, ponía los ojos redondos y toda la atención de un bellaco judío. Estando las tropas del Libertador, en mayo de 1820, estacionadas en el hermoso valle de Cúcuta, Soto se hizo rico vendiendo maíz al ejército. Escribía Bolívar a Santander:
El señor Soto ha cargado al ejército unas cargas de maíz a 14 pesos cada una, habiendo sido tomadas y conducidas por las mismas tropas, y unas reses tomadas por el mismo ejército a 40, y así todo lo demás. Puedo asegurar a usted, con seguridad y mucho sentimiento, que tanto los godos como los patriotas tratan este ejército como enemigo, y generalmente he oído decir que este ejército se ha portado con una moderación que yo no esperaba últimamente. Tengo el sentimiento de decir a usted que he tenido que desterrar a Pamplona a los parientes de Soto y de usted…
Queremos insistir, que no fueron las actas de Guayaquil
ni las de Valencia las que dieron al traste con la unión.
Repetimos, fue ese Congreso dominado y alucinado por
Soto y Azuero. ¿Cómo podía Bolívar creer en un negociante como Soto, a quien el Congreso, para completar, había nombrado Secretario Perpetuo, y en un diputado como Azuero, abogado de una de las secciones de los Tribunales del Secuestro que dirigía el terrible Fiscal de Pablo Morillo, Tomás Tenorio Carvajal?
Existe una carta de Bolívar a Francisco, que es uno de los documentos más severos contra otros diputados que se arrogaban la representación popular. La carta fue escrita mes y medio antes de la Batalla de Carabobo, y
entre otras cosas añade:
Se dice que muchos cundinamarqueses quieren federación; pero me consuelo que ni usted, ni Nariño,
ni Zea, ni Páez, ni yo, ni muchas otras autoridades
gustan de semejante delirio… Estos señores (se refiere
a los congresistas) piensan que la voluntad del pueblo
es la opinión de ellos, sin saber que en Colombia
el pueblo está en el ejército, porque ha conquistado
el pueblo de mano de los tiranos, porque además
es el pueblo que quiere, el pueblo que obra y el
pueblo que puede. Todo lo demás es gente que
vegeta, con más o menos malignidad, o con más o
menos patriotismo: pero todos sin ningún derecho a
ser otra cosa que ciudadanos pasivos. Esta política
que no es ciertamente la de Rousseau, al fin será
necesario desenvolverla para que no nos vuelvan a
perder esos señores… Piensan esos caballeros que
Colombia está cubierta de lanudos arropados en las
chimeneas de Bogotá, Tunja y Pamplona. No han
echado sus miradas sobre los caribes del Orinoco,
sobre los pastores del Apure, sobre los marineros de
Maracaibo, sobre los bogas del Magdalena, sobre los
bandidos de Patía, sobre los indómitos pastusos, sobre
los goajiros de Casanare y sobre todas las hordas
salvajes del África y de América, que como gamos
recorren las soledades de Colombia.
¿No le parece a usted, mi querido Santander, que
esos legisladores más ignorantes que malos, y más
presuntuosos que ambiciosos, nos van a conducir
a la anarquía y después a la tiranía y siempre a
la ruina? De suerte que si no son los llaneros los
que completan nuestro exterminio, serán los suaves
filósofos de la legitimada Colombia. Los que se creen
Licurgos, Numas, Franklines y Camilos Torres, y
Roscios, y Ustáriz y Roviras y otros númenes que
el Cielo envió a la Tierra para que acelerasen su
marcha a la eternidad, no para darles repúblicas
como las griegas, romanas y americana, sino para
amontonar escombros de fábricas monstruosas y
para edificar una base gótica, un edificio griego al
borde de un cráter.
Esta carta fue de una predicción absoluta: los suaves
filósofos llevarían a Colombia primero a la anarquía,
después a la tiranía, y siempre, a la ruina.
En este Congreso, comenzó a perfilarse la ideología
liberal sustentada en principios contradictorios y funestos para el país. Los conservadores de mente clerical parecían políticamente más generosos que los ortodoxos liberales, quienes se oponían a una amplia participación de las clases pobres; y en ese sentido Santander sería más claro al decir que las frecuentes reuniones del pueblo para fines electorales eran inconvenientes.
Pese a que aquel Congreso había aprobado leyes excelentes, el pasado colonial con sus pesadas costumbres haría imposible una república equilibrada. No habiendo suficiente personal capacitado para funciones tan delicadas como la de los cargos de justicia, iba a suceder que elementos de la oposición ocuparían cargos en la Corte de Justicia y en el Poder Ejecutivo. En realidad, el hábito colonial haría que todo el poder del Estado se centrará en el Ejecutivo.
También se discutió cuál habría de ser la capital provisional de la República, se adoptó por mayoría la ciudad de Bogotá. Hubo quienes protestaron, sobre todo, los venezolanos que pedían un lugar cercano a los dos departamentos, como Pamplona, Cúcuta o Maracaibo.
Entre los que se opusieron estaba el violento y talentoso Miguel Peña que, como Soto y Azuero, habría de ocasionar incalculables daños a la estabilidad de Colombia.
Con las decisiones del Congreso de Cúcuta terminó la
primera parte del reinado de Santander, cuando gobernó a sus anchas y sin Constitución alguna.
Francisco Soto fue declarado Secretario Perpetuo del Congreso. Para entonces, el dúo radical de Soto y Azuero no actuaba públicamente contra los intereses del Libertador, sino que los defendía con ardor.
El enemigo, entonces, era el general Nariño. Con esta
conducta, se comienza a percibir en Santander una especie de deuda moral hacia estos dos hombres. Existe un acuerdo tácito para las acciones que llevan a cabo. No era la hora de meterse con el gran coloso de Colombia, pues, representaba el sostén de su mandato.
En varias sesiones se atacó con pasión a los venezolanos, casi llamándoles especies diabólicas; y un diputado aseguró que Cundinamarca tenía trazado, por la Divina Providencia, un plan de gobierno que no tenía asidero en Venezuela; que el gobierno de Nueva Granada debía ser teocrático, bajo la dirección de la Virgen Santísima, porque en Cundinamarca cuanto ocurría era milagroso y producto de un gran misterio.
Había dos elementos poderosos contra la unidad colombiana: el fanatismo religioso, que era muy fuerte en Nueva Granada, y la locura “liberal”, que habría de generar un franco ataque contra el Gobierno cinco años más tarde.
Quienes escuchaban a Soto no sabían si sonreír también
o persignarse. Había en este hombre un cinismo discreto y oscuro que sólo era entendido en el círculo de sus más íntimos, como Diego Fernando Gómez y Vicente Azuero. Rara vez Soto alzaba la voz, y cuando quería desorientar a sus oponentes, miraba con sus ojos oblicuos e inseguros hacia el suelo, bajando hasta hacer
casi imperceptible su voz y con una sombra de mueca
y tristeza en los labios.
Fue en aquel Congreso donde se sometió a discusión la Ley Fundamental de Colombia y una gran mayoría se decidió por la unión de Nueva Granada, Venezuela y también Quito. La confederación de estos tres departamentos fue combatida con vigor, por cuanto la experiencia demostraba que aquello era un sistema débil, generador de discordias y guerras civiles.