AUTOR Y COMPILADOR: Pedro Pablo Pereira
9 -10 -1995: Continúa sin posibilidad de solución el paro universitario. Ya uno no sabe cuándo está o no en paro. He estado estudiando matemáticas a tren forzado ante la posibilidad de que tenga que viajar a España el próximo año. Me gustaría dictar un curso de Teoría Combinatoria en la Universidad de Cádiz, donde sería recibido como profesor visitante.
He estado arreglando centenares de papeles de Argenis, para ver si recojo sus memorias.
Qué poco tiempo nos concede la vida para arreglar todos nuestros trajines en memorias. A la final todo se pierde, se olvida, y quizás sea mejor así; quizás esto sea una necesidad de la naturaleza: que cuanto uno hace o viva polvo se vuelva.
18 -10 -1995: Se están cumpliendo 50 años de la llamada “revolución” del 18 de Octubre de 1945. Los adecos andan muy callados y muchos que dicen odiar a los adecos, pero que también lo son por naturaleza y gentilicio la misma cosa, critican terriblemente este crimen en contra de Isaías Medina Angarita. ¿Por qué Rómulo Betancourt nunca quiso celebrar su fulana revolución? Esto es bien insólito. Y Manuel Caballero se calla también. Los adecos siempre han sido inconsecuentes con sus obras.
El doctor Uslar Pietri también es adeco, tan adeco como Caldera. AD es el partido que supo interpretar el factor cobardía de la sociedad venezolana para mejor convivir con ella.
El doctor Uslar Pietri, ha vivido treinta y cinco años criticando a los partidos de esta democracia, pero compartiendo con ella sus brindis, sus jaranas y homenajes.
¿Cuándo hemos visto al doctor Uslar criticar las amenazas, los abusos, el monopolio cultural y la mafia intelectual que aquí en nombre de esa misma democracia ha impuesto quienes dirigen el diario El Nacional, por ejemplo? En estos días El Nacional está llevando a cabo un insidioso y brutal ataque contra Oscar Zambrano Urdaneta, presidente del CONAC, precisamente porque no se muestran abiertamente a favor de las peticiones que la directiva de este periódico exige para sus propios intereses. Lo están chantajeando y lo más seguro es que Oscar Zambrano Urdaneta se deje chantajear. Es de los chantajeables.
La huelga universitaria continúa sin solución. Grandes masas de imbéciles “jóvenes”, que se han trasladado en autobuses de las universidades nacionales, han participado en una marcha en Valencia; piden mejor presupuesto para un grupo de una elite de mediocres, que todo lo derrochan y lo malbaratan, y para que así tengan a su antojo cuanto han despilfarrado, para seguir viajando, para seguir recibiendo jugosos viáticos en dólares preferenciales y continúen con la estrafalaria mentira de que hacen investigación que a fin de cuentas para nada favorece nuestra Nación, eso que llaman “desarrollo” que es otra vileza del mismo modernismo.
Ayer, en medio de la angustia y la desesperación, por esta criminal paralización de la universidad nacional, estuve pensando escribirle una carta al ministro Antonio L. Cárdenas, para proponerle una solución y erradicar para siempre el morbo y la pertinaz perturbación de las huelgas en educación. La idea era la de proponerle una intervención de las universidades, dirigida por un grupo de profesores de la misma universidad, con cierta calidad moral, como Francisco Rivero, Oswaldo Araujo, Antonio Tineo, Jesús Rivero, etc., y que se realizara un severo estudio del inmenso capital que se le entrega a estas instituciones y que dilapidan sin producir nada sustancial.
Ya no es posible que la universidad siga subsidiando a esa gran cantidad de holgazanes que nada estudian y que nada aportan a la nación. Que se elimine a esa guarida de docentes cretinos y ociosos que viven refugiados en los gremios, que nada crean, que nada estudian ni dan clases y que también desperdician enormes cantidades de dinero aprobados por el gobierno nacional.
Pero luego me di cuenta de que al ministro no hay prédicas que le llegue en este momento; mucho menos pondrá atención a algo que yo le proponga, siendo que le he criticado su administración con bastante dureza. De modo que es inútil pensar y tratar de buscar soluciones serias en un país donde no se piensa y donde precisamente nadie quiere buscarle soluciones a nada. Porque en el fondo de todo este desastre, tanto Caldera como su ministro de educación son idénticos a los sindicalistas, a la canalla gremialista descerebrada y parasitaria que carcome a la nación. Por eso, por eso mismo nada puede cambiar este país.
7 -2 -1996: Me entero, hoy en la mañana, cuando me dirijo a la Facultad, que el país vive en un estado impresionante de rumores; es muy probable que no suceda nada, pero ésta es la única manera que le queda al pueblo para vengarse de un gobierno imbécil y estúpido, dirigido por un octogenario hipócrita y rapaz.
Cuando subía, a eso de las nueve de la mañana a la Facultad, un piquete de policías, apostados en el grupo de semáforos que están cerca de las residencias Domingo Salazar, impedía el paso. No había ningún tipo de disturbios, todo estaba en calma, y cuando me acerqué para solicitar el paso, dos agentes con fusil en mano se me atravesaron. Llevaba a mi pequeña María Alejandra, quien comenzó a llorar y a dar gritos de que me iban a matar. Le pregunté a uno de los policías por el oficial que los dirigía, pero no supo explicarme nada. Le dije que no estaba sucediendo perturbación de ningún tipo, y que esa actitud estimulaba la acción de los encapuchados, y que yo tenía que ir a mi oficina de trabajo. Que estaba harto de tanta perdedera de tiempo. “-Hay una marcha – dijo uno de los policías, y me hace el favor y se retira”; me sentía indignado por este SABOTAJE contra el país donde nada funciona, donde nadie trabaja, donde nadie piensa; joder, y vivir en una perenne ociosidad y vagancia, y horrible estrechez mental. Era inútil hablar con estos tipos, y decidí desobedecerles y traspasar la valla; por el espejo retrovisor, vi como uno de los agentes hizo el amago de apuntarme, y aceleré: ¡Al carajo! Cualquiera, lo sé, podría decir que era un monstruoso irresponsable sabiendo que llevaba a mi hija María Alejandra, pero este tormento, esta tortura se vienen repitiendo desde hace años, y cada vez de manera desesperante, desquiciante. Qué estupidez la mía…
En la Facultad me encontré con un grupo de colegas indignados por la actitud de la policía que estaba impidiendo el paso en Las Domingo Salazar, interrumpiendo las actividades docentes y administrativas; entonces, a la hora, me dirigí al centro de la ciudad, pero esta vez tomando por Los Chorros donde no encontré tranca ninguna; opté por dirigirme a la radio y di unas declaraciones, donde aseguraba que algo muy raro estaba sucediendo, y que se percibía que el gobierno estaba decidido a recrudecer el estado de tensión en el país con intervención del aparato militar y policial. Todo esto en medio del enorme hervidero de los rumores que llegaban de Caracas. Algunos estudiantes me preguntaron si el golpe contra el anciano Caldera era inminente, y les contesté: “no piensen tanto en golpes muchachos y pónganse a estudiar. Que nos lo vaya a coger un golpe en cueros, sin conocimiento ni capacidad para encarar las difíciles circunstancias que nos pueden sobrevenir…”.
No creo ya en ninguna clase de rumores, pero sé también que los rumores pueden tumbar a un gobierno.
Para aprovechar el tiempo, me dirijo a casa del profesor Arístides, quien me está revisando un trabajo de matemáticas.
Al mediodía, cuando bajaba de la Facultad me entero por la radio que las clases a nivel primario y secundario han sido suspendidas en todo el Estado Mérida; todos los años, por esta época ocurren tremendas manifestaciones cuya verdadera razón estriba en que las ferias están cerca y la gente no piensa en otra cosa que en divertirse.
Venía absorto en estos pensamientos cuando encontré a la policía en la misma posición indolente, causando una enorme tranca en el sector de los semáforos donde convergen la avenida Los Próceres y la Panamericana. Les grité que permitieran el tránsito a los vehículos, pero eran sordos a cualquier requerimiento. Seguí a casa. Compré la prensa y me puse a buscar alguna información que me pudiera dar pistas sobre el estado de la grave excitación que vive la ciudad. Ambulancias y bomberos iban de un lado a otro, pero no se escuchaban disparos ni se veían columnas de humo en ninguna parte. Todo seguía siendo un artificioso teatro con el único fin de suspender también las clases en la ULA.
Me preparé para salir temprano, a la 1:30, cuando hay poco tráfico en la ciudad, para aprovechar y subir a la Facultad sin problemas. Iba preocupado, porque llevaba conmigo otra vez a mi pequeña hija Alejandra (de solo 7 años), quien me iba alertando de que no me detuviera a hablar con los policías.
Efectivamente, diviso en el sector de los semáforos, a una multitud reunida con policías. Observo que son grupos de familias que están dialogando con los agentes y se encuentran ocupando todo el sector de la vía hacia la Hechicera. Hay más agentes que los que encontré en la mañana. Probablemente han escuchado mis declaraciones que di por la radio y son vecinos que han bajado a hablar con estos cuerpos represivos, para solicitarle se retiren del sector. Esta es gente que padece de manera grave los gases lacrimógenos; anoche, por ejemplo, la cosa debió ser tremenda, pues, me encontraba con un grupo de profesores en el restaurant Tía Mila (haciendo un brindis en honor al profesor Oswaldo Araujo que acaba de presentar su trabajo de ascenso a profesor titular), a dos kilómetros de este lugar de los semáforos, donde se estaban disparando bombas lacrimógenas, y nosotros no podíamos soportar los gases; estábamos sentados y nos incorporamos buscando un lugar lo menos contaminado posible para respirar. Pero todo era asfixiante. Alguien propuso que nos fuéramos a otro restaurant, no sé cuál, pues descender era ir hacia el centro que debía estar peor; tal vez irnos a Tabay (yo llevaba ahora a mis dos pequeñas, que la traía del Taller que dirige la profesora María Auxiliadora Gabaldón, que funciona en el barrio Santa Rosa, La Hechicera). Pues bien, cada cual se dirigió a su carro. Diviso a un chevette rojo que vienen subiendo y le sale al paso un policía con una enorme arma cargada con su respectiva bomba lacrimógena. El chevette rojo no se detiene y yo aprovecho para hacer lo mismo, pero el agente se cruza amenazante; procuro, por mis hijas, mantener la calma y le digo que soy profesor y que tengo que cumplir mi deber; que nada ocurre arriba, que me permita el paso por favor. Le digo que en la radio se está trasmitiendo una noticia donde la población se queja de que es la policía le que está ocasionando perturbaciones en la ciudad. “¿Por qué van ustedes a impedir el funcionamiento de las actividades universitarias?”, le digo.
Es inútil, ya lo he dicho, hablar con estos señores. El hombre me advierte que no debo pasar, pero de nuevo, no soporto la estupidez y desafiando sus órdenes acelero hacia la cuesta traspasando la alcabala que han colocado. Así es la vida, y así son los riesgos que uno debe afrontar todos los días en esta ciudad de Mérida.
Téngase en cuenta que estos disturbios los provocan carajitos de diez, doce y quince años; y nunca se les detiene, porque forma parte del eterno juego de malandros y policías. Todo un negocio… Uno de los negocios de los infames policías, además de vivir de los saqueos y de robos, de las perturbaciones de clases, consiste en venderles a estos carajitos bombas lacrimógenas. Me reveló el doctor Ernesto Palacios Prü que cada bomba lacrimógena le cuesta al estado 100 dólares, pero los estudiantes las compran por 200 y 300 bolívares. Estas son las bombas que estallan en los liceos y en algunas facultades en épocas de exámenes, o de asambleas de empleados, o cuando se quiere causar caos en el centro de la ciudad.
Claro; al llegar a la Facultad encuentro el estacionamiento otra vez desierto. En el patio sin embargo había ruido, risas y bromas, pues un numeroso grupo de estudiantes que no habían podido bajar, por falta de transporte, se quedaron esperando las clases de la tarde.
La tarde estaba nublada; busco una ocupación y me pongo a corregir un trabajo que estoy revisando con Arístides. Cuando salgo a dar una vuelta me llegan más rumores; hay quienes dicen que hay toque de queda en Caracas, me advierten que compre comida y que mantenga una reserva en mis alacenas porque habrá guerra civil. Yo en verdad que no creo en nada de eso, pero la gente anda paranoica. Yo sé que todo eso es mentira, y eso es lo que al pueblo lo infesta y lo envilece, los rumores; “todos estamos demasiado envilecidos por las confusiones, caos, anarquía y rumores como para poder hacer algo que valga la pena- me digo”.
En la tarde cuando decido bajar de La Hechicera lo hago con mi carro atestado de estudiantes, pues no hay transporte; tomo de nuevo la vía de los Chorros; al llegar al Básico veo pelotones de policías; la vías llenas de obstáculos; un muro de piedra ha sido destrozado y sus escombros tirados en la calle; grandes troncos de árboles cierran el paso hacia La Milagrosa; me interno en contravía por un sector desierto, plagado de cauchos quemados hasta que salgo, en medio de policías y fiscales de tránsito hasta el viejo edificio de la Facultad Humanidades. Cuando llego a casa me entero que las clases universitarias han sido suspendidas hasta nuevo aviso, porque la Guardia Nacional había penetrado en la Facultad de Medicina, “violando al Alma Mater”, esa enjuta doña, envejecida y sin valor ninguno… Inmediatamente los potentados de la Universidad, los dirigentes maltrechos y defensores de la autonomía universitaria salieron a dar declaraciones a granel. El presidente de la F.C.U. vociferaba contra la Guardia Nacional, y habló de “la encarnizada lucha en defensa de las clases más desposeídas”.
La eterna farsa, de un Estado totalmente disoluto y débil.
Si gobernara en este país, tendría que hacerlo como un tirano; no habría otro modo; entonces las agencias internacionales de noticias, los empresarios ladrones, los sindicalistas ociosos, se unirían en una campaña de descrédito en mi contra; dirían que soy un dictador, un asesino, un violador de los derechos humanos, que reprimo al pueblo (aunque la inmensa mayoría lo esté conmigo); y a la final, para hacerme la víctima, seguramente acabaría cediendo ante el desborde farisaico de la mierda que me lanzarían desde afuera, lo llamados países civilizados. El jueguito de siempre. Ya es imposible arreglar a estos paisitos de América Latina porque no nos permiten un déspota ilustrado como gobernante. Eso lo tienen prohibido los gringos porque el negocio imperialista es mantenernos en este espantoso caos, mientras ellos se imponen y se roban nuestros recursos.
Ya, a las 6:30 de la tarde, la policía había logrado lo que buscaba, animar a los encapuchados a que le atacaran con furia en la Domingo Salazar; esto hizo que la Guardia Nacional se internara hasta los mismísimos edificios inundando con cientos de bombas lacrimógenas todo el sector.
Monstruosidades en un mundo en el que nadie es dueño de sus cerebros.