(EN LA GRÁFICA PODEMOS VER UN CUADRO PINTADO POR DON RAMÓN J. SENDER, Y OBSEQUIADO A SANT ROZ, EN SAN DIEGO…)
AUTOR Y COMPILADOR: Pedro Pablo Pereira
En 1979, viajé a España y me establecí en casa del pintor, químico y escultor Francisco Antolín. Era la segunda vez que iba a la tierra de los godos, y tanteé el terreno para ver si me establecía allí por un tiempo. Visité con el escultor Francisco Antolín el Museo El Prado, la Biblioteca de Ciencias de la Complutense donde él se había graduado, recorrimos docenas de ventas de libros usados; fuimos al lugar donde en 1973, ETA había volado el carro del almirante Luis Carrero Blanco (quien habría de ser el sucesor de Franco) y lo había elevado hasta la terraza de un edificio de doce pisos. Estuvimos en Sevilla para pasar allí las fiestas de Navidad y fue cuando le robaron el carro a Antolín, y vivimos unas seis horrendas horas metidos en un tren. En Sevilla siempre cunden ladrones y timadores, y la eterna tierra de la picaresca española. En esa época estaba sobre el tapete la gran polémica que se había formado por una discusión que hubo entre Ramón J. Sender y Camilo José Cela. Visitamos también Ávila, Santiago de Compostela y Salamanca. En España había mucha miseria y en Salamanca fuimos vilmente estafados en restaurantes y posadas. Nos dedicamos a visitar la biblioteca de la Universidad de Salamanca y recorrer sus plazas y antiguos monumentos. Viendo ese cuadro abominable de los mendigos de siempre ahora mezclados con los drogadictos que son ya parte de la España más negra y púrpura, y uno iba descubriendo que aunque llegue el progreso y todo eso que se llama adelanto tecnológico en España lo que resalta es la estupidez del futbol y de los toros, de las puterías del corazón y su asquerosa monarquía, la desvergonzada envidia, la cursi petulancia, el engreimiento y la soberbia de la ignorancia que campea por todos lados. Pobre tierra, pobre gente, pobres politiqueros siempre lambiéndoles las botas a los ingleses y a los gringos. Todo eso lo vi y lo sentí como nunca en aquel viaje. México y España tienen unas similitudes grotescas de lo más horrible, y por eso la mezcla con los gachupines se hizo fatal en la tierra de los aztecas.
1 -9 -1981: Aparece en El Nacional, una carta que envié desde San Diego California, titulada: «¿Para qué estudiamos, para qué nos preparamos?»
Decía aquella carta:
«Cuando un grupo de estudiantes venezolanos nos reunimos para departir un rato de comunicación en nuestro propio idioma y hacemos consideraciones sobre nuestro futuro profesional, siempre aparece en nuestras conversaciones un matiz negro, lleno de escepticismo y dolor, sobre la horrenda inseguridad y caos que vive Venezuela. Alguien hace mención de espantosos crímenes y violaciones, casi a diario, otro de robos a todos los niveles. En esta sucesión de alarmas y escándalos se nos pasa el tiempo, hasta que un compatriota aconseja cambiar de tema, ya que – según dice -, es difícil cambiar de país.
«Todas estas noticias nos dejan una rara mezcla de odio y de dolorosa impotencia. También un extraño sentimiento de culpa o de vergüenza que no sabríamos definir, y de hemos de advertir que en nuestras reuniones no ha ninguna clase de color político; más aún, admitimos, que no hay diferencia alguna entre blancos, verdes, rojos o cualquiera de sus mezclas, que todos son en mayor o en menor grado los grandes directores del desastre actual.
«Cuando salimos de Venezuela y conocimos el orden, la concentración en el trabajo, el respeto hacia los demás seres humanos que se acostumbra en otros países, quedamos abismados por los contrastes, las diferencias. Entonces asumimos como una necesidad, más que un deber, dedicarnos con ahínco al estudio, para ser cultos, firmes moral y físicamente. Nos propusimos tomar del país que nos recibía todo lo noble, sus sabias enseñanzas para el orden y la disciplina y despreciar lo fatuo, vanidoso y superficial de sus costumbres. El conseguirlo nos ha costado una lucha seria y constante con nosotros mismos. Evitamos las divagaciones y toda relación que perturbe nuestra concentración en los estudios. Y así lo hacemos; llevamos una vida austera, sana, leyendo mucho y relacionándonos con personas más complejas y cultas que nosotros. Viajamos, no para decir que estuvimos en Nueva o en las Islas Batuecas – como hacen los turistas-, sino para complementar nuestros conocimientos. Visitamos bibliotecas buscando algún documento donde nos revele nuevos matices de la personalidad de Miranda o Bolívar o Sucre; nos sentimos orgullosos de saber tanto o más que los norteamericanos sobre su propia historia y literatura. Eso nos anima. Nos proponemos ser los mejores de esta tierra extraña, altivos, alegres y serenos como quien se llena de amor ante todo lo que llama su atención. Nos sentimos diferentes, actores y espectadores de nuestros propios actos y en nuestra placidez nos preguntamos: «¿Será posible esta vida en nuestra propia tierra? ¿No nos estaremos convirtiendo, sin darnos cuenta, en unos seres aislados, perdidos para poder afrontar con la acción directa el caos y las funestas estridencias que azotan a nuestro país?
«Por otra parte, hemos tenido a veces que afrontar situaciones bastante incómodas con algunos compatriotas que viven aburridos con la facilidad que les llega el dinero, el bienestar, la seguridad económica. Esto pasa sobre todo con los más jóvenes, y que por la propia inmadurez siempre están proclives a imitar lo malo. Otros, profesionales, que vienen a perfeccionarse o hacer estudios de postgraduación son fuertemente atraídos por esa corriente mercantilista que causa furor en la Venezuela de hoy. Estos últimos representan los nuevos iraníes en Norteamérica. Son personas que están absolutamente persuadidos de que el turismo los ennoblece y los hace más culto: lucen bellas prendas y vestidos, relojes digitales (el último grito de la moda), conocen el uso del «freesbe», las rodilleras para el patinaje; no trotan sin los delicados «headphone», y dominan las sutilezas de esa literatura tecnológica dedicada a los aparatos de sonido. Aquí para ellos, todo es asombro e inclinación ante el espectáculo de los sonidos metálicos y la ingeniosidad «subyugante» de cuanto procesan las máquinas de computación? Nosotros percibimos que hay cierta chicanería en todo esto…
«En fin, no nos queda otro camino sino regresar a nuestro país, pero debemos confesar que la tentación a emigrar es tremenda. Nos quedamos contemplando la horrible situación de anarquía que tendremos que sufrir, y nos decimos: «nosotros no tenemos la culpa», y recordamos a Bolívar cuando exclamaba que lo que mejor que se podía hacer en nuestra América era emigrar. En la Universidad de California se supo que en nuestro país no sólo se roba con descaro y se mata, sino que también se presentaban a los criminales – a través del cine – como ingeniosos individuos al cometer sus abominables actos. Eso es lo último, y nuestros criminólogos – vaya criminólogos, sueltan lágrimas de Mamá Dolores cuando los condenan. Un profesor me comentó que nuestro país no había llegado todavía ni siquiera a la condición de ser llamada Nación para que se diera lujo de tratar con tanta liberalidad crímenes horrendos. Y ante este señor tuve que guardar silencio y tragar…
«Señores gobernantes, hombres de partidos, ¿pueden decirnos a qué está condenado un hombre sensible en nuestro país? ¿Para qué estudiamos, para qué nos preparamos, si el día de mañana, cuando regresemos, nuestra familia, nuestros amigos y nuestra disciplina y concentración, estará expuestas a la mano aviesa del criminal, al escándalo y las intrigas partidistas?
«Ya sabemos que ustedes nos explicarán exigiéndonos más preparación para afrontar los desórdenes, pero se equivocan: Recuerden que nuestro don Simón Rodríguez decía, que la anarquía no la paran los libros sino las bayonetas.
«Al parecer nos quedan dos caminos, igualmente indeseables por donde se les vea: O nos convertimos en unos insensibles, como éramos antes, o (para defender nuestra preparación), nos volveremos unos solitarios, un poco frustrados, medio locos o desesperados…”
Así escribí aquella carta que si a ver vamos tiene muchas fallas, una carta de un joven desesperado que no conocía muchas cosas, sobre todo no conocía en profundidad la realidad nuestra. El plan que me hice entonces era el de regresar a Venezuela para entregarme a la lucha política, pero en el fondo no estaba claro de cómo volcar mi país para tratar de una revolución moral profunda y rigurosa. Mi error de entonces estaba en que también llegaría a creer que todos deberíamos desarrollarnos en la dirección de los países de Occidente. Craso error.