(EN LA GRÁFICA VEMOS A SINFORIANO GUERRERO LOBO Y A SANT ROZ JUNTO CON EL FAMOSO CANTANTE LLANERO RAFAEL MONTANO…)
AUTOR Y COMPILADOR: Pedro Pablo Pereira
Como queda dicho arriba, cada tarde Sender y yo nos sentábamos, a conversar en el balconcito que daba a la calle, allá en el Edificio Andorra, 3520, Third Avenue, Apartment 209 de San Diego, California. Tomábamos whisky “Teacher”, y en la mesita disponíamos de una gran cantidad de frasquitos con pastillas de vitamina, que pasábamos con largos tragos de licor. Sender comía muy poco; aquellos tragos los amortiguaba con unos palitos de harina de trigo que nosotros en Venezuela llamamos “señoritas”; a medida que conversábamos, él los mojaba en salsa de tomate ketchup. “Uno con esas pastillitas –me decía – puede llegar a cien y seguir de largo…”.
Su ex esposa Florence Hall lo visitaba casi todas las tardes para tratar de mitigar un poco aquella gran soledad. A veces, ocurría lo contrario, doña Florence se la recrudecía. Lo que le producía algún relax a don Ramón era hablar en español con ella. Sender llevaba en sus nervios, en lo más profundo de sí a España, y cuando hablábamos de un posible regreso a su querida tierra me contestaba con nostalgia: “Ya ahí no queda casi nadie de mi generación.”, y prefería evitar el tema. Todo eso lo dejaba para su imaginación y sus libros maravillosos como “Segundo solanar y lucernario”.
Sender se trasladó a San Diego luego de haberse jubilado como profesor de la UCLA en Los Ángeles. Luego de aquellas largas conversaciones, en la noche, nos dirigíamos a casa de la señora Florence que quedaba a pocas cuadras. Allí ella nos servía una sopita. Para llegar a su casa pasábamos por unos frondosos jardines donde abundaban el canto de grillos y sapos, y cuando hacían harto ruido me decía: “acuérdate de mí, mañana va a llover.”
La señora Florence estaba ya un poco alcoholizada, pero era una mujer extraordinariamente fuerte y me decía don Ramón con cierta resignación: “Chico, ella nos va a sobrevivir a todos”; dominaba doña Hall a la perfección unos cinco idiomas. Sender me decía que se conocía toda la literatura española y latinoamericana mejor que cualquier profesor de literatura de las mejores universidades pero que era incapaz de redactar algo que valiera la pena.
Un día de noviembre de 1981, en una de mis visitas regulares, encontré su apartamento medio vacío. Se estaba despidiendo don Ramón. Me regaló tres cuadros (parte de una exposición que había hecho en Madrid) y toda la colección de los Premios Planeta. Por cierto, él no creía en premios literarios y todos los que han seguido su vida saben lo que contó de Planeta: que fueron a su casa de San Diego para ofrecerle el premio Planeta (de 1969), con la novela “En la vida de Ignacio Morel”. A mí me pareció una maravillosa obra, extraordinariamente lograda, pero él la miraba con desdén porque se la habían premiado. Le pregunté por qué entonces había aceptado el premio, y me dijo: “bueno, porque me ofrecieron que harían una gran tirada, y tú sabes que después de todo al escritor lo que le interesa es que lo lean.”