Hermosas, inconfesables, dolorosas, trágicas o salvadoras, las rupturas atraviesan toda nuestra vida. Romper es sufrir y renacer, o, también, perderse para siempre. Algo tan íntimo y común a la condición humana como la ruptura no figura entre las reflexiones filosóficas predilectas. Y, sin embargo, la ruptura es, a su manera demoledora, la batuta de nuestras existencias. Alguien, en ese mundo trastornado por la ruptura global que introdujo la pandemia, se puso a pensar en ello mucho antes del virus. Se trata de la filosofa francesa Claire Marin, cuyo libro Rupturas (publicado en español por Alienta Editorial) interroga esa experiencia límite sin caer en ninguna de las tentaciones más fáciles: no es un tratado para consolar a los que sufren, ni un intento de ver la ruptura bajo la lupa de la incongruente psicología híper positiva tan promocionada por los gringos, ni tampoco un ungüento literario sobre el dolor, la tragedia, la separación o la catástrofe.
Claire Marin pertenece a la corriente de “los filósofos de lo íntimo” y ello la condujo a pensar la ruptura, el lugar que tiene en nuestras vidas, lo que produce, sus mitos, sus alcances y sus límites, así como su variable ideológica. Porque, a no dudarlo, la ruptura también cuenta con una mirada ideológica. El ultra liberalismo ponzoñoso, por ejemplo, la niega, ni quiere oír hablar de ella, ni de sus consecuencias. El liberalismo necesita que admitamos las rupturas que el sistema propone como si fuera un deber religioso. En este ensayo delicioso y alentador, Claire Marin recorre el amplio catalogo de la ruptura: separación, engaño amoroso, perdida de trabajo, viaje, tragedias, desaparición de seres queridos. En suma, la infinidad de terremotos que cimbran las costas de nuestras vidas, las incertidumbres majestuosas a las que las rupturas dan lugar y nuestra curiosa incapacidad o capacidad para seguir con la melodía, imponernos a las catástrofes, superar las fronteras dolorosas y, de allí, empezar nuevas vidas.
Publicó antes de la ruptura universal que trajo la pandemia, con el ensayo Rupturas muchos seres humanos encontraron en esas páginas maduras y alegres un reflejo de sus almas. La pensadora francesa sufrió los azotes de una larga enfermedad, que superó. De esas experiencias intimas, de esa soledad, se nutren muchas de sus reflexiones.
–Nuestras vidas están casi reguladas por la ruptura. Sin embargo, nos empeñamos en negarla, las sociedades contemporáneas escoden la ruptura y presentan lo que produce como una debilidad. ¿Por qué cree que es?
–Tenemos una tendencia a cubrir los momentos de ruptura con una especie de continuidad que nos tranquiliza. Pero, en realidad, nuestra vida transcurre al ritmo de las rupturas. También hay una suerte de silencio filosófico en torno a la dimensión física, encarnada, corporal, del sufrimiento. Sabemos que en los momentos de ruptura perdemos el apetito, adelgazamos, tenemos insomnio, perdemos el equilibrio y el cuerpo nos duele. Es como si nuestro cuerpo se volviera un extraño. Nuestro cuerpo es una caja de resonancia y cuando atravesamos momentos difíciles el cuerpo se llena de malestar y perturbaciones. Nunca entendí por qué esta dimensión corporal del sufrimiento se veía silenciada cuando, en realidad, en la vida cotidiana, para contar la gravedad de lo que nos ocurre solemos decir “he perdido diez kilos, hace tres meses que no duermo, pierdo la memoria”. Cada persona hace de su cuerpo un testigo de la violencia de la experiencia. Lo paradójico de esta situación es que, en la mayoría de los análisis académicos, esta dimensión corporal del sufrimiento no es tomada en cuenta.
Un mundo de héroes camaleónicos
–En este mundo ultraliberal donde se valoriza el éxito, la dureza, el caparazón, se prohíbe prácticamente la ruptura, incluso se la niega. ¿El liberalismo no quiere sufrimientos sino héroes siempre dispuestos a adaptarse a todo?
–De una forma muy hipócrita, el liberalismo disimula la ruptura detrás de la idea de elasticidad, flexibilidad, adaptabilidad, las cuales aparecen como las nuevas virtudes de las generaciones más jóvenes. Hay que ser capaz de pasar de un trabajo a otro, de una región a otra, de un país a otro como si, cada vez, no hubiese un profundo esfuerzo de la persona para adaptarse, acomodarse, aceptar e interiorizar las relaciones con los demás, para trabajar con un equipo nuevo, en otro país, en otro idioma, con otras normas. Esto siempre requiere un esfuerzo. Pero la ideología liberal va más lejos: no solo esconde la ruptura en lo que tiene de más brutal, sino que, además, impone rupturas violentas que termina por disimular como una suerte de virtud del trabajador contemporáneo. Nos postulan camaleones cuando, de hecho, cada vez que cambiamos de espacio o de relación perdemos algo de nosotros mismos. Desde luego que, felizmente, podemos cambiar de contexto, de país, de idioma. Eso forma parte de la existencia. Pero una cosa es decidirlo, otra es verse prácticamente obligados a hacerlo de forma explicita, lo cual se niega. Y eso es lo que está latente en esta lógica ultraliberal: hacer aparecer la ruptura como un simple acomodo que, al final, va a beneficiar a la lógica económica. Hay rupturas, cambios, que son felices, excitantes, llenos de aventuras, y en los cuales –y esto es importante–tenemos la posibilidad tomarnos el tiempo necesario para adaptarnos. Eso es precisamente lo que la lógica liberal no nos ofrece. Nos priva del tiempo necesario para que una ruptura sea lo menos violenta y lo menos dolorosa posible.
–Pero usted resalta que la ruptura también puede ser una posibilidad de transformación, porque comporta “un impulso creador”.
–Esa es una de las características que más me interesó, esta ambivalencia de la experiencia de la ruptura. Yo no quería presentarla bajo la mirada de una suerte de psicología ultra positiva y decir que de todas las catástrofes se puede sacar algo formidable. No creo en ello. Pienso que hay catástrofes que nos hieren definitivamente. Hay duelos, heridas y deformaciones corporales o psíquicas que afectan profundamente a las personas y es difícil imaginar que la vida pueda ser mejor después. Ahora bien, inversamente, creo que hay momentos complicados de la existencia, rupturas profesionales o amorosas, accidentes, enfermedades, que vivimos como una catástrofe dolorosa pero que, al cabo del tiempo, resultan decisivas para una nueva inflexión, una nueva orientación. Desde luego, hace falta que el individuo trabaje sobre la representación de esos acontecimientos, los integre psicológicamente y les de un sentido. Cada persona le da un sentido diferente a las catástrofes por las cuales atraviesa. Nuestra ruta en la vida no es directa, lineal. Hay bifurcaciones obligadas, contrariedades, objeciones fuertes a nuestros proyectos iniciales. Esas bifurcaciones pueden hacer aparecer horizontes que no habíamos previsto, que pueden ser felices, aunque no sean los que habíamos concebido. Estamos entonces ante revelaciones inesperadas.
–¿Incluso si es una experiencia vertiginosa que buscamos evitar, la ruptura posee una dosis de renovación?
—Con la ruptura se produce una suerte de reconversión de la mirada. De pronto miro las cosas de otra manera y me miro a mí mismo también de otra forma. Si fuimos capaces de atravesar la mala experiencia descubrimos que disponíamos de más recursos de lo que imaginábamos. Luego, se trata de saber qué hacemos con esos recursos, con esa autonomía, con nuestra capacidad de adaptación para realizar cosas que no contemplábamos. La ruptura también nos libera de ciertas convenciones, de esquemas preestablecidos que corresponden a nuestros orígenes sociales, a nuestra educación familiar. En la perdida hay algo que forma parte del orden de la libración frente situaciones que, tal vez, no eran forzosas, que se inscribían en un proyecto de vida, con las cuales vivíamos bien, pero ante las cuales, luego de la catástrofe, entendemos que no nos eran tan esenciales, sea un trabajo, una relación afectiva o una promoción. La catástrofe tiene un efecto de distanciamiento que puede ser liberador. Ya no me importa tanto estar bien con mi familia o con mis colegas. Somos más libres, el juicio de los demás nos parece secundario. Me he liberado de obligaciones de las cuales no era del todo consciente.
Tornar visible lo invisible
–De alguna manera entonces, la ruptura torna visible lo que era invisible en nosotros.
–Tiene el efecto de dejarnos ver claro cosas que estaban enterradas, negadas, cosas a las que habíamos renunciado porque las considerábamos tal vez como ideales de la juventud. Es como si, de pronto, un montón de cosas que eran periféricas, que estaban latentes, se volviesen centrales, emergieran, se desplazaran del margen hacia el centro. Se produce una visibilidad nueva, que es muy importante en la vida.
No se trata de decir que aquello que no me mata me hace más fuerte. Pero, dentro de cierta temporalidad, es decir, meses o años, tomamos consciencia de capacidades que ignorábamos. Entonces estamos dispuestos a reorganizar nuestra vida profesional o sentimental con otras prioridades. Podemos atravesar rupturas violentas y luego comprometernos con otras iniciativas voluntarias y controladas por el sujeto.
–Usted escribe que, tras la ruptura, se aprende a domesticar la nueva soledad para luego poseerla de forma positiva.
–Este proceso interroga nuestra angustia ante la ruptura porque hacemos lo imposible para evitarla y también interroga nuestra capacidad a vivir solos. La ruptura que engendró la pandemia, o sea, el confinamiento, donde muchísimas personas se encontraron solas, nos mostró cuán poco preparados estamos tanto cultural como psicológicamente a la soledad. El confinamiento nos demostró igualmente a qué punto necesitamos de los demás en una sociedad moderna, capitalista, que, por el contrario, está fundada sobre la lógica de un individuo solo, autónomo. Ahora vemos que vivir solos requiere un trabajo, una reapropiación, una capacidad para vivir frente a frente con uno mismo. Cuando un individuo se queda solo hay un espacio por habitar, un espacio de verdad del sujeto.
–La sociedad moderna quiso hacer de nosotros súper héroes y en realidad somos seres frágiles.
–Esta es una temática muy contemporánea, es decir, la vulnerabilidad de los individuos. En cuanto nos encontramos aislados constatamos inmediatamente hasta qué grado todos los aspectos de nuestra vida, sean los aspectos materiales o los aspectos psicológicos más profundos, están construidos mediante el intercambio con los demás y la presencia del otro. El mito del individuo autónomo y autosuficiente mostró sus límites durante los últimos meses.
–Usted dice: nunca renacemos solos, y nunca somos los mismos después. ¿La ruptura marca también el comienzo de otra relación con la vida?
—Absolutamente. En el caso de una enfermedad, el cuerpo nunca vuelve a ser el mismo después. El cuerpo se transforma, conserva huellas. Podemos utilizar esta imagen en lo que atañe a la ruptura. Por eso no creo que se deban olvidar o considerar las dificultades como paréntesis que cerramos. Las rupturas dicen algo sobre nuestra historia y en vez de cubrirlas con tatuajes es más idóneo reverlas para ver también las dificultades por las que atravesamos. La tendencia más espontánea, de mala fe, consiste en pasarle a los demás la responsabilidad de las dificultades cuyo origen está en nosotros. Se dan insatisfacciones personales porque nuestra vida no coincide con lo que queremos. Buscamos mantener un ideal de nosotros mismos y, como no lo logramos, hacemos responsable de esto al otro, a la situación económica o política. En la ruptura, cuando la decidimos, hay una forma de valentía al decidir que será en otro marco o en otra relación donde podemos expresarnos mejor. A veces no se tiene esa valentía y volcamos en los otros el peso de nuestro malestar.
—Es un tema complejo. Se trata igualmente de evitar el mito de la ruptura. La separación, el alejamiento, no lo arreglan todo.
—Es posible que ese ideal que tenemos de nosotros mismos no se concretice con la ruptura. Si sueño con ser un novelista y tengo la impresión de que mi vida familiar o mi trabajo me lo impiden y dejo a mi compañero o mi trabajo, no es por eso que me convertiré en la novelista que quiero ser. Permanece la posibilidad de que, en el imaginario que origina la ruptura, haya representaciones fantasmagóricas. La ruptura comporta riesgo, nada está ganado. No es porque decido romper con mi vida de antes que la nueva será tal y como la imagino.
—El amor es quizá el sentimiento más amenazado por la ruptura. Siempre está ahí, flotando.
—El riesgo de la ruptura es inherente a la relación amorosa, pero también es el que aporta intensidad. La fragilidad intrínseca del amor reviste de belleza la relación amorosa, esa pasividad consentida que preside el amor. La ruptura es un código que forma parte del amor, es como una catástrofe que se avecina ante todo aquel que se enamora.
La ruptura global de la pandemia
—La ruptura es una experiencia intima, individual. Sin embargo, la pandemia hizo de la ruptura una experiencia colectiva, planetaria, compartida al mismo tiempo por casi toda la humanidad. ¿Hemos pasado a vivir en un estado de duelo globalizado?
–En una sociedad contemporánea diseñada como espacio atomizado, hemos visto hasta qué punto estamos ligados los unos a los otros, y digo ligados y no simplemente conectados. Estamos ligados incluso biológicamente y en esta interdependencia hay un riesgo, como lo vimos con la pandemia. Las fronteras no existen, para bien y para mal. Ojalá que esta conciencia desemboque en transformaciones, modificaciones de nuestras maneras de relacionarnos. La pandemia nos condujo a una emoción universal. Ha sido una experiencia inédita: ingresamos al unísono en la enfermedad, la tristeza, la angustia o la depresión. En la historia de la humanidad no creo que haya existido una emoción colectiva semejante.
–A esa emoción colectiva le sigue también un interrogante global: al cabo de esta gran ruptura, ¿qué perspectiva tenemos para el mundo de después?
–Hubo un primer momento en el que estuvimos aturdidos por ese esfuerzo colectivo que fueron las restricciones impuestas a nuestras libertades. Luego pensamos que esta tragedia nos traería un mundo mejor, pero rápidamente nos dimos cuenta de que esa esperanza era una simple ilusión. Ello no quita que conservemos la esperanza de que se produzcan cambios, sobre todo porque las sociedades ricas estuvieron también bajo la amenaza de la pandemia. La pregunta que me hago consiste es saber qué impacto tendrá en las nuevas generaciones esta experiencia colectiva de la pandemia, de las rupturas que acarreó. ¿Acaso cambiará sus formas de interactuar, sus comportamientos? No es imposible que esa generación cambie porque las representaciones del futuro han sido modificadas por la presencia de la amenaza.
–La pandemia expuso públicamente y a escala universal la fragilidad de la condición humana.
—Sí, totalmente. La pandemia amplificó esa evidencia: los seres vivientes son frágiles. Precisamente, porque estoy vivo soy vulnerable. La ilusión según la cual todo podía ser tratado o curado no funciona más. La pandemia aportó una duda existencial. De pronto, todo lo que parecía seguro, garantizado, trazado, derivó en una duda, en un interrogante sobre lo que nos ocurrirá. La realidad se tornó más compleja porque cuando estamos enfermos la realidad se vuelve más hostil. La enfermedad pone todo en un plano condicional. Nuestra relación con el tiempo, con la vida, se focaliza más en el presente, en el instante. Al inicio de la pandemia era insoportable no poder hacer proyectos, anticipar. Es lo propio de las enfermedades: nada está asegurado, los próximos pasos son inciertos. No somos nosotros quienes decidimos, se produce una experiencia de desposesión de la vida muy característica. Recordemos lo que fue ocurriendo en el transcurso de la pandemia cuando perdimos nuestra capacidad de pensar, de crear, de programar. Todo era demasiado enorme como para pensarlo. La experiencia de la enfermedad tiene ese mismo perfil: es una catástrofe tan enorme en la existencia que hace falta cierto tiempo para comprenderla, para inscribirme en la historia de una vida en un contexto donde todo aparece como absurdo, inimaginable e inaceptable.
—Es no obstante paradójico que algo tan íntimo y a menudo inconfesable como la ruptura se haya convertido en público.
—Sí, totalmente. Hay algo inédito aquí porque nos llevó a poner en el espacio público las fragilidades que, por lo general, se tratan de disimular. La gente confiesa que está cansada, que tiene miedo, que no soporta, que está deprimida, que no aguanta más. Hay como confesiones públicas de nuestras vulnerabilidades que no son comunes en nuestras sociedades competitivas, perfectas, optimistas. La lógica del éxito y la del súper héroe se tambalea y tal vez ello reconfigure las relaciones con perfiles más humanos.