AUTOR: Pedro Pablo Pereira
(EN LA FOTOGRAFÍA APARECE FRANCISCO JAVIER, EL PADRE DE SANT ROZ, UN CUBANO Y DOS ESPAÑOLES REPUBLICANOS QUE ESTABAN ALOJADOS EN EL HOTEL «EL RAMAJE», EN LAS MERCEDES DEL LLANO… EL NIÑO ES SANT ROZ…)
Los guariqueños, especialmente los sanjuaneros, tenían una manera muy peculiar de ponerles sobrenombres a las personas. Puede decirse que cada muchacho llevaba un mote, en ocasiones horrible, que lo marcaba hasta su muerte. Creo que eso ha ido desapareciendo. Me vienen a la memoria amigos como los hermanos Pancho y Nicolás Dorta, a los propios Flores y a los Ávila. Los Dorta era una familia extraordinariamente cordial y como si fuese familia de todos los que le conocían. Nicolás y Pancho Dorta tenían una hermana, Ana Cecilia, de una hermosura fulgurante que verla era quedar marcado para siempre; se desempeñaba como maestra en la escuela “Dos de Diciembre”. Era Ana Cecilia, de mediana estatura y proporciones milagrosas que cuando aparecía o se desplazaba era la propia luz del sol despejando y dándole forma a la imaginación y a los sentimientos; parecía ir flotando sobre una estela de mar, blanca, de pelo negro largo y lacio, facciones modeladas por un Miguel Ángel, perfectas.
Esa era la casa de los Dorta, y al salir de allí estaba la barahúnda chocarrera de la calle con sus líricos vagos y aventureros, con los cuales uno amanecía echando cuentos. A un Lorenzo le habían encasquetado el sobrenombre Cuca e´ Perra, y él lo llevaba estoicamente, sin molestarse al menos, y no había manera de llamarlo ni de referirse a él que no fuera de esa horrible manera. Por allí también estaba un muchacho, Ramón Hernández, quien cargaba con el mote de Cochina Brava. A José Flores, hijo del señor Juan Flores, lo llamaban Corito, y a su hermano le llamaban Huele Peo. Yo fui muy amigo de todos ellos y sobre todo del joven Ovidio Hernández, mejor conocido como La Pulga. Entre otros que fueron del grupo de los vaguitos del lugar encontramos a José Hernández llamado Frasco e’ Leche y a José Ron mejor conocido como San Cabezón.
Ana Cecilia fue la primera mujer joven que vi en la plenitud de sus infinitas y líricas formas y mi perplejidad al mirarla fue como si me estuvieran descubriendo todo un drama de la vida que se encontraba profundamente oculto. Me desquició aquella belleza luminosa que por cierto yo veía acicalarse frente a un gran espejo: con sus piernas muy bien torneadas, pechos erectos, iridiscentes porciones ilíacas, yo, niño de once años sin sentirme para nada abusador sino más bien desconcertado, en medio de una gran conspiración del mundo contra mis incipientes sentidos. Podía en medio de aquella gran consternación, contemplarla sin culpabilidad alguna, y ella que sabía que yo estaba allí con mis ojos redondos, estaba disfrutando de mi inocencia y desconcertante alucinación. Por aquel sólo hecho, yo solía visitar los Dorta, que me acogían como otro más de la familia y por supuesto desconociendo en esencia, las verdaderas razones de mi presencia, que no eran para buscar a Nicolás o a Pancho.
Ana Cecilia Dorta era una mujer (de unos veinticinco años) con sus dotes naturales y tan llamativa figura, inevitablemente coqueta. A mí, en esa época, en todo caso, lo que quizá me impresionaba era la sublimidad absoluta del ser llamado mujer, que hasta entonces desconocía. En esas proporciones infinitas y misteriosas. Si existía en mí un incipiente, digo, sentido de lo erótico, habría huido, quizás; no lo sabía para nada, sólo me quedé deslumbrado por esa luz tan intensa como llamarada de ángeles o mariposas, advirtiéndome de una lucha feraz y feroz en mis yoes también apenas iniciales por ir descubriendo el milagro de la complementaridad de la vida a través de esa Eva que estaría esperando por mí compañera. Ana Cecilia mostraba un especial cariño hacia este carajito de once años llamado José (ya había dejado de lado el Manuel), y a quien ella le trataba tan cariñosamente. En la Escuela “Dos de Diciembre” donde yo estudiaba con algún pretexto iba y la saludaba solo para mirar su sonrisa y llevarme su imagen dulce en el corazón y en la sangre. Un día, al salir de clases, vi a un hombre que la esperó a dos cuadras de la escuela, un tipo de flux y sombrero de copa, un pachuco como decía uno, haciendo su trabajo de Casanova. Tenía aquel canijo tipo, un carro Packard de lujo, con espaciosos y mullidos asientos de cuero. Tener un carro entonces era signo de estar en la onda del progreso y la fortuna. Sintiéndose tal vez un poco insegura, viendo que yo siempre la estaba rondando, Ana Cecilia, en aceptando una invitación de aquel galán, y no irse sola con él, me invitó a pasear (sin duda como una especie de chaperón). Enrumbó aquel caballero hacia las afueras de San Juan, hacia Villa de Cura, yo asomado a la ventanilla recibiendo el aire y sintiéndome parte de una misteriosa y excitante aventura. En aquellos espaciosos asientos me echaba luego a mis anchas y me ponía a soñar, en la odisea vertiginosa de los encantos del paisaje, viendo el maravilloso monumento natural de los Morros. En algún bar del camino se detuvo aquel soberbio Packard, y el caballero me ofreció refrescos y golosinas, invitándome a que me fuera a recorrer una laguna cercana donde había un criadero de peces y tortugas. Mi mente estaba en todo menos en lo que lo que veía. Algo, sibilinamente, intuía de aquellos encuentros, para luego ser reforzado más misteriosamente por Ana Cecilia cuando me pedía que por amor a Dios no se lo fuese a contar a nadie. Yo siempre supe guardar muy bien aquellas escapadas, que durante un tiempo, de tarde en tarde, siempre se hacían a los mismos lugares, no dejando de herirme, y hasta ofenderme, el hecho de que no ser yo el verdadero protagonista o la razón de ellas; considerando, no sé por qué, que aquella belleza sobrenatural e inefable, con ramalazos de hechizos o sortilegios, debía ser mía, pertenecerme por el derecho imponderable de sentirla o conocerla mejor que nadie, y por consentimiento de los dioses y los cielos. HISTORIAS…