AUTOR Y COMPILADOR: Pedro Pablo Pereira
En esta tercera parte del día 14 de enero de 1995, en el que relatamos una visita a Juan Félix Sánchez que le hicimos junto con Sant Roz y su esposa María Fuentes, sus hijas Adriana y María Alejandra, presentamos el resto de la conversación, que merece ser estudiada por todas las generaciones pensantes de venezolanos. Este es un relato crucial en la vida de Juan Félix, porque ya el Viejo se ha recogido en su casa paterna, ha vuelto a sus lares, recibe allí a los turistas, pero está triste e inconforme. Todos sus proyectos se le han derrumbado: no pudo hacer la escuela de telares, ni enseñar cómo se trama con tres lisos, ni cómo se hacen casas o capillas sólo con piedras y sin tener que usar cemento. Tantas cosas. Ahora resulta que después que fue tan estafado, tan humillado y despreciado por todos los partidos, vinieron unos estudiantes politiqueros de la ULA a hacerle una visita y a pretender utilizarlo para fines politiqueros y perversos.
-¿Y qué te pareció Juan Félix esa visita que te hicieron un grupo de estudiantes?
– Bueno, por aquí estuvieron. Porque resulta que yo vine de la clínica, el 6 de junio, día lunes. La señora Gutiérrez me dijo que viniera adelante. Cuando yo llegué aquí a la entrada, unos que estaban cuidando me dijeron que nada, que no me dejaban entrar; entonces nos fuimos para abajo (para la casa de Epifania). Y la señora Gloria gestionó para que me dejaran entrar. Y se hicieron otras gestiones hasta que me metieron. Para ese cuarto únicamente (el que se encuentra frente a la entrada al patio), el resto estaba con candados en todas las puertas. Así estuvimos unos días. Hasta que vinieron unos estudiantes en plan de hacer presión y sacaron lo que tenían en los cuartos y lo llevaron a la Prefectura. Pero más nada. Y me dejaron los candados. Ahora todo está ocupado. Los estudiantes dejaron las llaves y candados tirados por cuenta de suyas. Pero yo digo que la señora Gloria fue la que gestionó para que me dejaran aquí, ya eso de los estudiantes fue un alborotico de lo que ellos hacen rapiditos: más escándalo que otra cosa. Estando yo enfermo fue cuando entró «don Ron» hasta aquí (la entrada al patio) no dentro, como le dije, a ver dónde yo estaba y por qué estaba como estaba, ni nada.
En este momento, aparecieron por la entrada de debajo de la casa, por donde queda un corra, una pareja: un hombre moreno con una mujer bastante blanca, algo regordeta y alta. Era ya la una y media de la tarde, el loro dormitaba, Frijolito estaba echado al lado del perro Prometido, la gallina jabada de copete marrón y sus polluelos se había retirado al pajonal. La pareja dijo, sonriente y como excusándose:
– Venimos haciendo posada. Desde que salimos de la casa hemos hecho unas cuantas visitas.
La impresión natural era que constituían una pareja de casados, algunos turistas, que estaban pasando unos días en San Rafael.
El hombre resultó ser Sinecio Sánchez, el hijo (único) de Juan Félix que vive en Maracaibo y la dama, su hermana, por parte de madre. El señor Sinecio, hombre muy saludable, de casi setenta años, parecía como si tuviera cincuenta, llevaba bigotes y usaba sombrero de panamá y una chaqueta gris.
Sinecio nació en San Rafael, en el año 27; «fui al servicio en el cuartel, y después que salí me fui para Maracaibo en 1957».
Habla la dama, la hermana de Sinecio:
– Sinecio tiene su casa aquí. Cuando salió para Maracaibo él dejó casa aquí. Esa casita queda subiendo de la Prefectura hacia arriba, dos casas; él tenía su esposa y su esposa, maracucha, quiso vivir aquí. Vivieron casi cuatro años; luego ella se enfermó, volvieron a Maracaibo y allá murió. Allá, en Maracaibo, Sinecio trabajaba en la gobernación del Estado. Tenemos a mi mamá allá. Mi mamá es de San Rafael. La casa paterna de nosotros es la que está en toda la esquina de la casa cural vieja. Le han hecho muchas reparaciones por la parte de atrás. Nosotros fuimos los primeros hijos, y después cada cual fue haciendo su vida en Maracaibo. Yo me casé y tuve tres niños y mi esposo murió en un accidente. Levanté a mis hijos pequeños. Ya son hombres y están casados, y me dije: » -Bueno, ahora sí me toca otra vez estarme allá en San Rafael descansando, y a vivir un relax». Nos vinimos a darle calorcito a la casa, a pintarla. Mi mamá tiene noventa años; mi papá si tiene ocho años de muerto. Mi mamá, gracias a Dios no tiene ninguna enfermedad; está muy alentaita; ella se llama Olimpia Sánchez Becerra. Mi mamá lo tuvo a él (Sinecio) estando soltera, con este señor que ustedes ven aquí (señalando a Juan Félix). Después ella se casó con mi papá. Pero como si hubiéramos sido de siempre, unidos siempre en todo. Yo vengo siendo prima de Teresa por el lado de su mamá. La mamá de Teresa es prima hermana de mi mamá. Mi nombre es María Desideria Zerpa de Ruiz. Cruz viene siendo primo segundo de Sinecio. Cruz es hijo de un primo de Sinecio. Es decir que eso es por parte de Juan Félix.
– ¿Y por parte de Juan Félix tienen ustedes otros hermanos?
– ¿Qué sé yo? – contestó sonriente, Sinecio.
– Bueno, él tuvo uno que murió que se llamaba Maximino, exactamente la cara de éste (señalando a Senecio). La madre de Maximino se llamaba Jerónima, de aquí de San Rafael –contestó su hermana.
Para luego agregar:
-Y después tuvo otra mujer, su compañera de toda la vida, Epifania. Se fueron al páramo y vivieron allá cincuenta años.
Se retiró la pareja de hermanos y pasó a la cocina a ver qué había allí para el cafecito o la merienda.
Fue cuando apareció una preciosa joven, de escultural figura, vivos ojos, muy hermosa, acanelada, con unas medias licras negras apenas cubiertas con una faldita, bajo la cual podían verse un pequeño blúmer rojo, era imposible dejar de vérsela, pues revoloteaba por todas partes; iba acompañada de un joven de apellido Schön. La joven se llama Silvia Aray. Le pregunté si era pariente de Edmundo Aray y me dijo que sí. Aquella estruendosa nínfula cambió totalmente el ambiente, y nos desperezamos todos.
La ninfulilla abrumó a besos a Juan Félix y le mostraba frecuentemente una foto a color que ella le había tomado hacía pocos días; estaban de vacaciones y se preparaban para regresar a Caracas. La joven le preguntaba al viejo si le gustaba la foto, hasta que el viejo le contestó: » -Usted me gusta, no la foto». La joven resulta que es bailarina y había bailado hace poco para Juan Félix.
– Tú me dijiste que ibas a traer una guitarra, Juan Félix – le reclamó la ninfulilla.
Estaba por allí el niñito de Cruz, y la preciosa joven le preguntó al viejo si era nieto suyo, a lo que Juan Félix respondió de inmediato: » -Ni lo permita Dios».
– ¿Ni lo permita Dios? ¿Por qué dices eso?
– Pues claro; no quise tener hijo, mucho menos nieto.
Silvia, sin dejar de reír, protestó:
-¿Por qué, chico? ¡Ah! ¿Por qué? ¿Por qué no quieres tener nietos?
-¿Quién, este diablito? – preguntó Juan Félix, contemplando la foto.
-Esa soy yo, ¡epa, vale! ¿Qué te pasa?
-Resulta que está muy bien – dijo tocando a Silvia -, mejor que la foto.
– ¿Qué quieres que te traiga de Caracas?
– Una Silvia como tú. Tráeme una Silvia de Caracas, y quedo yo en santa paz.
Entonces Silvia, la alocadita nínfula de Silvia, le solicitó a Juan Félix un mensaje para los artistas. Claro, Juan Félix no es hombre de mensaje, pero tratándose de Silvia él dijo:
– Que cada cual haga lo que pueda. Ese es mi mensaje.
– ¿Tan cortico?
– ¿Para qué más?
Y volvieron los abrazos, y los amagos de despedida, se dieron otra vez muchos felices años nuevos y Silvia se fue y nos dejó a todos tristes y pensativos. Y pensé en Juan Félix, en su juventud y sentí que él la añoraba en aquel momento más que nunca, como quizá todos los que ya habíamos remontado los cincuenta años. Que la vejez es dolorosa y melancólica. Y estando tristes, vino y se acercó a nosotros Cruz Sánchez. Seguía el tal Cruz con una cara adusta y cariacontecida, entonces dijo que él estuvo trabajando cuatro meses como guardaparque por la laguna La Victoria, y que no le había ido bien. Que también iba a dar una vuelta por El Tisure. Pasó un mocetón, blanco, fuerte y alto, que le pidió la bendición a Cruz y siguió para la cocina. Luego supe por Cruz que Martín Balza estaba trabajando para una oficina para atender turistas por los lados de la laguna de Mucubají. En realidad, Cruz no teje como Martín, ni mucho menos; él quiere dominar bien el arte del tejido usando tres lisos como lo sabía Juan Félix.
Después terció la conversación por otros lados, y Cruz dijo que Álvaro Varela le quedó debiendo una plata al Viejo; que ellos, Álvaro, Martín y Planchart formaban un círculo muy hermético. Entonces agregó Cruz:
-Lo que pasa es que mi tío hace negocios y a uno no le dice nada. Ahora días, hace poco, vino esta gente de Inparques junto con Martín Balza con la idea de que Juan Félix les cediera El Tisure. Ahí sí le dije yo: Fíjate lo que te han hecho con lo de la casa. Siga de pendejo. Fue por eso que no aceptó. Martín era de los más interesados. Vino y trató de convencerlo junto con otros herederos de la región de El Tisure, varios de ellos familia de nosotros: Antonio Sánchez, Florencio Sánchez, Cheo Sánchez, Celestino Sánchez… Hijos del finado Suspicio. Menos mal que no volvieron más.
Era suficiente por aquel día. Eran las tres y media y las niñas tenían hambre; no sabíamos si Héctor Mancera había llegado de Mérida, y decidimos buscar algún restaurant. Nos metimos en uno que está un poco más arriba de la Capilla de piedra. Había una familia sentada en el enfrente y preguntamos que si el restaurant estaba funcionando y la gente nos contestó que no; luego cuando nos íbamos, dijeron, » -bueno adéntrese». Había sólo sopa de pollo y de arveja, arepas de trigo y queso, y nos conformamos. La muchacha que nos atendía, dijo que no querían abrir porque se sentían cansadas, y les contesté que entonces había pocas necesidades en San Rafael, que si a la gente no le hace falta trabajar si no por las temporadas altas, que eso les da para vivir por varios meses. Cuando pedimos leche, nos dijeron que tenían flojera de buscarla en el corral, que mejor pidiéramos otra cosa. Y cuando fuimos a pagar, resulta que los precios fueron remarcados con un incremento de cuarenta bolívares por cada plato.
Salimos de allí a visitar una posada que nos habían ofrecido a 3.500 Bs. la noche, llamada El Rosal; luego que nos la enseñaron dijeron que el precio acababan de modificarlo y costaba 4.000. Fuimos entonces a despedirnos de la hermana Ana María y a ver si Mancera había llegado. El pueblo estaba solitario y se percibía en las lomas cercanas el efecto del verano; los colores opacos y grises, y se percibía la chamusquina feroz sobre las hojas de muchas matas achaparradas. En el camino vimos unos cuatro borrachos tirados en el piso. Pasamos por la casita de Epifania y vimos gente en la entrada. Como que la alquilaron, la casa de Epifania, y cuando llegamos a la casita de la hermana Ana María, vimos de inmediato, salir del fondo oscuro de la sala, a nuestro amigo Héctor. Gracias a Dios que no teníamos que volvernos tan pronto a Mérida y así podíamos visitar una vez más a Juan Félix. Mis hijas sentíase entusiasmadas, lo mismo Pedro Pablo que no dejaba de reír. Otra vez apareció la señora Matilde, la que había estado asegurando que Mancera no llegaba. Pronto me enteré, de que efectivamente la señora Matilde le participó a la hermana que si yo dejaba el carro en el frente de la casita que ella le había alquilado, no olvidara que el terreno era de ella y que debía por tanto pagarle 500 Bs.
Lo más elocuente que por allí había, era un inmenso portón, al lado de un puente, que cerraba el camino hacia la casa de Mancera, y que estuvo en litigio en los tribunales. El caso lo había ganado Mancera, pero como la gran mayoría de nuestros jueces son tan vendidos al capital, el que colocó el portón los había recomprado con obsequios, y lo volvieron a cerrar. Esta es una historia tan infame que enferma tener que retarla. Yo me acerqué al enorme portón y vi cómo se había desprendido parte de la base de concreto del puente para impedir que nadie pudiera colarse por los lados laterales.
De modo que subimos por un camino de piedra que es la misma vía que conduce hacia El Tisure. Pasamos por frente la casa de Liborio, el viejo contemporáneo de Juan Félix, hasta llegar a un pequeño desvío que lleva hacia el cruce del río. Nos encontramos con un travesaño de concreto que en el pasado servía de puente, pero que una fuerte inundación destruyó por completo. Se había partido el travesaño y la gente que cruza debe tener buenas piernas para saltar y remontar una cuesta para luego descender por un trampolín de laja enclavado al otro lado del arroyo. Allí comprendí por qué la hermana Ana María se excusó de acompañarnos y pasar con nosotros unos días en el albergue de Mancera: » -El paso de ese puente roto no me gusta», dijo. Es imposible que la hermana Ana María pudiera remontar esa enorme abertura. Yo temí por mi señora esposa, María, y me preocupé por las niñas también. Yo en otros tiempos pude haber denunciado esto por la prensa, pero como estoy vetado en todos los periódicos… Iba pensando meterme en otros líos, y diciéndome que ese era mi destino o mi karma. Seguí ascendiendo con el malestar de la altura y del mar de injusticias en la que debe vivir uno en Venezuela, tragando desgracias. Pensé en monseñor Baltazar Porras, en el cobarde, el debilucho, traidor y falso de Baltazar Porras, que despidió al doctor Eurípides Moreno e impidió que yo siguiera escribiendo por el diario El Vigilante; pensé en el servil de mandones ricos de Mérida, Luis Velázquez Alvaray, el masista que impide que varios profesores de la ULA podamos publicar nuestros artículos por el diario Frontera; pensé en el Consejo Universitario que publicó un remitido procurando amenazar a los que les criticaran, y también pensé en Eduardo Osorio, el nuevo director de El Vigilante, pobre Osorio que el día que le llevé un artículo, se excusó diciendo: » -Tengo que admitir que yo aquí soy un instrumento». Y pensé también en el diario El Nacional, que se negó a publicar la respuesta que le di al artículo de José Ignacio Cabrujas. Y también el diario El Globo me cerró sus puertas. Y también…
Y con estos pensamientos llegué a Las Calas, el albergue de nuestro amigo Héctor, la posada más alta de Venezuela. Hacía una tarde brillante y podían verse en todo su esplendor el picacho Las Viejas, los caminos que conducen a Torondoy,… las heridas, el desgaste en las enormes vertientes de esas montañas que rodean a San Rafael, y en la que Héctor dice que aterrizan extraterrestres. Yo le dije a Héctor: “-Pero mira, reconoce a este extraterrestre que está a tu lado. Yo, Héctor soy un maldito extraterrestre”.
El verano hacía sus estragos, pero el jardín de Las Calas nos saludó con afecto: gladiolas, dragones, romero, margaritas, hinojos, novios, santamarías; el agradable olor a menta que desprenden algunas plantas de oreganón; un enorme Siote nos saludaba desde la rama de un cínaro, que yo creí se trataba de un gavilán; se posó a pocos pasos de nosotros y apreciamos su hermoso plumaje. Ordenamos nuestros equipajes en los cuartos y mientras Mancera y Pedro Pablo bajaron al pueblo, fui con mi mujer y las niñas al río. Nos sentamos al lado de un pozo a ver correr el agua y nos entretuvimos tirando piedras a ver quién llegaba más lejos; me sentí animado como para darme un chapuzón y me desnudé. Y me metí, ¡Dios!, qué sacudón hasta la médula la bendita y sagrada agua de los páramos. Las piernas como atravesadas por agujas; me sacudía, brincaba, me golpeaba el cuerpo, pero así y todo logré renacer de todas las malas horas pasadas…
A la hermana Ana María, me contaría luego Mancera, le robaron un termo; el robo fue ordenado por un cura, y lo ejecutó un tal Olinto Monsalve. Y otro sacerdote, indignado por la entereza de la hermana que fue los acusó ante la Policía, salieron a decir que la ladrona era Ana María y la denunciaron ante la DISIP. De modo que un día la hermana Ana María se encontró rodeada de agentes de la policía política y la iban a llevar presa, cuando apareció Pocho (ahora director del hospital y de la Casa de la Cultura Mucuchíes), quien impidió tan bochornosa acción. La Iglesia venezolana nunca ha sido una gran cosa, pero con el despelote moral de estos tiempos han mostrado unas agallas, unas garras de lo más repugnante; ya se sabe cómo cunden como buitres por nuestras ínclitas instituciones, sobre todo cuando se encuentra dominadas por barraganas; y cómo se muestran de melosos, serviles, bajos y canallas ante los poderosos.
El interés de estos miserables curas que no se ocupan de la fe ni de las cosas del espíritu en San Rafael, era obligar a la hermana Ana María (que lo lograron), desalojarla de la casa parroquial. Lo que indigna a estos curas, que merodean como hienas hambrientas para cogerse lo que puedan, es la posición honesta y bondadosa de la hermana Ana María hacia los más menesterosos. Nos cuenta Héctor que esta hermana idolatra al Comandante Hugo Chávez, lo que recrudeció aún más el odio de los curas del sector contra ella.
Por otro lado, bandas de truhanes politiqueros de este pueblo de San Rafael odian a la hermana Ana María, porque “carece de autoridad religiosa”.
Todo un infierno.
Recordamos que por maldad tan penetrante este pueblo de San Rafael, desde hace mucho tiempo carece de curas, y los que llegan son puros curas sueltos. Desde que «mataron» con intrigas y calumnias al cura español que aquí oficiaba nadie quiere encargarse de las almas fantasmagóricas de este pueblo de San Rafael; se dice que el cura español maldijo al pueblo. Mancera nos dice, que una noche que salió al patio vio una enorme V llena de fuego en el firmamento y que no le cupo la menor duda de que era la maldición que el padre español al que habían matado por un pleito de faldas.
¿Pero será que la susodicha maldición está tocando ahora a Mucuchíes, donde hay un pleito horrible entre el alcalde Avelino Villarroel y las monjas de la congregación Cardenal Quintero?
Pasé la noche en vela, repasando los detalles que me habían sucedido durante el día: «la gente se endurece, lo va endureciendo la vida; cuando visitaba a Juan Félix en la casita de Epifania nunca faltaba el cafecito, el calor de esa atención antigua y tan hermosa, ahora es distinto…”; llegué a creer que tenía fiebre; los ojos me lagrimeaban, me dolían y ardían; la tensión ocular a lo mejor la tenía por encima de treinta. ¡Qué frío más intenso!
Por la mañana, en el patio, unos trapos húmedos que Mancera había dejado para que se secaran aparecieron llenos de escarcha y de hielo…
14 -1 -1995: Creo que me ha dado mal de páramo; sentí náuseas y una fuerte puntada en la frente. Desayunamos pues, en la posada Las Calas, la más alta de Venezuela: arepa de trigo, huevos revueltos, queso ahumado y un buen chocolate caliente. Luego bajamos al pueblo, porque Pedro Pablo tenía que regresar a Mérida y nosotros aprovecharíamos el día para conversar otro rato con el Viejo, y para que las niñas cambiaran de ambiente, ya que durante las vacaciones de diciembre nos las habíamos pasado encerrado entre las termopilas de cemento del conjunto residencial Cardenal Quintero.
Estuvimos haciendo una corta visita al patriarca Liborio, y luego pasamos a saludar a la hermana Ana María. La pobre hermana me llamó, y me mostró unos papeles del Centenial Bank, la mampara que inventó la potentada banquera, mujer de Brillembraug, para coleccionar dólares. La agencia invisible con «sede» en Miami, del banco Metropolitano y que estafó millones de dólares. La hermana Ana María perdió allí doce mil dólares, y nadie asume esta responsabilidad y no hay culpables. Esa es Venezuela, señores, y un día alguien tendrá que entregar cuentas de tantas injusticias.
Salimos al frente de la casa de Ana María y en todas partes nos aparecía como un duende la tal Matilde, tratando de saber qué haríamos, cuántos días nos quedaríamos y si sería demasiado o poco que le pagáramos 500 bolívares por dejar nuestro carrito frente a la casita de la hermana Ana María. Apartados un poco de esta mujer, la hermana me contó: » -Usted cree que yo puedo ir mañana a misa. Imposible; la dueña de la iglesia es Teresa».
Resulta que Teresa y algunos miembros de su familia se han convertido en dueños del pueblo: poseen posadas, ventas de comida y ahora son dueños también de la Capilla y de la Iglesia, y hasta tienen el poder de dejar entrar a la Iglesia únicamente a la que ella quiera. Un día la hermana tuvo el atrevimiento de ir a misa, y le robaron varias partes de su jeep.
La hermana me contó que esa vaina que llaman «Obras Pro-Niños del Páramo» que tanta propaganda tiene por radio, prensa y televisión es una gran estafa. Que este año no trajeron para los niños del páramo un sólo juguete, y eso que reciben millones. Que ella quería solicitar en Caracas que no siguieran promoviendo esta propaganda porque constituía una ofensa y un crimen contra la razón, contra las obras pías y la bondad del pueblo. A mí nada de eso me extraña, que sé que hay pocos ladrones y malvados en este mundo comparables a los entroncandos con la cúpula eclesiástica. Me dijo que había tratado este asunto con el Dr. Rodolfo Santiago en Caracas, encargado de este programa, y que ninguna respuesta ha recibido. Me pidió que le ayudara a saber por qué había sucedido esto, y que hiciera yo lo posible por comunicarme con la señora Carmen de Salazar, en Mérida.
Luego supe, que cuanto cura pasaba por San Rafael, uno de sus divertimientos preferidos era vejar a la hermana Ana María, precisamente porque en ciertas ocasiones la hermana había tenido el atrevimiento de hacerles ver el poco afecto y hasta la repugnancia que sienten por la gente pobre. En fin, dolores tras dolores, vileza, infiernos y trastornos por doquier. Lo peor es cuando la gente cree que uno puede hacer algo y te cuentan todas estas tragedias terribles siendo que uno no puede resolver nada sino hacer anotaciones en un diario, que a la vez a lo mejor nadie llegará a leer.
Nos despedimos de Ana María y nos dirigimos a la casa paterna de Juan Félix Sánchez.
El pueblo, como casi siempre, ya cerca del mediodía, estaba sumido en la mayor desolación; ni siquiera un perro se veía en la calle. El frío era tan intenso por la mañana, que por esta época apenas a las 8:30 comienzan a salir los primeros rayos de sol; las casas calientan un poco a eso de las once; al entumecimiento hay que vencerlo también envolviéndose en mucha ropa de lana y consumiendo alimentos grasos, bebiendo harto chocolate y café calientes. Los propensos a sufrir con facilidad el mal de páramo, no salimos del cansancio, algo de dolor de cabeza y de un poco de náusea. Y yo, que leyendo el libro de Carlos Chalbaud sobre la Sierra Nevada, tan entusiasmado, me he estado haciendo ilusiones para coronar el pico El Toro. Con cincuenta años a cuesta; y he sentido vergüenza al saber, que unos alemanes de setenta años de edad, lo escalaron. Es que bicho de los llanos con páramos, no pega…
A Juan Félix lo encontramos otra vez llevando sol. Allí nos reclamó, por qué no volvimos ayer por la tarde.
– Qué va viejo, uno no está hecho de palo de cínaro como tú. La altura nos golpea. Lo mío son los matorrales del Guárico, las costas de Falcón, esto del páramo nos golpea mucho.
Nos acomodamos como pudimos en un rincón, y empezó la conversa; ya el viejo quería que revolviéramos la lengua y quería que le quitara el sombrero en son de broma, como en ocasiones lo hacía (un verdadero muchacho). Le dije que se quedara tranquilo, que el día estaba muy frío para andar con vainas; me contestó que le quitara el sombrero y me lo pusiera yo, que él se encontraba fuerte. Preferí embromarlo por otro lado; le insistí en que esa «gruta» de la Virgen de Coromoto, no es fea sino ordinaria. Que allí no hay la menor pizca de arte, mucho más cuando lo han hecho con cemento.
– Oye – le digo-, eso no sé si llamarlo sino un promontorio de piedra sin arte, chico.
– Ya vienes con vainas. Es verdad. ¿Y por qué gruta?
– Yo no sé. Más bien llámalo nicho.
-¿Cómo? ¿Miche?
– Mejor.
– Eche vaina. Eche vaina.
– Te gusta.
– Sí.
Entonces le señalé el palo que había traído William Cariú, el cual, como dije, era muy torcido, engarabatado, y tenía una notable hendidura. Le dije al viejo que más le valía colocarlo allí, porque eso sí era una verdadera gruta natural, para una pequeña Virgen de Coromoto, además de plástico, que se hallaba en el «piedrero». Quedóse largo rato pensativo, miraba hacia el «piedrero» y luego hacia el palo; se sonreía, asentaba levemente con la cabeza.
– Me gusta lo que yo hago -tuvo que admitir-, aunque sea tuerto o derecho, feo o bonito. Lo que hace otro no me cae; no quedo contento.
Observaba que algunos familiares del viejo, andaban un poco mal encarados, tal vez por lo que yo había dicho sobre la fulana «gruta».
-Así viejo, que tanto trabajo para levantar esta «gruta», cuando ya aquella del palo estaba hecha. Allí queda muy bien tu homenaje a la Virgen.
– Claro -. Y se reía: «Tanto trabajo…».
Y volvía a mirar de uno y otro lado.
Fui y coloqué la pequeña Virgen de Coromoto en el hueco de la raíz; el viejo se quedó contemplándola fijamente; como si quiera salir de la silla y hacer unos arreglos, porque hacía falta colocarle como una base. Me señaló que la dejara allí.
Pasamos un rato conversando sobre lugares que en otros tiempos se conservaban nevados permanentemente, como la Sierra de Santo Domingo, y por donde Juan Félix pasó muchas veces; porque yo le pregunté, influenciado por el libro de Carlos Chalbaud, si él nunca había tenido interés en escalar el pico Bolívar; me contestó que tenía muchos picos por este lado de la Sierra a los cuales yo tenía que prestarle atención.
Añadió Juan Félix:
-Yo estuve en Santo Domingo. Cuando uno está allá pareciera que se rueda, se solcama. Estuve por esos lados buscando unas ovejas, y por cualquier motivo me entusiasmaba y subía al pico. Iba solo, por los filos… recorriendo los filos. Me quedaba por ahí en unas cuevitas y pasaba la noche.
– ¿Y por esas agujas de Las Viejas, llegaste a subir?
-Sí. Por allí estuvo un extranjero que trabajaba en Mifafí; estuvo este hombre desbaratando una peña hasta que consiguió esmeraldas, y no siguió buscando más. Dejó quieto eso. Más nadie ha procurado buscar piedras de esas. Luego se fue a Mucurután y allí murió. No hace tanto. Ahora, por allá – señalando hacia Efafoy, el camino antiguo que iba para el Cabezal – yo he visto granate, para el piso, se camina, y algunos lo sacaban de una peña que llaman furungo. Usted se acuerda en El Potrero (en El Tisure), de donde baja el agua de la cascada. Por allí hay un camino que lleva a una cuesta muy bonita, baja uno a Efafoy, sigue uno el camino antiguo que lleva para El Carrizal y se encuentra uno mucho granate. Hay de muchas clases: flojos, duros, brillantes.
Dejamos tranquilo al viejo, pues era hora de almorzar para él, y Cruz esperaba para llevarlo a la cocina. Cuando nos íbamos, encontramos a Teresa, quien nos invitó a la paradura de la Capilla, que se realizaría esa misma tarde, pero como encontrábamos inconveniente por la hora, nos disculpamos al no poder complacerla.
Subimos a casa de Mancera; la tarde era gris y me sentía triste. Enormes manchas opacas y amarillas cubrían la vega; el ganado pastaba por las laderas, y el yerto campo, la soledad, el frío, todo envuelto en la quejumbre del río, me empujo al cuarto, donde puse música y me serví vino para amacerar los pensamientos que me invadían. Leí algunas páginas del libro de Luis Martín Guzmán “El águila y la serpiente”, encendí la chimenea, y como a las diez me eché a la cama. Pasé la noche en vela: “multitud de escenas de viejos recuerdos se agolpaban en mi cabeza. Recordé aquel teatro de Las Mercedes del Llano construido por un italiano de apellido Casalino que se inauguró con la primera película en cinemascope en la historia del cine: “El manto sagrado”. Y que entonces en plena película me dio un terrible dolor de muela y corrí a la bodega de mi padre, que quedaba frente al teatro, y apreté contra la muela dañada varias pastillas de cafenol, y tuve ganas de vomitar, pero no quería perderme la película, por cierto, protagonizada por Richard Bulton…”
UNTAL SANT ROZ (89): Si te entregas a la creación imaginaria perderás muchos amigos y quizá a tu familia
15 -1 -95: Me encuentro aún en el páramo, en el pueblo de San Rafael de Mucuchíes. Se ha desatado una gran pelea en este pueblo porque un grupo de jóvenes no quiere que San Rafael se vuelva llamar “de Mucuchíes” si no del Páramo. Piensa este grupo llevar el caso ante la Corte Suprema de Justicia y hasta la Celestial (en el Arzobispado de Mérida). Hoy, a las seis de la mañana he visto el termómetro y la temperatura está rondando los cinco grados centígrados. Tengo encima tres suéteres y una ruana. En la posada de Héctor Mancera “Las Calas” he tratado de calentarme un poco yendo de la cocina a la sala, de la sala al patio, deseando que los rayos del sol nos sacudan un poco. Qué valor el de Mancera, viviendo solo en esta inmensa casa, donde lleva diez años; él sube las bombonas de gas por una cuesta de más de un kilómetro; él subió bloques y sacos de cemento; haciéndose fuerte al frío, a las inmensas dificultades. Héctor Mancera es un hombre admirable: nació en Caracas hace cincuenta y un años, de familia rica, vivía en la Florida, una de las zonas de los ricachones de la capital. Siendo muy niño murieron sus padres, y junto con sus hermanos, y desenvolviéndose en un ambiente plagado de prejuicios burgueses, su educación quedó a cargo de una tía. Parte de su bachillerato los hizo en Bogotá, donde vivió cinco años; luego estudió diseño gráfico en Inglaterra y trabajó como mesonero durante un tiempo en Nueva York. Con unos pocos dólares, salvados de la debacle del viernes negro de 1983, compró un pedazo de terreno en San Rafael; luego, su hermano Gerardo adquirió otro trozo más abajo, y ahora viven retirados del mundo. A Héctor se le nota la clase aristocrática: su buen tono para todo, una delicadeza de artista en cuanto emprende; él ha levantado esta inmensa casa que ocupa más de cuatrocientos metros cuadrados de construcción, cargando a veces desde San Rafael, como he dicho sacos de cemento, ladrillos, baldosas, tejas, inmensos troncos que forman las columnas de la estructura, además de todo lo concerniente al mobiliario y lo necesario para la alimentación; todo esto a pie y por cuestas tremendas, plagadas de obstáculos. Ha terminado pues esta breve visita a San Rafael; me he despedido de la monja Ana María, de Juan Félix y Epifania.
Regresamos a Mérida para batallar este año que no se presenta sino en medio de un escabroso horizonte: el país quebrado, el petróleo por los suelos, la autoestima destrozada, los partidos políticos envilecidos, sin programa ni proyecto para definir un nuevo horizonte.