AUTOR Y COMPILADOR: Pedro Pablo Pereira
Aquella Venezuela de Carlos Andrés Pérez era como una bruma venenosa, mefítica nadando en la mentira, la farsa, la necia presuntuosidad, un echonismo y consumismo degradante: en medio a la vez de una quejosidad perenne, gemebunda, cínica, barragana, ladina y ladrona, además, dominando en la babosa clase media un pitiyanquismo gozón.
1975 -1976 Ya lo he dicho, que fue el matemático Henry Gzyl quien me animó a estudiar en la Universidad de California, donde él había realizado su doctorado e importantes trabajos de investigación. Henry fue uno de mis grandes amigos de los muy pocos que verdaderamente tuve, y le estaré eternamente agradecido. Henry creyó en mí.
Henry, de origen polaco o alemán, era un largurucho muchacho, extraordinario lector, con un gran talento para las matemáticas, toda una lumbrera. Entre 1961 y 1962, nos sentábamos durante horas en la acera de la casa de la Bombilla a resolver problemas de matemática y física. Desde entonces comprendí que lo mío serían las matemáticas. Para mí el sentido de las cosas no podía existir sin lógica, y escuchando a Henry me hice ateo. Henry me decía: “-Mira te voy a demostrar que Dios no existe, porque si existiera Él sería capaz de crear una piedra tan grande tan grande que no podría levantarla, y por tanto dejaría de ser Dios”. Fue Henry quien me prestó el libro del Bertrand Russel “Por qué no soy cristiano”, que me produjo una conmoción interior. En aquellos tiempos todos los seres dignos de ser tomados en cuenta eran de izquierda, y Henry lo era, o disimulaba serlo. Recuerdo que uno de los zagaletones del sector de la Bombilla quiso agredirme por esos motivos baladíes y peligroso de querer imponer sus reglas de matón, y Henry se plantó entre en malandro y mi persona, diciendo que lo que era conmigo también era con él. Nos hicimos como hermanos, y lo tuve siempre como a un amigo del alma.
Entre 1975-1976, gobernaba Carlos Andrés Pérez, fue cuando el petroleó dio un salto bestial y pasó de 12 dólares a 32 dólares el barril. Se creó aquel Programa Gran Mariscal de Ayacucho para enviar por el mundo pelotones de jóvenes a formarse para que Venezuela pasara de ser del tercer o cuarto Mundo al segundo o al primero. Eran docenas de miles de becados de todas las edades viajando al exterior con su sueldo convertido en dólares, que era un enorme billete. La beca era de ochocientos dólares, pero se pagaba aparte la universidad y se daban otros bonos si se tenían hijos. Había oleadas de venezolanos en todos los aeropuertos del mundo, unos que irían a hacer cursitos de fotografía en París, otros estudiando sismología en Japón, otros preparándose en cómo construir muelles, vías férreas o barcos en Portugal, y multitud de ilusionados muchachos enrolándose en las carreras de Ingeniería, Física, Química, Biología, Derecho Internacional, Medicina, etc., y yo que me encontraría en el pelotón de los que estudiarían matemáticas puras.
Verdaderamente que si aquello hubiera funcionado como así lo imaginaban los partidos gobernantes, en veinte años nos hubiésemos convertido en un país del primer mundo, lástima que la gran mayoría de estos jóvenes que irían a formarse en esos poderosos países carecían de amor por su patria, y no tenían una ruta, un plan o un proyecto para luego venir a Venezuela y con sus conocimientos levantarla y hacerla fuerte y soberana, lo que a la vez habría implicado un brutal y feroz enfrentamiento con Estados Unidos y Europa. Estos dos imperios no lo iban a permitir. Hay que recordar que estos fue lo que pasó con Irán, que mandó a miles de jóvenes a formarse en el exterior, pero cuando llegaron a su tierra para aplicar con fervor soberano lo que habían aprendido, occidente le declaró la guerra.
La Venezuela de Carlos Andrés Pérez era una juerga, un caos, un desastre total, y no había seguimiento ni control de esas multitudinarias oleadas que salían a estudiar afuera. Porque a la vez hemos de decir, que una inmensa mayoría fue a hacer turismo, estaba estafando a la Nación, paseando y comprando cuanta virguería se encontraba en los grandes centros comerciales de Florida, Washington, Nueva York, París, Madrid, Barcelona, Londres, … hubo gente que salió a estudiar y se llevó a toda su familia con criadas incluidas. Lo primero que hacían los becados en California era comprarse un carro nuevo, y conocí a un sinvergüenza que se compró dos carros apenas se instaló en Los Ángeles y se sentía inconforme porque luego al ver otros precios y marcas consideraba que se había equivocado.
No sé de dónde manaba tanta plata, o era que evaporaban en estas locuras cuanto entraba por el petróleo.
Y uno veía a unos cuantos en Los Ángeles llorando como magdalenas porque les hacía falta su país, y les costaba encontrar Harina Pan y comerse las hallaquitas y las caraotas que les hacía su mami. Lloraban como si estuvieran sufriendo horriblemente, como si el gobierno los hubiera sometido a una brutal tortura por darles una jugosa beca a cambio de que tuvieran que estudiar algo. Coño, yo entonces decía, que me costaba creer que hubiese en el mundo un país más llorón que el nuestro, porque esta camada de vagos que iban al cielo lo hacían chillando como cochinos.
Se perdió casi todo ese dineral que se pretendió invertir en conocimiento, y los que volvieron con sus títulos llegaron renegando de su país, diciendo que esto era una mierda y que lo único que valía la pena en este mundo era emigrar. Todos cargaban entre ceja y ceja el asunto del “Shock del pasado” en el que había gastado dólares y habían gozado una bola como becados.
En 1974 se casó en segundas nupcias mi hermana Idilia, y lo hizo con otro adeco, muy betancurista, que luego sería un refulgente diputado al Congreso de la República. La boda se realizó en Cumbres de Curumo en casa de un ministro de apellido Manzanilla, y asistió Carlos Andrés Pérez con todo su tren ministerial. Había en la clase media mucha algarabía y sifrinismo, y aquella fiesta fue rumbosa y cursi, como todo lo que hacían los adecos. Mi pobre hermana Idilia entre aquella gentuza, coño, y uno allí viendo y sintiendo el tráfago de tantos esperpentos cimbreantes.
- ¿Tu hermano?
- Sí – le dijo Idilia al Presidente.
- ¿A qué se dedicas, joven?
- Nada que valga la pena.
Todos los presentes se miraron un poco desconcertados.
- Cómo, si aquí hay oportunidades para todo, mañana mismo arriban al país uno cien inversionistas extranjeros.
- En eso uno no tiene cabida.
- No tiene por qué pensar así, joven que estamos comenzando con un gran proceso de renovación. Yo quiero que mi gobierno esté lleno de jóvenes con nuevas ideas.
- Jóvenes, presidente, que no hayan pasado por la miseria nunca tendrán ideas propias.
El presidente soltó una mueca. Miró a los lados como tratando de que le explicaran algo. Estaba apurado, me estrechó la mano y le dijo a uno de sus edecanes.
- Vaya tomándome el tiempo porque tengo otros tres eventos por delante…
Entonces el presidente se retiró con su nube de escoltas y seguidores, y luego me dijo el colega Arturo Mejías, que yo había perdido una oportunidad de oro para conectarme con el poder; que yo había estado fuera de lugar, y hasta un poco descortés, que nadie había entendido lo que dije, y que había hecho pasar a Idilia por una pena muy grande.
- Hay lugares- le contesté- en los que estando uno fuera de lugar todo lo que haga o diga también estará fuera de lugar.
Mi hermana nunca me dijo algo sobre este desencuentro, ya conocía mi manera de pensar y de actuar, y en el fondo a ella le gustaba que yo fuera así (de “grosero” o desubicado).
Y la gente creía que se divertía, pero había una pavorosa agonía e irresponsabilidad en todo; el país estaba destartalado, empichacado con los asesinatos y la corrupción bestial en todos los niveles; nuestra política exterior sin rumbo y sin espíritu para emprender nada grande ni noble. Y corría la plata, y aparecían tipejos como el Diego Arria pagando páginas enteras en The New York Times o en Time para promocionarse como una gran cosa. Ya se veía que quería Presidente. Este Arria era el enano-dios de CAP, y los altos oficiales y la cúpula eclesiástica se arrastraban ante aquellos políticos de partidos de la manera más repugnante. La izquierda se había puteado y sus “dirigentes” querían debutar en sociedad y el patriarca adeco Gonzalo Barrios le dio un billete a Teodoro Petkoff y a Pompeyo Márquez para que fundaran el MAS. En habiendo pactado con la derecha, los jeques de la izquierda pro-adeca, se dedicaron a hacer cruceros por el Caribe, y negocios con el cemento, con la importación de exquisiteces.
Había que salir del país para ver y entender mejor aquella tragedia, y acepté una beca de la Gran Mariscal de Ayacucho, porque yo viajaría para traerme virguerías; yo no iría a Estados Unidos para traerme un carro o maletas llenas de bisutería, o cámaras o relojes. Tenía ansias de aprender e investigar, de probarme en otras soledades: investigar en matemáticas, historia, literatura. Y renuncié a los dos cargos que tenía, uno como profesor en la UCV y otro en el Instituto tecnológico Luis Caballero Mejías. Le dije a mi mujer que vendiera todos nuestros peroles y el carro, que yo me iría adelante a hacer un curso de inglés en Los Ángeles, California, y que ella saliera tres meses después con nuestros tres muchachos. Y me fui en un vuelo de VIASA, y recalé en Ciudad de México y allí estuve varias horas en el aeropuerto, y unos agentes mejicanos la cogieron conmigo. Ciertos mejicanos se creen la vaina más arrechera del planeta y pretenden tratar a los restantes latinoamericanos con el mismo despreció con que a ellos los tratan los gringos.
- ¿A dónde te diriges?
- Voy a Los Ángeles, voy a estudiar en la Universidad de California.
- Ah, conque tú eres de los vendiditos a los gringos, ¿no?.
- Perdón.
- Que vas a besarle las botitas al Tío Sam.
- Oiga, no tanto como los millones de sus paisanos que viven en Los Ángeles que es la segunda ciudad con más mejicanos en el mundo.
Me mandaron a un cuarto de castigo, perdí el vuelo y fui advertido de que me saldría cárcel por grosero. Una dama, jefa del servicio de extranjería en el aeropuerto, vino a solicitarme algunos documentos personales y a exigirme que hiciera un escrito en el que me excusara por mi comportamiento.
- No he hecho nada malo, ni tengo por qué excusarme.
- Es usted grosero y ha irrespetado a México, joven.
Qué palabrita.
- No he sido yo, señorita, no sé si ustedes han conocido la historia del general Santa Ana, la de Porfirio Díaz. Hay que conocer los que realmente han irrespetado a México, me perdona. Amo al México de Pancho Villa y Zapata.
Me entregaron mis papeles y continué mi viaje, y luego ya de viejo me he puesto a considerar que en verdad he sido toda la vida un grosero.