AUTOR: Pedro Pablo Pereira
1964 -Enero – julio: Me gradúo de bachiller con honores (disculpen). Recibo un galardón por haber sido, durante los últimos tres años, el mejor alumno del Liceo Juan Vicente González. Nuestra promoción termina llevando el nombre del sabio José Francisco Torrealba.
Mi amigo Henry Gzyl, me anima para que escoja la carrera de las matemáticas; él ya estudiaba Física en la U.C.V. Henry fue uno de esos amigos del alma que poco a poco van cogiendo otro camino y se pierden en la niebla del olvido. Yo siento una gratitud por sus atenciones hacía mi persona y el estar pendiente de lo que hacía.
Conozco a Guillermo Meneses y a Sofía Imbert. Estuve en casa del escritor Meneses, para buscar unos libros que el famoso escritor le había prestado a mi hermano Argenis. Visité la soberbia biblioteca que el afamado escritor tenía en la casa de La Florida, frente a la redoma del mismo sector. Sofía Imber era una dama amable y simpática que le brotaba por los poros poder y eso que llaman dominio de mundo; Guillermo me pregunta si he sido yo quien acababa de publicar «un interesante trabajo» en una revista literaria; le digo que yo no escribo, que ese trabajo es de mi hermano Adolfo.
1964 – Setiembre: Comienzo a estudiar Física y Matemáticas en el Instituto Pedagógico de Caracas, en la Avenida Páez del Paraíso. Hicieron una Prueba de Admisión y logré pasarla. Había entonces dos turnos, en la mañana, de siete a una, y en la tarde de una hasta la siete de la noche. Apenas comenzábamos las clases en septiembre de 1964, hubo protestas y manifestaciones, paros y huelgas, y los estudiantes se retiraron a sus casas, empatando aquellos desordenes con las vacaciones de diciembre. Todos decían que volverían a clases en enero de 1965. Aquello me pareció más que un crimen, una tremenda estupidez. Desde entonces conocí que estas protestas y huelgas en nuestras universidades tenían en esencia el único fin de graduarse sin tener que estudiar o estudiando lo menos posible.
DECIDO CASARME
1966 – Abril. Estudiaba segundo año en el Instituto Pedagógico de Caracas. No sé qué tenía en la cabeza ni cómo podía asumir una responsabilidad tan seria, pero casarme me pareció de lo más natural. Fui con mi novia al registro civil que quedaba en La Candelaria. Conseguimos dos testigos y firmé no sé cuántos libros que oficialmente declaraban que ya era un hombre casado. Luego del protocolo legal me fui a clases, tan indiferente como si me hubiera tomado un vaso de agua. Tenía veintiún años, en mi familia nadie supo que me había casado. No creo que le hubieran dado importancia.
Hablé con una pareja de ancianos, portugueses que tenía en venta un apartamento en la urbanización Simón Rodríguez. Era una pareja que mostraba hacia los recién casados una gran consideración y respeto. Me veían como a un muchacho muy valioso y responsable. Yo le daba clases de matemáticas a su única hija Fátima, una niña de unos dieciséis años. Estos señores portugueses tenían varios negocios, y yo era un pobre estudiante que trabajaba en la Maternidad Santa Ana, ganando quinientos bolívares mensuales. ¿Cómo podía comprarme yo un apartamento? ¿Sería posible? Cuando le planteé el asunto a los señores portugueses se quedaron callados y al rato me preguntaron de dónde iba yo a sacar para pagarles ese apartamento, que por cierto, era de esos del Banco Obrero, de los muy económicos, que la gente pagaba mensualmente setenta o cien bolívares. A mediados de agosto los señores portugueses me llamaron y me dijeron que aceptaban el negocio con la condición de que yo les pagara 450 bolívares cada mes. Para sobrevivir, creo que lo he dicho, me conseguí dos becas, una por el Seguro Social y otra por el Ministerio de Educación. Qué inocentón y buena gente era yo. Qué muchacho más pendejo y manipulable, y veía que el negocio que me planteaban los portugueses era producto de la inmensa generosidad y cariño que me tenían. Recuerdo que en unas inmensas hojas milimetradas, de varios metros, en los que en unos renglones me presentaron todas las cuentas con los intereses que me cobrarían, el DEBE, HABER y SALDO. Aquellos eran unos listados plagados de cifras impresionantes, a los que yo no les hice caso por dos razones, porque tenían una gran confianza en aquellos portugueses y porque lo que quería era que me entregaran de una buena vez la llave de ese apartamento. En octubre de 1966 me entregaron las llaves, y el 17 de diciembre de ese año me estaba casando por la iglesia.
Mi esposa era morocha con su hermana Rosita, quien un año más tarde se casaría con un extraordinario calculista de nombre Guillermo Bazó. Este concuñado, quien estudiaba ingeniería en la UCV, un día se sentó conmigo y me demostró de qué manera esos amados míos, los portugueses, me habían esquilmado horriblemente. Con lo que yo les iba a pagar me hubiera podido comprar cinco apartamentos de este tipo. Que me habían metido unos intereses altísimos que me iban a desangrarme de manera brutal durante diez años. Ya no se podía hacer nada, ya yo había firmado no sé cuántos documentos, estaba horriblemente estafado y lo único que podía hacer era que toda entrada extra que tuviera amortiguar en lo posible aquella enorme deuda para impedir que los intereses me devorarán y se volvieran una carga eterna, casi impagable. El día de la boda estos ancianos portugueses acudieron con un regatito muy humilde, un mantel plástico de llamativas flores, ideal para la mesa redonda de nuestros muebles de comedor. Yo aguardaba la ilusión de que nos condonaría al menos un mes de pago, pero eso habría sido demasiado para aquellos avaros lusitanos. xxxx
1966 – 17 de diciembre: Me caso por la Iglesia. Tengo un accidente y me produzco una herida en la frente. Llega mucha gente a la boda. Celebramos con champaña, apago las velas de la torta, a la media noche unos amigos nos llevan a un hotel de Macuto, al día siguiente tomamos un avión de hélice que se dirige a la Isla de Margarita. Sube al avión Jóvito Villalba. Jóvito era margariteño, saluda a los pasajeros y a la tripulación como lo hacen todos los buscavotos.
Margarita era una isla hermosa, casi desierta. Nos alojamos en el vetusto Hotel Guacuco que estaba por desaparecer. Por todos lados vendían perlas y vírgenes del Valle en cochas de mar. Yo le compré una virgen a mi madre que se iluminaba con electricidad. Yo puedo decir que era feliz en aquellos años porque la felicidad también la produce la ignorancia, la inconsciencia de todo el dolor que bullía en mi país.
Para ser feliz hay que ignorar tantas cosas…