AUTOR Y RECOPILADOR: Pedro Pablo Pereira
1970: A los 25 años de edad, tengo ya dos hijas.
Podría decir que soy afortunado: tengo todo a lo que puede aspirar un hombre de medio pelo: una buena mujer y dos hijas, un Plymouth Satelite de cuatro puertas, modelo 65, con dos tubos de escape que provocan estruendoso ruido al acelerarlo, con tremendo carburador de bocas. No sé nada de esas vainas, pero eso dicen los que saben de mi soberbio carro.
Trabajo doce horas diarias dando clases, hasta tarde en la noche; he adquirido un apartamento en la urbanización El Cafetal (El Adecal), en el edifico El Chaparral. Comienzo a entrar en un dilema angustiante y desolador: “¿Qué hacer con mi vida?”.
Aunque he de reconocer que me había casado con la mejor mujer del mundo, que ninguna otra hubiera sido mejor.
Me veo atrapado y sin salida, que he perdido mi vida porque soy un ignorante, además de superfluo, banal y vacuo. Paseo por Sabana Grande, tomo cervezas en Chiken-bar. Veo a los intelectuales habladores de frondosidades irreverentes, que forman parte de la cursi República del Este. Se percibe en estos ambientes un caótico despelote sensual, arrabalero y erótico.
Sigo creyendo que puedo superar mis estrecheces y que el mundo podrá esperar mientras encuentro mi camino, pero en verdad no soy nada.
Me sostengo sobre los remanentes de mis averiados antepasados y la vieja soberbia hispana, y la presunción de inevitabilidad de la esperanza.
Venezuela es un jolgorio; nadie cree que se pueda hacer algo para que el país salga de abajo.
Los adecos y copeyanos se consideran dueños del Tesoro Público para disponer de él como les venga en gana, y la gente gasta, bebe, come, fiestea, viaja, celebra, brinda, se reúne, canta y danza, y sueña, se arrejunta y huye, bosteza y habla sin cesar; nadie está de acuerdo con nada y fluye el pasmoso vientre de la deleitación entre sábanas y eructos.
La Izquierda muere en la inercia o en la impotencia o en la incredulidad: traicionada y ultrajada por tipos como Pompeyo Márquez y Teodoro Petkoff.
Los nuevos revolucionarios se van de viaje en cruceros por el Caribe.
La gente no se hace sino hablar de la carestía de todo, del hambre, de la inseguridad, del caos, de la corrupción espantosa y de la imposibilidad de cambiar el sistema político imperante.
La inseguridad es algo que pasma, que aterra, que desquicia, pero la inseguridad es sobre todo algo que está en el alma.
Andamos solemnemente anestesiados. Ahítos de felicidades baratas.
Vamos divagando y tirando, dejando pasar el tiempo para que sea el que se estrelle.
Ahí vamos, temiéndole sobre todo a cambiar, a asumir compromisos o responsabilidades con nosotros mismos y con nuestro entorno. Muertos enhiestos, politiqueros cacafonicos, almas telenoveleras, atisbando a los sisíficos esperpentos del hipismo o de la lotería. Domingos de sal y arena, de muchachos cagados, de soles playeros, de ruines besos y amores, de cansancios estériles, amasijo de rompecabezas, intercambios de guiños, de suspiros y resoplidos en los oídos.
1971 – 1972: Viajo de vez en cuando a La Guaira para ver los barcos que atracan en el puerto, y si hay alguien que quiera negociar de uno de ellos.
Deseo viajar por el mundo.
Hacerme caletero.
No sé todavía cómo hablar de mí mismo. No sé qué decir de mí, si podría hacerlo, si tiene valor lo que diga o piense. Siento que estoy entre mil barrotes asfixiado y que no encuentro cómo salir de ellos.
Años de una fogosa oscuridad y de una angustia suicida. No puedo decir que tenga personalidad, es decir, debo andar con muchas máscaras o mascaradas a la vez; se trata de una bruma acogotante intensa, plomiza, la carne la soga necia, los amigos débiles o cobardes.
El desahucio.
Como una mortaja, como una aturdidora danza de llamados y auxilios, sin respuesta ni salvación posible, aúllo en mi destierro, en mi despecho infinito, en mi necesidad de desaparecer o traspasar los malditos muros que me ahogan.
Lo que carece de destino está muerto, sin duda.
Escribo divinas vacuidades y me las trago con arena.
Conozco al pintor español Francisco Antolín y paso una temporada en su casa de Madrid, y no me hallo, no es lo que busco, no sé si deba más bien dedicarme surfear en las arenas de Libia o de Mesopotamia, ir hasta el Eufrates y ahogarme en el azul rutilantes de crestas, de sus luces divinas. No sé.