AUTOR: Juan Pablo Feinmann
Un fantasma recorre el mundo: el resurgimiento del nazi-fascismo. Son belicosos, altivos, bochincheros y claramente siguen las huellas de los nazi-fascistas del pasado. Hitler y Mussolini son sujetos de culto en los países en que surgieron. Y en los que no también. Aparece un fascista italiano, admite con orgullo que sí, que es fascista, y entre sus pertenencias se destaca un busto del Führer, una bandera con su correspondiente swastica y una gran fotografía de Il Duce vociferando un discurso de guerra y prometiendo furiosos antagonismos. En la calle meten miedo. Es lo que quieren. Están contra el Estado ineficaz del neoliberalismo, contra los inmigrantes, los negros y, como siempre, contra los judíos. Dicen que ellos no son responsables de lo que pasa en Siria, que no vengan a refugiarse en sus países. Los quieren para ellos. Son de ellos, les pertenecen. Todo esto los lleva al estado de ánimo que distingue a la ultraderecha: el odio.
Todo fascista se siente dueño del país que habita. Les resulta fácil adquirir semejante poder. Oscuramente saben que el país no les pertenece. Que la tarea de los ricos que han ungido al neoliberalismo, los amos del capital que llevan al hambre, al desamparo, a la injusta y brutal distribución de la riqueza siguen dueños del poder, imperturbables, efectivos en la defensa de sus activos. Pero un pobre empleado burocrático se siente alguien especial cuando se hace fascista. Los fascistas casi mágicamente –con sólo ser fascistas- se transforman en poseedores del país que habitan. “Somos Alemania”. “Somos Italia”. “Somos Inglaterra”. “Somos el glorioso imperio americano”. La consigna que llevó al fascista Trump al gobierno fue hacer a América otra vez grande. Este impetuoso mandato lo asumen los fascistas, los neo-nazis de todo el mundo. “Hagamos grande otra vez a nuestro país”. En Argentina se da otra modalidad. La ultraderecha no ama al país. Lo desdeña. Ocurre que ellos no saben amar nada. Saben odiar. Odian eso que este país ha creado como identidad nacional: el peronismo. Si este país ha cometido tal agravio contra ellos es porque no es otra cosa sino lo que ellos dicen que es: una mierda. Un país que está lleno de negros, de inmigrantes, de delincuentes. Los dueños de la tierra y las finanzas miran azorados el eterno retorno de lo que el país elige una y otra vez: el partido de los pobres, de los ordinarios y los corruptos. En un memorable discurso –el del día que perdieron las elecciones- la indescriptible sra. Carrió dijo de Alberto F.: “¡Es tan ordinario pobrecito!” Y después definió el nivel de clase de los suyos: no los habían votado porque estaban esquiando en Bariloche o veraneando en Europa. Y extasiada remató: “Europa es tan linda en verano”.
Los neo-nazis dicen que se diferencian del clásico fascismo. No son estatistas. Claro que no. Son, en economía, tan neoliberales como el sistema que dicen abominar. Son destituyentes. Los ultraortodoxos de aquí también. Es coherente que el gobierno que encabezó Mauricio Macri haya enviado armas para los golpistas de Bolivia. No creen en la democracia. Los neo-fascistas son liberales en economía y golpistas, antidemocráticos en política.
No pueden eludir el deslumbramiento por los fascismos clásicos. Sólo verlos manifestar en las calles de las ciudades del mundo para evocar a las SA. de Ernst Röhm. Son violentos, racistas, ejercen la brutalidad de las policías bravas. No hay más que ver los videos de la toma del Capitolio en Washington. Esas son turbas antidemocráticas. El hijo de Trump convocaba al uso de las armas, a la guerra civil. El Sur sigue vivo en USA. Los que tomaron el Capitolio llevaban la bandera de la Confederación. Expresan, así, su racismo, su amor por las jerarquías, su apoyo a la esclavitud.
El peligro radica en que los fascismos fundacionales llevaron a la catástrofe. Basta ver las imágenes de Berlín en 1945 para estremecerse. ¿Este era el Reich que iba a durar mil años? Apenas duró doce y dejó el saldo de millones de muertos alemanes. En cuanto a los totales de la segunda guerra son espantosos: entre cincuenta y setenta millones. ¿A esto quieren retornar? Sus ídolos caídos –aunque vigentes para ellos- tuvieron tristes finales. Hitler se suicidó en el Bunker de la derrota final, con el ejército rojo a trescientos metros. Goebbels mató a Magda, su fanática mujer, envenenó a sus seis hijos y él de pegó un tiro en la boca. Mussolini terminó vejado por las multitudes vengativas, colgado de los pies junto a Claretta Petacci, su amante obstinada. Himmler y Goering tomaron pastillas de cianuro. Mordieron malamente el polvo. Y hoy los evocan con reverencia.
La explicación está en la atrocidad que el capitalismo de mercado ha impuesto a los pueblos. A Hitler lo ungió la inflación de la débil, vacilante república de Weimar. Hoy el mundo es más desigual que nunca. Y la peste del maldito bicho desestabiliza las sociedades. Los neo-nazis viven sus mejores días. Creen que el capitalismo salvaje se derrumba. Creen que líderes como el Führer o el Duce podrían solucionar todo y llevar a un renacer de la patria. Quieren que Alemania, Italia, EEUU sean grandes de nuevo. ¿Quieren ver a qué grandeza llevaron a la patria las tropas de asalto del Reich? A la demolición de la ciudad (que era hermosa) de Dresden. Por ejemplo. Pero el apocalipsis seduce a los fascistas. “Victoria o muerte”, exigía Hitler a sus soldados de la Operación Barbarroja en el helado territorio soviético. Ahí ya sus generales lo miraban atónitos. Pero ellos y el pueblo alemán lo habían creado. Sería saludable buscar otros caminos. No se ven en este presente pandémico en que vivimos. Habrá que crearlos, pero no desde el odio. El odio nos aleja de los otros, los niega. Y la democracia es o debiera ser el sistema político de la inclusión, de la igualdad. La extrema derecha no cree en estos valores.