Un súbito sonido alertó desde los matorrales, el horror que más tarde sería una epifanía. Perdida en el ocio, Francis pasaba mañanas y tardes enteras haciendo trucos en una bicicleta, debajo de un enorme viaducto que conectaba una parte de la ciudad con el casco central de la misma. Debajo del puente había una cancha para que los muchachos practicaran diferentes deportes. Así se pasaban las preciadas horas del día entre brinco, caída y brinco. Nada parecía tener mucho sentido y pensar en ello no era necesariamente divertido. Pero la vida ha de brindarnos las catarsis necesarias para hacer de nuestra existencia algo que valga la pena enfrentar.
Lucrecia y Arístides eran una pareja joven y desgraciada, víctimas de sí mismos. Hacía años que los acompañaba un pequeño can, de esos que llaman caquis –o mestizo–, que pese a su carácter inquieto y temerario, brindaba lealtad y a veces hasta sosiego, sobre todo en aquellos días donde la faena amilanaba el espíritu. No obstante, la vida se había encarecido enormemente y no era posible dar de comer a otra boca, más aún si se trataba de un perro. Después de días de consideraciones y al no saber qué hacer con este ser que los seguía a todos lados, con su batir de cola incesante y amor incondicional, decidieron abandonar a Santo en algún paraje lejano, del cual no le fuese posible retornar a casa, de esa forma encontraban solución a su problema inmediato con el perro.
Una mañana temprano, Arístides tocó la puerta de un vecino gordo y amargado que tenía una camioneta vieja y corroída. Consultó al hombre si podría trasladarlo con Santo hasta las afueras de la ciudad, pagándole el servicio con una panela. El hombre poco interesado por el asunto, aceptó sin miramientos y Arístides tomó a Santo para abandonarlo a su suerte.
El traslado no tuvo inconvenientes y se desarrolló al son de una mal sintonizada estación de radio que daba sensación de mareo con sólo escucharla. Al llegar a un lugar baldío y en un momento de descuido del can, el vehículo arrancó sin vuelta atrás; Arístides ni miró por el retrovisor. Fue como dejar un saco o una encomienda.
Al término de dos horas, Arístides había regresado a la casa y, Lucrecia al verlo sin acompañante, sintió frío por dentro pero luego un calorcito de alivio arropó sus entrañas. El asunto había terminado.
A la vuelta de unos cinco días, la pareja había retomado su vida y su habitual faena. Lucrecia lavaba la ropa a mano en la batea mientras Arístides reparaba un destartalado televisor. El calor de enero en el trópico hacía de las suyas y el olor a humo de quema forestal, asfixiaba el ambiente fresco, que por lo general era sereno. Lucrecia se hallaba ensimismada en su labor, sin percatarse con inmediatez de que tenía visita. Lentamente, Santo asomó su rostro por la entrada de la humilde morada de los Sánchez. Lucrecia pegó un grito a la par que se frotaba los ojos, sin saber si lo que veía ante ella, se trataba de un espejismo producto de la culpa o una infamia del destino, pues parecía imposible que este pequeño ser estuviese allí de nuevo, ¿cómo era posible que hubiese regresado?
¡Arístides! Gritó indignada la mujer en repetidas ocasiones, cada vez con mayor histeria. Hambriento y sediento, el perro se arrastraba rogando misericordia, con una mirada de auxilio que para sorpresa de la pareja, carecía de recelo o repudio, pues movía la cola y bajaba las orejas al buscar contacto con ellos. Arístides absorto en la situación, le dio agua y pan duro, sin comprender que tras la proeza del animal, en realidad se hallaba un sentimiento de nobleza y amor, incomprensible para almas tan primarias.
Lucrecia se negaba a recibirlo de nuevo y a Arístides poco le importaba. Sabiendo ahora que podría volver, la solución giraba entonces a lo fatal. Se decidieron por un método letal que no implicara el uso de sus manos para ello, más que para poner en marcha tal fin. Esperaron unos dos días y al tercero, bien temprano en la mañana, luego de comer y alistarse, salieron de casa con el perro aún débil. Recorrieron junto a Santo varios kilómetros que cubrían aproximadamente medio centro de la ciudad. A todas estas, pese a su estado físico, Santo iba alegre en todo momento, olfateando e ingenuo de su destino. Al llegar al Viaducto, esperaron el momento adecuado. Cuando de ambos extremos del puente no visualizaron transeúntes, Arístides tomó sin tregua a Santo y lo lanzó por los aires hacia su desplome final. Ambos miraron hacia abajo para divisar el lugar del choque, pero no lograban ver el punto donde yacía el perro, pese a que oían a lo lejos su sollozo. Se fueron sin dejar rastro, y sin remordimientos, una vez más continuaron su camino.
Unos chillidos de dolor intenso, acercaron a Francis, temerosa pero temeraria, hacia la parte más lúgubre y solitaria bajo el puente. Ante sus ojos se plantó la imagen del horror. De inmediato supo que este pequeño había sido lanzado por el puente. Acercándose con cautela y aun creyendo que no habría nada por hacer, se percató de que el animal no sólo respiraba sino que hacía esfuerzos por moverse ¡Estaba vivo! Abrió los ojos desorbitados e instaló su mirada en ella, quien se posó a su lado observando el estado del perro y pensando en la posibilidad de salvarlo. Moverlo era un acto complejo, sin embargo, necesario. No había nadie alrededor de la cancha que pudiese prestar auxilio a la joven, quien en varias oportunidades gritó esperanzada en que alguien apareciera.
No existiendo otra opción y pese a los gemidos de dolor, tomando un abrigo, envolvió a Santo entre sus brazos y lo llevó a casa a unas cuadras de la escena. No pudiendo socorrerlo o sanarlo por sí misma, la joven dio parte a un veterinario amigo que de inmediato se hizo presente en casa de Francis. ¡Es un milagro! Replicaba una y otra vez el joven hombre que maravillado con la historia se daba a la tarea de revisar al moribundo can. Santo poco se quejaba, entendido de todo. Se dejaba mover las extremidades fracturadas e hizo esfuerzo por recibir hidratación. El veterinario dejó una serie de instrucciones a la muchacha, quien prometió seguirlos a pie de letra.
Los cuidados hacia Santo fueron abnegados. Francis hallaba en la voluntad y determinación de vida de su nuevo amigo, una inspiración enorme opuesta a la manera caprichosa y egoísta como había percibido la vida hasta entonces. Nada la había conmovido hasta ese momento; nada valía la pena.
Tomó meses antes de que Santo estuviese, pese a una leve cojera, como nuevo. Ambos se fundieron en una relación que poco podría yo siquiera expresar o describir con palabras por lo inmenso del sentimiento. Sin embargo, ello no roba a la imaginación la posibilidad de recrearlo en el corazón de cada uno de nosotros.
De los Sánchez no se supo más. Pero de esta historia–que lamento desilusionar a muchos– es real, nos queda entender que del horror resurge también lo bello.