En las semanas inmediatamente posteriores al inicio de la devastadora ofensiva militar de Israel contra Gaza, Oriente Próximo fue el escenario de multitudinarias manifestaciones de denuncia de las atrocidades israelíes en la Franja y de apoyo al pueblo palestino. Ahora, la atención la acaparan sobre todo los Estados Unidos y Europa, a raíz de las acampadas y protestas organizadas en cada vez más campus universitarios por efecto contagio que, sin embargo, no ha desembocado en una agitación equiparable en el mundo árabe.
Aquel pico inicial de movilizaciones en la región no solo no pudo transformarse en un movimiento más amplio, sino que ha menguado ligeramente. Desde fuera, podría hasta transmitir una cierta sensación de indiferencia. Sin embargo, esta tendencia responde en gran medida a complejos equilibrios políticos domésticos y regionales, a un aumento de la represión, a contextos locales desfavorables, y a dificultades para generar impulso. También esconde intentos de mantener la presión con formas de expresión más seguras.
Para muchos regímenes del mundo árabe, y sobre todo para los que mantienen relaciones con Israel, la cuestión palestina entraña un delicado encaje de bolillos por su amplio apoyo social. Por un lado, puede resultar útil para desviar la atención de problemas domésticos e intentar ganar adeptos, y, en este sentido, la agresión israelí contra Gaza ha sido criticada de forma reiterada por las capitales de la región. Pero Palestina ha sido tradicionalmente también un motor de protesta y oposición que en ocasiones se ha girado en contra de las autoridades locales, por lo que las movilizaciones de solidaridad son vistas con recelo.
Además, para los regímenes de los dos países que establecieron hace más años lazos con Israel ―Egipto y Jordania―, sus vínculos con este país están atados a una red de intereses económicos y de seguridad, tejida por Estados Unidos, que provoca que una revisión estratégica de su política en este frente represente un riesgo existencial. En esta línea, ambos estados árabes reciben dos de los mayores paquetes anuales de asistencia militar y económica directa por parte de Washington, sin cuyo sostén les costaría sobrevivir.
A las dos naciones más influyentes del Golfo ―Emiratos Árabes Unidos y Arabia Saudí―, la ofensiva israelí en Gaza y la escalada con Irán les sorprendió trabajando para rebajar la tensión con Teherán, normalizar relaciones con el Estado judío y aparcar la causa palestina para centrarse en su desarrollo económico. A pesar de su impopularidad doméstica, para ambas potencias regionales la normalización de relaciones con Israel es una apuesta estratégica, que para Riad está, además, atada a grandes acuerdos en materia de defensa, energía y tecnología que también está negociando con Washington. Y aunque el ritmo del proceso se ha ralentizado, no hay indicios de revisión.
La capacidad de influencia del resto de países de la región es significativamente menor, y sigue habiendo muchos que ni siquiera reconocen a Israel. En aquellos en los que hay movimientos y grupos armados más o menos apoyados por Irán, como Líbano, Siria, Irak y Yemen; se han vivido picos de violencia en los últimos meses que representan una preocupante fuente adicional de inestabilidad.
Si los gobiernos de la región tuvieran que rendir cuentas ante su ciudadanía, sin embargo, todo apunta a que la política con Israel sería muy diferente. Una encuesta realizada entre diciembre y enero en la región por el Arab Center Washington reveló, en una pregunta de opción única, que el 36% de encuestados defendía que los gobiernos árabes deberían romper las relaciones o procesos de normalización con Israel. El 14% afirmaba que deberían enviar ayuda a Gaza sin esperar la aprobación israelí. Y un 11% defendía usar la carta del petróleo para presionar. En mayo, Turquía suspendió relaciones comerciales con Israel después de que el partido del presidente, Recep Tayyip Erdogan, perdiera las elecciones municipales en parte por su gestión de la crisis de Gaza.
El viernes, en una de las pocas instancias en las que se han tomado medidas directas para intentar frenar la agresión israelí en Gaza por canales legales, el Tribunal Internacional de Justicia, el principal órgano judicial de la ONU, anunció que Libia había solicitado unirse en apoyo a Sudáfrica en su caso contra Israel por genocidio. De esta manera, se convirtió en el primer país árabe en dar este paso, siguiendo la estela de Nicaragua y Colombia.
Represión al alza
Dentro de este enredado contexto, muchos tratan de abrir camino para expresarse. En los últimos meses, se han celebrado centenares de manifestaciones en la región en solidaridad con Palestina, según datos de la organización de seguimiento de conflictos ACLED, y allí donde existe un cierto espacio, como en Marruecos, las protestas han sido continuas.
Sin embargo, la política exterior marroquí no se ha movido un ápice en su camino hacia la normalización de relaciones con Israel, impulsado en diciembre de 2020 por el entonces presidente de Estados Unidos, Donald Trump, en el marco de los llamados Acuerdos de Abraham. Un año después, los ministros de Defensa de ambos países formalizaron en Rabat un acuerdo de cooperación militar sin precedentes en el mundo árabe. Y en 2022, cuando Marruecos se encontraba en pleno conflicto de baja intensidad contra el Frente Polisario, a causa del Sáhara Occidental, los drones de fabricación israelíes se revelaron sumamente eficaces para causar bajas en las filas saharauis. Aquel verano de 2022, Marruecos acogió por primera vez en visita oficial a un jefe del ejército israelí, el general Aviv Kohavi. Desde entonces, nada ha cambiado en la política de acercamiento entre los dos países. Ni siquiera, la muerte de 35.000 palestinos en Gaza.
Además de Marruecos, también se han visto manifestantes frente a la embajada de Israel en Amán, en el sindicato egipcio de periodistas en El Cairo, en las calles de Baréin. La riada de yemeníes protestando los viernes en Saná, la capital del país, han sido igualmente recurrentes. Y ha habido movilizaciones estudiantiles desde Túnez y Libia a Líbano, Irak y Kuwait. Sin embargo, la falta de una sociedad civil fuerte, por la represión sistemática de cualquier oposición, y la mano dura contra esta incipiente corriente de protestas han impedido que ganasen tracción y han empujado muchas de estas muestras de apoyo y rabia a las redes sociales.
Desde octubre, las autoridades jordanas han detenido hasta 1.800 personas por protestas propalestinas, según Amnistía Internacional, que cita las cifras de un abogado del jordano Foro Nacional por la Libertad. Decenas de ellas siguen detenidas esperando juicio. En Egipto se han registrado 120 detenciones y la mitad permanecen en prisión preventiva, según un recuento de la Comisión Egipcia de Derechos y Libertades compartido con EL PAÍS. En Marruecos, el abogado de derechos humanos Mohamed Serruj señala a este medio que las autoridades han detenido y enviado a juicio a varios blogueros y activistas críticos con la normalización de relaciones de su país con Israel, en una campaña que algunos consideran “sistemática y deliberada para disuadir de su lucha contra la normalización”.
En el Golfo, las autoridades de Baréin también han detenido a decenas de personas, y en el resto de países de la zona, incluidos Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos y Qatar, ni siquiera existe un espacio para intentarlo. “Para [estos] Estados, cualquier movilización social que afecte o cambie de algún modo la dinámica de seguridad del régimen es problemático y, por tanto, no puede permitirse. Esta es la única razón por la que no se ha producido una movilización social a gran escala”, apunta Umer Karim, experto en política saudí del Centro Rey Faisal de Investigación y Estudios Islámicos.
En varios países de la región la población también está haciendo frente a contextos locales marcados por una fuerte inestabilidad y altos niveles de violencia, sobre todo allí donde existen grupos que han optado por la lucha armada para enfrentarse a la presencia militar de los Estados Unidos o directamente a Israel. Otros sufren graves crisis económicas, que representan un obstáculo añadido.
Un canal alternativo y seguro de protesta por el que han optado muchos en la región ha sido el boicot a marcas percibidas como favorables a Israel. El lunes, la firma franquiciada de cadenas de comida rápida como KFC y Pizza Hut en Oriente Próximo declaró que su beneficio en el primer trimestre de 2024 se desplomó a la mitad con respecto al ejercicio anterior, y lo atribuyó en parte a las “continuadas tensiones geopolíticas”. Poco antes, Starbucks y McDonald’s también presentaron resultados peores de lo esperado. “El boicot sufrido por populares cadenas de alimentación occidentales, supuestamente por su postura proisraelí, demuestra que entre la gente sigue existiendo una ira generalizada y que, si se permite, puede convertirse en un acontecimiento político significativo”, señala Karim.