Cuando CAP coge el coroto ya Venezuela llevaba sufriendo ocho meses de un gran desabastecimiento de productos de primera necesidad, y el precio del barril de petróleo se encontraba a once dólares. Más de la mitad de la población estaba en el umbral de la pobreza.
ASÍ RESEÑABA EL «TIME» el estado general del país:
CAP veía aquel oscuro panorama y sacaba pecho para enfrentar el terrible caos, por eso le dijo a Miguel Rodríguez que sacara la tijera para recortar de donde le viniera en gana. Y el genio polifacético de Miguel amoló su tijera y le explicó al partido Acción Democrática los descomunales recortes que debía hacer. La reunión con los jeques adecos se hizo en La Casona el 8 de febrero de 1989. Como un gran mago de las finanzas, Rodríguez aseguró que ─como Jesús─ él podía llegar a multiplicar los peces con un severo plan de ajustes. Los dirigentes adecos, ante aquel montón de curvas y explicaciones matemáticas, quedaron con la boca abierta. En términos técnicos y académicos se habló del Gran Viraje, que Venezuela saldría de abajo y en pocos años tendríamos una nación más próspera que la mejor de Europa. Algunos adecos que asistieron a la reunión dijeron que aquella vaina no era otra cosa que un brutal paquetazo; la madre de los paquetes. Que el gobierno de CAP no era otra cosa que “Esto no lo aguanta nadie parte III”, porque la parte II había sido con el de Lusinchi y el de la parte I con el de Luis Herrera. Cuanto se hablaba era que había que ajustarse el cinturón. Fueron largas horas de fatigosa y extensa exposición en las que se sostuvo insistentemente que se pondría en marcha un programa de fuerte expansión económica y control de la inflación, aunque nadie debía hacerse ilusiones porque los primeros efectos de su aplicación desatarían una brutal elevación de los precios en los alimentos.
Un adeco preguntó que cuándo comenzarían a bajar y se le respondió que la acción de la mano invisible del mercado, en su momento, comenzaría a definir ese descenso.
Pues bien, los tecnócratas comenzaron a trabajar a todo vapor, anclados a la viejas maquinaria del pasado y dependiendo del Fondo Monetario Internacional (FMI). Una de las cosas con las que se encontraron fue el de las Cartas de Crédito. Creían que eran solo por dos mil quinientos millones de dólares lo que había que cancelar a dólar preferencial. Comienzan a echar lápiz y de pronto se encuentran con que el mono sobrepasaba los seis mil millones de dólares. Entre los papeles que encontraron se toparon con consejos municipales que tenían deuda externa.
Los tecnócratas estaban desconcertados, por un lado AD los miraba con recelo por arrogantes, petulantes, soberbios, y ellos ─viniendo de refinadas universidades─ consideraban que los políticos (todos) eran unos cínicos, brutos y patanes. Que todos eran unos carajos que solo tenían vocación de poder, pero no de superación ni de logro. Aquella soberbia de los tecnócratas provocó un gran caos en el gobierno; por eso el Comité Ejecutivo Nacional (CEN) de AD le llamó la atención a CAP, pero CAP estaba de acuerdo con los talentosos muchachos graduados en Harvard, MIT, Yale, París, Bruselas, etc.
En verdad que los altos dirigentes adecos no sabían inglés, y entraban en la oficina de los tecnócratas y quedaban en la luna oyéndoles toda aquella terminología de Business Process Management, Trade Márketing, acerca del Dow Jones Industrial Average, Lower risk profile, Fixed-income investors,… y cuando un adeco les preguntaba humildemente por qué privatizar tantas industrias a precios de gallina flaca, saltaba, por ejemplo, Gabriela Febres Cordero y les espetaba: “Pero señores, el Estado no puede seguir siendo dueño de cuanta taguara exista. Es imprescindible que dejemos de estar manteniendo hoteles, cementeras, aerolíneas, instituciones financieras, hipódromos,… ya basta, ¿no entienden?”
Gustavo Roosen le aclaraba a la aturdida dirigencia adeca que había llegado la hora de privatizar toda la educación superior. Otro ministro saltaba y exigía que se liquidara cuanto antes el emporio de Guayana, bancos, centrales azucareros; puertos y servicios como la luz, el agua y los teléfonos.
—¿Los teléfonos?
—¿Pero no se dan cuenta de que para una simple avería te echas hasta tres semanas tratando de reportarla a la Compañía Anónima Nacional Teléfonos de Venezuela (CANTV) y no te responden? Hay gente que lleva ocho y diez años tratando de conseguir una línea.
Cuando se anunció que se buscaba comprador para la CANTV se generó una guerra a cuchillo entre los dueños de los poderosos medios de comunicación. Marcel Granier desató furiosos ataques al gobierno porque decía que CAP le quería regalar la CANTV a Gustavo Cisneros. En esto de las privatizaciones el chantaje de los medios era clave.
Y fue así como en noviembre de 1991 se vendió el cuarenta por ciento de la compañía por mil ochocientos ochenta y cinco millones de dólares. Y el gobierno pegaba el grito en el cielo de alegría porque el consorcio ganador ─norteamericano AT&T y General Telephone Electronic y las venezolanas Electricidad de Caracas y Banco Mercantil─ pagaría mil millones de dólares por encima del precio mínimo que se había ofrecido para la venta, y casi quinientos millones más de lo ofrecido por el otro grupo en competencia.
“Plata fresca, algo de plata fresca está llegando”, decían los tecnócratas.
Durante 1991 el gobierno de CAP había vendido tres bancos, un astillero, dos centrales azucareros, una aerolínea, una compañía de telefonía y una banda de telefonía celular.
Con dos años de CAP en el poder ya habían ocurrido en Venezuela más de cien huelgas, centenares de manifestaciones con saldo de estudiantes muertos en el Zulia, en Mérida, Caracas, Barquisimeto, Valencia, Maracay y San Cristóbal. Los ahorros del Estado estaban agotados y se perfilaba una avasalladora especulación, una tremenda inflación y se agudizaba la escasez de alimentos en todo el país.
Se estaba produciendo una grave crisis en Acción Democrática (AD) porque CAP despreciaba a su partido, lo llamaba un cascarón vacío y decía que esa era una vaina que solo servía para ganar elecciones, y que había que renovarlo a fuerza de meterle empresarios como el jeque de la leche en el Zulia, Alberto Finol, y como el patiquín con aires de magnate y muy progringo, Diego Arria. En AD andaban furiosos porque nadie se explicaba cómo era que se dejaba en manos de un empresario de la catadura de Gustavo Roosen el ministerio de Educación. A un súper oligarca se le dejaba en sus manos nada menos que lo más sagrado del país, en un partido que había contado con figuras relevantes en ese ramo como lo fueron Rómulo Gallegos, Andrés Eloy Blanco y el maestro Luis Beltrán Prieto Figueroa. Ya en Acción Democrática no se discutía nada porque nada había que discutir. Se estaba desatando una silenciosa guerra a cuchillo. Habían desaparecido los últimos expertos dirigentes del partido y la dirección del gobierno la estaban tomando los llamados irracionales tecnócratas.
Por otro lado, estaba podrida Acción Democrática, anclada al viejo caudillaje de Rómulo Betancourt, que cuando se pronunció a favor de la elección directa de alcaldes y gobernadores de AD se resquebrajó aún más. Con esta decisión el monopolio del poder político desde Caracas se venía abajo.
Al ponerse en práctica el Gran Viraje (el paquete), inmediatamente se produjo una fuerte devaluación del bolívar, y se dieron los pasos para desregular el mercado y adelantar una reforma comercial. El FMI envió un mensaje al gobierno en el que le informaba que muy pronto recibiría dinero fresco. Como un corrientazo se propagó el pánico en la población: se desató el aumento del precio de los alquileres al aumentar la tasa de interés, y términos como el “cambio flexible”, y el “préstamo puente” iban de boca en boca entre los economistas sin que nadie lograra entender ni papa. Sobre el escritorio de Miguel Rodríguez reposaban cientos de cartas de crédito al tipo de cambio preferencial que se habían vencido. Era hora de corregir los fulanos desequilibrios, pero entonces los empresarios se reunían para pegar el grito en el cielo –como siempre lo hacían– y raspar lo último que quedaba de la botija. No se cansaban de raspar.
CAP reunió a los dueños de los medios para informarles que cuanto se estaba haciendo estaba enmarcado dentro de lo más moderno de la libre empresa, en plena armonía con la autonomía del mercado y con la más justa liberación que exigía la economía venezolana. Entonces, aclarados muchos puntos con los jefes de los poderosos medios, el 16 de febrero, a la siete de la noche, el Presidente en cadena de radio y televisión anunció un treinta por ciento de aumento en el sueldo de obreros y empleados públicos, ajustes en los servicios de teléfono y electricidad, cambio único y libre del bolívar, severa baja en los subsidios a los fertilizantes, un aumento gradual en el precio de la gasolina, lubricantes y gasoil; liberación de la tasa de interés, supuestos subsidios para las viviendas de interés social, supuestas tasas preferenciales para el agro, becas alimentarias.