CUANDO yo llegué a Caracas, allá por 1954, la literatura venezolana estaba en manos de un grupo de gentes a las cuales llamaban «el sindicato de la inteligencia». Yo recuerdo todo esto como algo del pasado más remoto. Sobresalían entonces los nombres de Mariano Picón Salas, Arturo Uslar Pietri, José Ramón Medina, Humberto Cuenca, Miguel Acosta Saignes. Luego volvió a resurgir Miguel Otero Silva con su novela «Casas Muertas». Ramón Díaz Sánchez era una de las figuras cimeras. Guillermo Meneses andaba por París y desde allá «sonó» con su cuento «La mano junto al muro», y más tarde con «El falso cuaderno de Narciso Espejo». Vicente Gerbasi y Guaramato pontificaban en la Casa del Escritor. Don Luis Yépez jugaba al dominó cada noche allí. La literatura estaba de capa caída. ¿Y los jóvenes? Los jóvenes criticaban a todo el mundo y se emborrachaban por la esquina de Pinto. Los jóvenes, ¿quién va a creerlo? son el nuevo sindicato de la inteligencia. Adriano hablaba mal de todo el mundo. Juan Calzadilla hablaba mal de los viejos y de los jóvenes. Sánchez Peláez imponía a Palomares. Félix Guzmán publicó su «Croquis de la Esperanza», que el «mocho» Ledezma andaba recitando por todas partes. El pintor Quintana Castillo recomendaba leer a Quiroga y pintaba en el depósito de una librería, Salvador Garmendia era locutor de una radio y no decía ni pío. El que decía demasiado era Rodolfo Izaguirre, quien afirmaba que había sido él el que había escrito «Los pequeños seres», novela que apareció en 1959. Sanoja estaba en México. Aquí yo nunca oí hablar de Sanoja. Los comunistas, desde la clandestinidad, llevaban la voz cantante. Los adecos, más caóticos, estaban representados por la inteligencia de Guillermo Sucre.
Calzadilla era el caso de esta generación. Se dejaba influenciar fácilmente. Cuando andaba con un pintor, se hacía pintor. Cuando andaba con un poeta, escribía poemas. Cuando me conoció, empezó a leer a Kafka y a escribir cuentos. Cuando conoció a un cineasta se puso a hacer cine. Luego decía que él hacía mejor todas esas cosas que los otros. A Quintana le decía:
– Tú eres el mejor pintor de Venezuela.
Y a mí, cuando Quintana daba la espalda:
– Quintana es analfabeta y no sabe pintar.
De Palomares decía:
– Las poesías de Palomares son intrascendentes porque Palomares se extasía en lo erótico.
De Adriano decía:
– Adriano escribió los cuentos de «Las hogueras más altas» con el mismo vocabulario.
Calzadilla vivió por el Panteón haciendo hasta esculturas; no había lo que no hiciera. Calzadilla, con su gran inteligencia, tenía el peor defecto: el de la dispersión. Era el mejor escritor de su generación, pero el afán de hacer todo lo destruyó. En Venezuela no se ha escrito una prosa como la de Calzadilla. Y sus poemas son los mejores poemas de la Venezuela de nuestros días. Pero Calzadilla se metió a crítico de pintura. Se metió a pintor e hizo exposiciones. Calzadilla, pintando, adolece de un narcisismo crudo. Todas sus pinturas son él mismo. A Calzadilla se le fueron humos a la cabeza cuando una mujer le dijo que se parecía a Marcelo Mastroiani. Luego Calzadilla para exhibirse se dedicó a hacer exposiciones.
06 de enero de 1971