JOSÉ SANT ROZ
En aquella Caracas de principios dominada por la feroz dictadura de Gómez, Rómulo Betancourt se interesa por las crónicas de la ciudad, recogidas en revistas y periódicos; por los caminos que hicieron unos españoles por el Guaraira-Repano, donde instalaron sus garras, blasonadas estancias y haciendas. Habría que rescatar tantos sabores y colores de los indígenas —piensa— que lo cubren todo con sus voces y cantos como Anauco, Catuche, Chacao, Catia, Tamanaco, Mariche, Baruta.
Lee documentos que le van contando de condenados a muerte, de empalamientos y de odios entre las razas española o india; y otros más recientes, que hablan de la doctrina de la barbarie, de los horrores de las cárceles, de las torturas, traumas y escombros, penas que parecieran palpitar en todos los rostros: la guerra interminable de cada cual consigo mismo.
Es esta una ciudad que a veces se presenta como un cuento de las mil y una noches, con callejas andaluzas y monumentos afrancesados, con aldeas por los alrededores que llaman «burgos»; estas aldeas vecinas sirven para que los ricos, fastidiados por los ruidos de carnaval o la canícula de Semana Santa, se aparten a descansar; está el burgo de Los Dos Caminos, de Chacao, El Valle o Antímano. A estos placenteros lugares va la gente en carruajes o a lomo de bestias. Nuestro personaje prefiere no perderse lo que pasa en el centro, como en la Plaza Bolívar, donde en las dulces y serenas noches se ofrecen conciertos de gala.
Visita los paseos elegantes, las confiterías repletas de familias, y observa que los señores llevan cuello de pajarita, lucen chalecos, puños tiesos y leontina. Romulito va probando lo que ofrecen los carritos esquineros: torrejas, chicha, café, arepitas dulces abombadas. Le encantaba el bullicio de los alrededores del mercado donde aún los mecheros de querosén no habían sido reemplazados por luz de carburo, y se embebía revisando y contemplando lo que llevaban los puestos de carretillas.
En ocasiones el mundo que se le muestra es otro: lamentos y rezos que brotan de lo hondo de los oscuros zaguanes; moribundos y enfermos de tuberculosis en casi todos los hogares. Escucha y no opina.
Presta atención a las conversaciones de su padre con comerciantes que siempre se están quejando del problema de la escasez de ciertos productos, del poco circulante, del gran atraso de Venezuela en comparación con el resto de las naciones de Suramérica. Pronto, su cuarto se va atestando de papeles, además, porque don Luis dirige un bisemanario llamado El Geranio. Se procuraba lecturas relacionadas con temas políticos, que le parecen un misterio, se embebe en la música leve de las frases que hablan del fuego de los «cambios»: de la utopía de los santos, del porvenir. Le alucinan esos conceptos de «capital», «imperialismo», «plusvalía», «ética», «poderes fácticos», «ideología», «praxis», «moral», «dialéctica». Pero después de discurrir acerca de tan trascendentales asuntos, volvía a la vulgar realidad de los debates en las esquinas, en las boticas o en las bodegas, donde se murmura del famoso «Mocho» Hernández o de Emilio Arévalo Cedeño, eternos enemigos de Gómez.
Ojalá —no sabe por qué lo piensa— se atrevieran a hablar de modernismo, de los cantos de la aurora o de las salvas silenciosas en la ciénaga de los huertos. Qué mundo más pobre y estrecho.
Cuando no hay grandeza, ¿qué se puede estudiar? Los destinos eran escasos y rancios, además estaban copados, sólo se podía optar por ser militar, cura o abogado. Lo marcial o lo «inmarcial» —para él—, definiría el destino de aquel siglo; bueno, de todos los siglos. ¿Pero se podrá llegar al poder por mampuesto, es decir, enrumbándose por la carrera de derecho para al final recibir un pergamino que es como una metralleta con balas formadas de códigos? Igualmente temible. En un mundo plagado de injusticias lo mejor será dedicarse al estudio de la ciencia de lo injustamente justo. Para esto último, incluso, no tiene ni para qué pensar en una universidad.
Se va enterando que casi todos nuestros presidentes eran caudillos que apenas si sabían leer. El mayor pecado de alguien que aspire conquistar el mundo es ir a meterse en una universidad. Él no tiene condiciones para encerrarse tampoco en una escuela militar.
Físicamente es débil, además pequeño de estatura, y su aspecto es más bien el de un intelectual. Leyendo aquellas revistas que le llevaba su padre, consideraba que ya era hora que los civiles comenzaran a gobernar. Mientras un país no pasara por la prueba de ser gobernado por civiles, no sería civilizado ni democrático.
Había momentos en que se deprimía o se sentía tan poeta como su padre, y prefería salir a la calle, y acercarse al hermoso río Taramayna (El Guayre). Luego ir al centro, a llenarse de rostros pasajeros. Oír al pulpero, al jardinero, al agricultor, en aquel dulce y extenso vergel.
Pasear por los alrededores de la plaza Bolívar, oír a los voceadores de periódicos. Pasar horas en los puestos de revistas y libros viejos. Por ahí, por donde un día escuchó recitar al poeta Jacinto Fombona Pachano (de apenas 18 años). Por ahí, por donde oyó discurrir sobre literatura a don Pedro Emilio Coll, quien de manera recurrente decía: «En mi país nunca pasa nada. Yo podría cantar en el Teatro Municipal, a reventar, y no pasaría nada». Recorrer las laberínticas callejas que dan al Panteón, donde héroes de a pie, aspiran algún día ir a morar, y en que la gente discursea del limbo y de la brujería, de loterías y juegos de amor…. un negro que ríe, la moza del bar que baila; los desenfadados cuerpos, las miradas picaronas, el buen gusto de los pobres y la mala educación del estudiado; el tambor que anima, el vendedor que aturde en la expresión del cultivo vivo y ágil de la inteligencia; la risa silvestre que va de boca en boca mofándose de las pesadumbres y las desgracias: «Jodido, pero en Caracas».
Rómulo, así lo anotó en una servilleta: bellas ciudades que serán devoradas por la crisálida del petróleo. Tenía que pasar por allí, por el Palacio de Miraflores, «donde el que llega pierde la cabeza», a decir del pueblo. Pero allí ahora no está el que manda; fue construido por Crespo para luego ir a morir en un banco de sabana. La bala que habían hecho para él le llegaba al corazón a la misma hora en que colocaban en Miraflores su retrato. Ahora sabemos que Miraflores es nombre de cartuja, nombre de villa. Como un monasterio. Escribió un sabio: «Los caciques de Miraflores, después de haberse valido de la guerra, invocaban en vano la paz de los demás generales, deseosos de hallar, a su vez, una oportunidad favorable que los condujese a ser huéspedes del tentador palacio».
En alguna esquina el muchacho se detiene. Hay gente muy bien vestida, aglomerada alrededor de un vendedor de libros usados. Él se acerca y repentinamente los susurros se apagan. Apenas había escuchado de trombas y relámpagos en un código para referirse a persecuciones, presos y torturados, escaramuzas, conmociones lejanas. «Nos llegaban, por los intersticios de la especie de muralla china tendida en torno del país, ráfagas de los vientos de fronda que sacudían al mundo, reflejos del conmocional episodio histórico que fue la Revolución Rusa de 1917, y de los cambios sociales que hubo en el occidente europeo al concluir la Primera Guerra Mundial. Las noticias sobre la Revolución Mexicana, para aquellos años en su etapa de mayor resonancia americana, llegaban hasta nosotros como un estímulo poderoso».
Para este joven, saltaban a la vista muchas otras preguntas: ¿Quién gobierna el mundo? ¿Existe de veras una Constitución en Venezuela? ¿Por qué un solo hombre es capaz de dominar a millones? ¿Por qué no se consulta al pueblo si se habla de democracia? ¿Por qué unas pocas familias ricas, desde la Colonia vienen controlando el poder? ¿Por qué el pobre siempre representa un peligro para los poderosos? ¿Por qué no se permite el voto para la mujer?
En 1922, Rómulo inició sus estudios de bachillerato en el Liceo Caracas. Algunos de sus condiscípulos tendrían una importante figuración en el escenario político nacional: Edmundo Fernández, Miguel Otero Silva, Isaac Pardo, Felipe Massiani, Jóvito Villalba, Miguel Acosta Saignes, Alberto Arvelo Torrealba, Ramón Rojas Guardia y Armando Zuloaga Blanco. Don Rómulo Gallegos, quien llegará a ser director de este liceo, tiene a su cargo las clases de Psicología y Álgebra. Julio Planchart es responsable de la cátedra de Literatura. Fernando Paz Castillo de los cursos de Historia y Literatura y José Antonio Ramos Sucre las clases de Latín y Raíces Latinas.
En ese mismo año, corren rumores sobre la gestación de una conspiración militar. Debido a la feroz represión policial, los jóvenes estudiantes deben tener cuidado de lo que leen, de lo que escriben, hablan o escuchan. En las clases hay espías; los libros que se usan deben estar estrictamente ajustados a lo que exigen los programas. No se puede expresar nada que pueda ser interpretado como subversivo y que atente contra la paz pública.
El 30 de junio de 1923, Juan Crisóstomo Gómez, primer vicepresidente de la República, es asesinado a puñaladas en su habitación del Palacio de Miraflores. El crimen ocurrió a pocos metros del cuarto de su hermano, Juan Vicente. Hubo una gran conmoción, en una ciudad tan sometida a la más severa represión. Se desató la persecución, se practicaron allanamientos y hasta fueron detenidos los escritores Francisco Pimentel (Job Pim) y Leoncio Martínez. Este incidente tenía que ver con las luchas desatadas dentro de la propia familia Gómez por la sucesión presidencial; desde hacía algún tiempo, se venía hablando de juanchistas y vicentistas (estos últimos partidarios del general José Vicente Gómez Vicentico, hijo del dictador). Vicente sería más tarde expulsado del país y moriría en Suiza. La gente comentaba: «Se fue general y regresó soldado» (soldado: en una urna).
Aunque fue un crimen que quedó en el mayor misterio, dejó un incendio de rumores y pequeños alborotos revolucionarios que volaron en panfletos, versos y hasta canciones, sobre todo entre los jóvenes, entre los intelectuales y la clase media.
Rómulo vivía con sus padres; con su hermana mayor, María Teresa, y con otra hermana, Helena, que estudiaba en el Colegio Bolívar. Su abuela materna, doña María Milano de Bello y su tío don Luis Bello Milano solían facilitarle material de lectura, en especial, folletines, libros de cuentos y alguno que otro artículo sobre historia de Venezuela o Colombia. Él, se mantenía en sus trece de hacerse escritor, mejor dicho, ahora le estaba dando por escribir poesía.
Cuántos sentimientos románticos, tristes o dolorosos bullían en su alma, en medio de un ambiente preñado de vagas revelaciones en el que él era menos que nulo; escribía frases vagas como: “A ti, después de haberte amado, por qué, hoy que estás tan lejana. En el verde tornadizo, en el verde estático, el verde intenso de brotes nuevos y el verde torturado”.
Aquello probablemente era muy bueno, pero le costaba parirlo, sacarlo, pulirlo.
“El verde mortecino de la malaquita y el verde chispeante del ajenjo verlaniano”.
“Admiro en ti, mujer, el gesto altivo de dominadora, cuando desde lo alto de tu morisca torre —enhiesta torre de orgullo y belleza— contemplas impasible el lento desfile de numerosas y plañideras caravanas de hombres que pasan por la puerta de tu tienda musitando angustias, gritando anhelos, imposibles por la maravillosa virtud de tu egotismo”.
Quizá, más bien, tenía madera de trovador. Acabará quemando los pocos papeles escritos por aquella época. Le costaría hacerlo, pero fue determinante el consejo de Gallegos, quien le entregó un fajo de documentos con informes que hablaban sobre el descubrimiento de enormes cantidades de petróleo en Venezuela. Un hecho que iba a cambiar la faz del mundo, eso le dijo, agregando: —Lo tuyo es la política. El discurso. El trabajo con los de allá abajo; el ensayo, la investigación de tipo periodístico. Eso es lo tuyo.