AUTOR Y COMPILADOR: Pedro Pablo Pereira
(EN LA GRÁFICA APARECE LA PORTADA DEL TRABAJO DE ENSAYO DE SANT ROZ, «MALDITO DESCUBRIMIENTO»)
El 19 de enero de 2008, investigando sobre la personalidad y obra de don Ramón J. Sender, me encontré con una reseña escrita por Jesús Vived Mairal, en la que dice que este famoso aragonés “fue periodista, militar en dos ocasiones, propagandista republicano enganchado a todas las causas y sus contrarias post regeneracionista juvenil, anarquista después y para siempre, compañero de viaje de los comunistas de los que se separó violentamente, al fin honesto ciudadano norteamericano socialdemócrata y leal con el gobierno de su nuevo país hasta en medio de la guerra del Vietnam, de cuya legitimidad fue propagandista, el colmo, pues su vocación era la de perder todas las guerras. Fue un escritor imparable que se comprometía en las causas a las que se acercaba, hosco, rebelde e indisciplinado, aunque todos hablan siempre sobre su honradez a toda prueba, su ternura y generosidad derrochadas con la que derramó su vida a manos llenas”.
Pienso que si hoy me encontrase con aquel Sender, con todo el conocimiento que ahora tengo de América Latina, quizá mi amistad con él no habría sido la misma. Entonces hubiesen sido muchas las cosas que yo a él les habría rebatido. Definitivamente el trato hubiera sido distinto. Él me lo repitió muchas veces, que nuestra amistad era posible por la gran diferencia de edad entre los dos. Pero también el desnivel insalvable entre lo que yo entonces conocía y entendía del mundo y lo que él había sufrido tratando de salvar su propia vida. Para salvarla también tuvo que renegar de gran parte de su pasado.
A partir de esta época de 1947, se produce una vorágine de publicaciones ambiguas escritas más por la Inteligencia de la Central que por la inteligencia de sus autores (como llega a decir la historiadora Frances Stornor Sauders.) Según Koestler, la fe no sólo sirve para mover montañas sino para hacerle creer a la gente que un arenque es un caballo de carreras. Entonces, fue cuando para el experto en asuntos latinoamericanos y asesor de J. F. Kennedy, Arthur Schlensinger, le dio puertas francas en editoriales, periódicos y centros culturales a una “revolución silenciosa” dentro de los frustrados y desesperados ex comunistas. Puertas francas que habrían de ser muy bien acogidas por las publicaciones que desde París dirigirá el ex troskista Julián Gorkin.
El estudio del uso planificado de la propaganda norteamericana para comunicar ideas que intoxicaran de dudas los corazones, para producir comportamientos ambiguos o confusos, opiniones desalentadoras sobre el futuro de América Latina y de España; actitudes y emociones contradictorias, para hacer en fin que cierta elite se consiguiera mover en la dirección “correcta”, fue verdaderamente el plan inicial para provocar una verdadera hecatombe esquizofrénica, digo, dentro de las filas comunistas o izquierdistas.
El capital invertido por el Departamento de Estado norteamericano en este proyecto de guerra psicológica fue tanto o mayor que el contemplado en el Plan Marshall para salvar a Europa. Mejor dicho, era parte del mismo Plan, y se dimensionó, además para provocar desaliento en las filas de izquierda, insuflar un abismal encantamiento difundiendo que se avecinaba un horror con el comunismo que ya estaba tocando todas las puertas de América Latina. Millones de revistas, programas de radio, actos culturales se desparramaron entonces por el mundo para tratar de apartar a la intelectualidad europea de la fascinación por el marxismo o el comunismo.
Efectivamente, los expertos que rodearon a Truman para desarrollar esta lucha de contrainsurgencia cultural, le hicieron ver el enorme interés que se estaba despertando en el mundo por la revolución bolchevique y el estudio del marxismo. Entonces se le advirtió que para evitarle peligros futuros a la influencia norteamericana en el planeta (indudablemente a sus negocios comerciales), una de las salidas era la persuasión intelectual a través de la cultura. Así como sostenía Francisco Umbral que el escritor es la puta más cara del político, Washington necesitaba de estas putas con urgencia. A esta clase intelectual que requería en definitiva, sería la que les daría la dirección “correcta” a los pueblos; la que acabaría imponiendo los liderazgos, los valores morales del capitalismo y los pensamientos dominantes. Todo esto es una mina (por ser todavía explorada) para tratar de comprender este fenómeno cuyos elementos básicos se encuentran en la obra “La CIA y la guerra fría cultural”, de Frances Stonor Saunders.
Hay que insistir en que la esquizofrenia anticomunista, tuvo que ver también en la forma en la que Stalin se desentendió de los movimientos revolucionarios que habían dado pruebas extraordinarias de valor durante la guerra civil española. Esto, mezclado con el intenso trabajo, como veremos, del “Congreso para La Libertad de la Cultura”, CLC, especialmente creado por la CIA para escindir las mentes de muchos pensadores de la época. Los resultados para finales de la década de los setenta, cuando conozco a Sender, son devastadores, todo un holocausto moral y humano. Sender, claro, murió sin enterarse cómo lo habían manipulado.
Esta intoxicación cultural, alcanzó a muchas otras generaciones, incluso a talentos que se creían muy listos, como el mismísimo Francisco Umbral. Él y toda su generación fueron otras pequeñas cobayas en este infernal laboratorio de guerra psicológica. Basta con ver cómo Umbral se prestó para convertirse en la puta predilecta del director del diario “El Mundo”, Pedro J. Ramírez, y de la manera como se regodeaba pletórico con los premios que le llovían, asido a los huevos del rey Juan Carlos y del propio Camilo José Cela.
Muchos de aquellos escritores que estuvieron del lado de la España republicana, acabaron suicidándose; otros terminaron en centros psiquiátricos, la mayoría entró en un estado de decepción, de soledad y escepticismo del cual más nunca se repondrían.
Esta historia comenzó en los primeros años de la década de los setenta cuando me topé con su novela “El Bandido Adolescente”, y entonces me dediqué a coleccionar, leer y releer cuantos trabajos de don Ramón caían en mis manos. Tuve desde entonces la certeza de que algún día lo conocería. Cumplida esa aspiración no hay día en que no lo recuerde, en que no revise sus libros, todos entrañables para mí, e incluso casi siempre sueño con que nos encontramos y que repasamos planes, ideas, pensamientos que durante cuatros años fueron parte de nuestros encuentros y conversaciones. De todos esos recuerdos nació mi novela “Muerte ad Honores”.