AUTOR Y COMPÍLADOR: Pedro Pablo Pereira
Mi amistad con Sender estuvo forjada sobre un profundo afecto, lealtad y respeto. Por ese respeto hacia él, me eximí de quedarme con una sola fotografía de las tantas que se tomaron en mi casa de San Diego cuando él me visitaba. Se las entregaba todas para que él decidiera que hacer con ellas, incluso con los propios negativos. Hoy verdaderamente reconozco que nada de malo tenía con que yo me quedara con unas copias de aquellas fotografías, pero incluso eso me parecía un abuso. Un día, en un portal de Internet encontré una de ellas, en la que él aparece con el pajarito “Trilly” (que vivía en mi casa) en su hombro. Esa fotografía se la tomé en la casa en que entonces ocupábamos en el campus de la Universidad de California, en La Joya.
Ese era un pajarito que llevaba viviendo con mi familia desde hacía más de un año y de la manera más libre volaba por toda la casa. Muy temprano, apenas salía el sol se iba con sus amigos o amigas y volvía por la tardecita; dormía en lo alto de un cortinero. Ese pajarito, en ocasiones cuando yo estudiaba, me picoteaba el lápiz o si yo estaba trabajando con la máquina de escribir se metía entre las teclas y me exigía que le atendiera. Volaba por la casa colocándosele en la cabeza o en el hombro de mi esposa o de mis hijos. Todo un misterio. Se lo conté a Sender quien no pudo créelo y para que lo comprobase lo lleve a casa. Luego don Ramón escribió sobre este pajarito y yo lo metí en una novela que nunca publiqué.
Es inevitable que deba hablar antes un poco de mi vida para que se pueda entender cómo fue que Sender llegó a aceptarme como su amigo. Don Ramón se mantenía en guardia con el mundo, vivía en medio de una extrema soledad y se podía decir que era muy difícil que aceptara visitas en su apartamento de San Diego. Yo fui testigo de cómo a más de uno, e incluso a profesores con mucho pedigrí académico, que cuando le visitaban les decía asomado a la puerta, con la manilla en la mano: “Señor, lo siento mucho pero no puedo atenderle”, y respetuosamente les cerraba la puerta. Aquel privilegio de aceptarme, de poder visitarle todos los días, tenía que sustentarse sobre un tipo de comunicación superior.