AUTOR Y COMPILADOR: Pedro Pablo Pereira
Para poder ser admitido en la Universidad de California, previamente tenía que presentar un examen de inglés, y tomé durante tres meses un curso avanzado en la ciudad de Los Ángeles por el método Nine-Hundred. Aquello era un desorden y un enjambre de extranjeros con los profesores más piratas que quepa imaginarse. A cualquier gringo que anduviera muriéndose de hambre lo metían a dar clases en aquel instituto. En las clases me encontré con muchos iraníes, saudíes, japoneses, chinos, tailandeses, vietnamitas y muy pocos latinos. La sede de Nine-Hundred quedaba a dos cuadras de la Plaza MacArthur, que era verdaderamente la mayor concentración de drogómanos de esta descomunal ciudad. Por los alrededores se encontraban salas de cine las veinticuatro horas de día, multitud de cuchitriles en los que vendían productos latinoamericanos como yuca, harina de maíz, hojas de plátano y plátano, casabe,…
Encontrándome en Los Ángeles me fui a vivir en Wilshire Boulevard, en un apartamento que contaba con cocina y un solo cuarto, con una cama que se recogía y se metía verticalmente en un closet. Como me costaba coger el sueño en medio de aquellos terribles calores de julio y agosto de 1976, en medio de la gritería de los mejicanos que allí vivían me la pasaba leyendo. Aquello parecía un burdel, con mujeres escabrosamente vulgares, y mejicanos borrachos lanzando sus mentadas de madre con lo de “chinga a tu madre cabrón”… En medio de aquellos grandes sofocones, me pasaba gran parte del tiempo en la Plaza MacArthur mirando a las hordas de locos hablando solos, y un día me encontré por allí a un profesor de la Universidad de Carabobo que andaba tan perdido como yo en aquella peligrosa ciudad. Este profesor, recién llegado de Venezuela, estaba casado y tenía cuatro niños, y su mujer con sus chamos estaban por llegar dentro de tres meses cuando él hubiese terminado el fulano curso de inglés. Pero de inglés el pobre no entendía absolutamente nada, ni como decir gracias. Buscaba desesperadamente a alguien con quien hablar a sus anchas, y dio la casualidad que nos encontramos. Nos pusimos a deambular, y me llevó al apartamento que había alquilado en un edificio que tenía piscina, y estaba pagando allí más de mil dólares. De la universidad recibía en todal unos tres mil quinientos dólares mensuales, un dineral. Ahí pasamos un largo tiempo departiendo y tomando unos cocteles con tequila en un chiringuito mejicano. Él creía que yo sabía muy bien inglés y para todo me pedía que saliera a preguntar cómo se pedía las cosas, o cómo se orientaba uno en la calle o en un restaurante. Una noche salimos a pasear y nos metimos a la machimberra en un concierto del cantante Barry Manilow, que por cierto estaba terminando y por el que nos quitaron a los dos cuarenta dólares. No entendíamos ni papa de la risa de los gringos cuando Manilow echaba sus chistes, y al finalizar el evento salimos a una gran avenida y el profesor de la Carabobo me dijo: “-Yo no sabía que este idioma del carajo es tan peludo. Mira, porque no buscamos un “desagüe”, vale. Hay que ver de qué están hechas estas perlitas doradas”-, y soltaba la carcajada, aquel simpático colega.
Agregaba: “-No sé si de veras me quede por aquí, ya estoy viejo para seguir estudiando, pero eso sí te lo digo: no me regreso a Venezuela sin haber revisado este ganado.”
Salimos a preguntarles a unos chicanos dónde había “carne de primera”, así lo dije, y recalamos en un bar con mucho ruido y luces semi apagadas, y comenzamos a discurrir por unos laberintos desolados hasta que vimos unos porteros que nos mandaron a sentarnos en unos bancos. Luego nos ubicaron una mesa y nos trajeron tequila y el valenciano me decía que preguntara por las “ternuras”, pero yo trataba de decir bitch y me salía beach; si mencionaba “whorse” me salía “horse”, es decir caballo. y además no sabía si era la manera correcta de nombrarlas o solicitarlas, y la gente ahí casi todos chicanos, se encogía de hombros, y lo que hacían era traernos tequila y más tequila, con platillos de sal y limón. El valenciano me decía que si yo también iba a pedir una “bitch…a” para mí, y le dije que me lo resrvaba para otro momento, y que no tenía plata, a lo que replicó que él me la prestaba. Le respondí que eso no se lo aceptaba, y con tantas curvas a lo mejor el tipo creería que yo era maricón porque me negué tajantemente.
El valenciano de repente se sintió alegre, comenzó a pagarle a una camarera tragos nada baratos. Me vi por un instante como fuera de lugar y le dije que iría a dar una vueltecita por el sector y que nos veríamos en un rato.
- Mira, vale, yo no pienso perderme esta oportunidad, y no me vayas a dejar aquí solo. Échate otro trago, y si la cosa se aclara me esperas un momento.
- No te preocupes, que tú sabes que eso es entre ustedes dos. Yo te espero, y en último caso puedes pedir un taxi.
Pero antes de salir, vi a una dama muy emperifollada, que lo tomó del brazo y se lo llevó, y no habrían pasado diez minutos cuando lo vi reaparecer, desmadejado, arreglándose el saco y diciéndome que se sintió embarcado, que había sido un gran fiasco, que le dieron una enjabonada en una tina solamente, que la tipa tenía el pelo oxigenado y que a lo mejor no era ni gringa, y que le habían espalillado cien dólares.
Salimos de allí y el valenciano de dejaba de hurgarse los bolsillos, y entraba en un mutismo total, y sudaba. Más adelante dijo:
- Coño, aquí todo es una estafa, uno viene imaginándose tantas cosas como las películas que ve en Hollywood; crees que te las vas a comer, y te llevas estos chascos. Sinceramente me estafaron. Estoy viendo que traía quinientos dólares, sólo encuentro que me quedan doscientos. Qué vaina esta, tengo ganas de devolverme y reclamar. ¿Y reclamar cómo si no sé un coño de inglés?
Se detenía, se quedaba pensativo porque ahora decía que había traído más de mil dólares.
De ahí en adelante, el camino a casa fue en absoluto silencio, hasta que nos despedimos.
Unos carros descapotados pasaban a alta velocidad, profusión de luces en la avenida Wilshere perdiéndose en el horizonte como estallidos de serpentinas; los grandes autobuses que hacen la ruta de Wilshere hacia Hollywood iban casi vacíos; sirenas de la policía; un tipo que me muestra una bolsa sujetada en la boca y que sonríe con una mueca desolada. Más allá una adolescente en un parque semidesnuda, echada en la grama y que me hace señas. Luego una pareja de ancianos ambos en shores, que pasean un par de perros negros descomunales. Un raimbow coalición de chicanos, hindúes, negros, chinos y salvadoreños bailando en una plazoleta al son que les tocan unos krishnas con panderetas.
Otra vez en mi apartamento.
Otra vez la soledad que muerde y escuece. El ambiente pesado y crudo.
Sería dos meses más tarde cuando volví a ver al colega valenciano, estando a punto de irse de Los Ángeles. Me dijo que estaba empacando sus cosas porque se mudaba para Texas, donde se quedaría un año y que de allí luego pasaría un tiempo en Miami donde contaba con muchos amigos. Que su verdadero sueño antes de regresarse a su país era comprarse una camioneta, una nevera con dispensador de cubitos de hielo, equipos de sonido, dos televisores, juegos de comedor, juego de recibo y una cama con colchón de agua. Reiterándome que él ya no estaba para perder su vida metido en una “jaula”.