EN LA GRÁFICA VEMOS AL «POETA DEL PUEBLO», FELIPE, HERMANO DE SANT ROZ, EN SAN JUAN DE LOS MORROS, CON UNA VESTIMENTA TÍPICA LLANERA, EN UN ACTO EN UN RECITAR EN LA PLAZA BOLÍVAR…
AUTOR Y COMPILADOR: Pedro Pablo Pereira
Transcurría el año 1962, apenas tendría yo recién cumplidos los dieciséis años y trabajaba como auxiliar de laboratorista en la Maternidad Santa Ana, dependiente del Seguro Social. Entonces, conocí a la Helena Olivieri, bionalista licenciada en la Universidad Central de Venezuela.
En el año 1962, yo estudiaba yo cursaba el tercer año de bachillerato en el liceo nocturno de Caracas, “Juan Vicente González” (“JVG”, que en el día es el conocido “Andrés Bello”). Casi todo el cuerpo profesoral del liceo “Andrés Bello” también laboraba en el JVG, y creo que era uno de los mejores de Venezuela. En el Andrés Bello y en el JVG daban clase casi todos los que entonces elaboraban los textos de bachillerato, muchos de los cuales también eran profesores en la Universidad Central de Venezuela o en el Instituto Pedagógico de Caracas. En 1962, venía de tener una catastrófica experiencia con los dos primeros años de mis estudios en Secundaria por culpa de una materia que me llevó a reprobar el Segundo año: Matemáticas, la especialidad en la que años más tarde acabaría doctorándome.
Pues bien, al principio se suponía que por ser estudiante en el JVG, durante el día debía desempeñarme en algún trabajo, requisito exigido para poder ser alumno en el JVG. Pues no. Conseguí que un amigo me consiguiera una constancia como que si trabajase de ofice boy en un bufete (esta es otra historia que referiré en otro escrito).
Empezando mis estudios en el JVG, conocí a un joven, unos seis años mayor que yo, maracucho, llamado Silvestre Mabares, quien vivía cerca de donde se encuentra hoy el descomunal edificio de la CTV. Por esos lados, como he contado, mi familia ocupaba una casa de dos pisos (donde hoy se encuentra la sede de la Casa del Artista, en La Bombilla): todo un sector que fue remodelado porque por allí iba a pasar el Metro de Caracas.
Silvestre Mabares trabajaba como Auxiliar de Laboratorista en la Maternidad Santa Ana (del Seguro Social), en San Bernandino, y me tomó bastante aprecio, quizá porque yo no era tan mal estudiante y le explicaba las asignaturas más complicadas lo cual me agradecía bastante. Nos veíamos con frecuencia, y con esa extraordinaria amabilidad de los maracuchos me dijo que él me iba a conseguir un buen trabajo. Aquel tipo me parecía un personaje maravilloso, extraordinariamente generoso, y no olvido que en sus farras de fines de semana a las que me invitaba por los bares del centro de Caracas, a la final, de madrugada, nos metíamos, para rematar sus rondas peregrinas en algún burdel, pagándome estas faenas de pases y verónicas, que costaban entonces diez bolívares su servicio.
Mabares prometió buscarme un oficio lográndome ubicarme como aprendiz de quiropedista en un instituto que quedaba donde hoy funciona la famosa Clínica Caracas, en San Bernandino. Pero no fui buen aprendiz en eso de refilar callos de los pies, aunque lo que me encantaba de este trabajito era poder apreciar las esculturales damas que solicitaban este servicio, porque incluía masajes en los pies y en los jarretes.
Fracasado como quiropedista, seguí siendo adoptado por Mabares, quien solicitó un permiso en la Maternidad Santa Ana para que yo ingresase como aprendiz de Auxiliar de Laboratorista, encargándose él mismo de darme las clases. En aquel tiempo se desempeñaba como director del centro de Bionálisis de la Maternidad Santa Ana, el doctor Venancio Soto, otro personaje que me tomó especial cariño y quien se incorporó a nuestras farras de fines de semana. Soto tenía un Thunderbird blanco que era todo un acontecimiento en la Caracas de aquel tiempo, y allí algunas veces disfrutaba de largos paseos, muy orondo, acompañando a Soto como su secretario.
Un día, se dio el batacazo de que el laboratorio del Seguro Social ubicado en El Cementerio requiriese con urgencia de un Auxiliar, y Soto se movió para que quedase en ese cargo. Allí estaría trabajando como un mes, cuando Mabares hubo de retirarse hacia otros destinos y yo pasé a ocupar su puesto en la Maternidad Santa Ana.
La Maternidad Santa Ana era el mejor lugar del mundo para trabajar: tenía un excelente sindicato, contaba con comedor para los trabajadores, el ambiente era limpio, de lo más cordial, se trabajaba con holgura y tranquilidad. Todo se me presentaba provechoso, y fui premiado con una beca como complemento del sueldo y seguir en mis estudios. Acabé convirtiéndome en escribidor de crónicas sociales en un periodiquito que dirigía un anciano de nombre Manuel Pedriques, que se desempeñaba como Auxiliar en el Departamento de Farmacia. Mis crónicas movían a risa, primero por lo mal escrita y segundo porque ponía sobre el tapete los acontecimientos profanos que se realizaban en la Maternidad.
Yo, en verdad, era un muchacho muy ingenuo por decir (lo más) lo menos. En el ambiente del Laboratorio de la Maternidad Santa Ana, el personal era casi todo femenino. Venancio Soto, quien contaba unos treinta y cinco años se enamoró perdidamente de una de las bionalistas de la Maternidad, de nombre Susana. Cuando salíamos de farra, Venancio no hacía sino mentarla para todo, y cogía por esta razón unas cogorzas fenomenales; despechado lloraba, caía en depresiones y decía que esa mujer tenía que ser suya o si no se mataría. Un día corrió la noticia de que Susana tenía un novio y que estaba para casarse. Aquello fue para Soto un golpe bestial, y cuando salíamos a echarnos unos traguitos la desesperación y la tristeza lo desgarraban. Yo no encontraba cómo levantarle el ánimo porque era totalmente inexperto en el terreno de las lides amorosas, y tenía que dedicarme a escuchar sus lamentos sin fin toda la noche hasta que amanecía.
Cuando se anunció el día de la boda de Susana, vi a Soto demacrado, son esa sonrisa hierática de derrotado. Todo el personal del Laboratorio de la Maternidad recibió invitación, y el día del gran Sarao me enfluxé, y con Soto nos dirigimos a un exclusivo club en El Paraíso, donde se realizó, con orquesta, el gran fiestón. El sarao duró hasta las seis de la mañana, y Venancio estuvo muy alegre, bailando y tomando sin parar. Como a la siete de la mañana me dejó Soto en mi casa de La Bombilla, y él se dirigió a la Maternidad Santa Ana, buscó en el Laboratorio un poco de cianuro, lo disolvió en agua, salió y se sentó en un árbol que está en la entrada. Allí se sentó y se empinó de un solo trancazo aquella fulminante pócima. Un golpe que me afectó profundamente, y me produjo una desolación e ingrimitud espantosas. Y seguí siendo más inocente que nunca. Yo creo que era como el Cándido (de Voltaire) o más inocentón todavía. Recuerdo que en los detalles que Soto estaba preparando para matarse, un día consultó al famoso doctor Elio Chamate (yo estaba presente) sobre el modo como se suicidó el sabio trujillano Rafael Rangel. Yo siendo muy chamos cogí una gran afición por leer la historia de la medicina en Venezuela y para ello, pasaba horas consultando libracos en la Biblioteca Nacional que quedaba frente al viejo Congreso de la República.
Al morir Soto, hubo cambios tremendos en el Laboratorio de la Maternidad, quedando como directora del mismo, una espigada y escultural dama, de unos cuarenta años, solterona empedernida, de nombre Maritza. Esta era una jefa aristocrática, con mucha educación y finura, que vestía espectacularmente, pero con un rigor bastante conservador, por lo general de falda hasta más abajo de la rodilla, nada de escote, nada de insinuaciones, presencia y más presencia estilística. Yo hasta llegué hacerme la ilusión de que algún día ella tan adusta y yo un Sorel (de “Rojo y negro”), llegara a reparar en mí por mi peculiaridad y valor intrínseco aunque lo disimulara bastante bien. Bueno, con algún derecho puedo decir, que siendo un simple Auxiliar de Laboratorio, me había ganado el respeto y la consideración de todos los trabajadores de la Maternidad. Pero, vuelvo a insistir, yo carecía del genial atrevimiento de Sorel, era un muchacho muy inocentón, y no dejaba de aspirar a que en algún momento una beldad reconociera la buena estrella que en algún momento me acompañaría porque estaba seguro que alumbraría para mí.
Maritza andaba siempre por las nubes de la elegancia y del trato y yo debía ser para ella un simple pelafustán, un desharrapado. Poco a poco me iría dando cuenta de que ella rehuía el acercamiento de todo el mundo, fuesen hombres o mujeres, y en términos del sicoanalista Wilhem Reich a mi parecer ese rechazo a los hombres le provenía de encontrarse seriamente congestionada (en lo erótico).
En la Maternidad Santa Ana se trabajaba en dos turnos y había quienes hacían guardia quedándose cada cierto tiempo veinticuatro horas atendiendo parturientas. A mi me tocaba el turno de la mañana, de siete a una de la tarde, incluyendo los sábados, y me pagaban 550 bolívares mensuales. A la muerte de Soto ingresaron a trabajar en el turno de la mañana dos jóvenes extraordinariamente hermosas, Helena Olivieri y Ana María Kanko la primera como bionalista y la segunda como secretaria. Ana María Kanko había sido una reconocida volibolista, gloria de nuestro deporte en importantes torneos internacionales: escultural, morena, simpática y muy atractiva. Helena venía, como he dicho, de la Escuela de Bionálisis de la UCV, blanca, hermosa, de pelo largo y ojos castaños, de mediana estatura, muy simpática. Había otras tres bionalistas encantadoras que no entran en esta historia, una de ellas que vivía en Los Teques y viajaba en su carrito todos los días hasta San Bernandino.
La presencia de Helena Olivieri cambió totalmente el ambiente de trabajo por su dulzura, sus cualidades artísticas y sencillez. Yo, en aquel enjambre de mujeres era un larguirucho muchacho que trataba de complacer a mis compañeros de trabajo de la mejor manera posible, pero no era más que un Auxiliar de laboratorista, que para serlo no requería título ni estudios sino tomar un cursito práctico de dos meses y listo. Es decir, no era un profesional: un don nadie, pero por alguna u otra razón, como digo, le caía bien todo el mundo. Con aquellas bellezas en nuestro laboratorio nos convertimos en el centro más visitado por los médicos. El apocado muchacho que era yo, a todo el que llegaba lo atendía dándole café, buscándole cómo ubicarles, sirviéndoles en todo lo que pudiese ser útil. Y, como digo, la gente me fue tomando cariño en las distintas áreas de trabajo, porque viéndolo bien yo no era un contrincante en absoluto para las pretensiones conquistadoras de los personajes de alto calibre como parteros, cirujanos, anestesiólogos, urólogos… Allí conocí al doctor Samuel Arizmendi uno de los más afamados parteros de Caracas, y quien trabaja en la clínica La Candelaria, uno de los profesionales de la medicina más amable, simpático y humilde que he conocido. El doctor Arizmendi era un hombre de ojos azules, de unos cincuenta años, calvo, de mediana estatura, casi atlético, con aficiones a los deportes marinos, y cuando me veía me daba muchos consejos: me tenía gran afecto. Estaba casado el doctor Arizmendi con una norteamericana y tenía cuatro hijos. Con el tiempo, el doctor Arizmendi sería quien atendería los partos de mis tres primeros hijos. Se volvería nuestro médico de familia.
Yo no creo que para entonces tuviese mérito alguno para que aquel ramillete de bellas mujeres del Laboratorio, por algún motivo, tuviera que tomarme en cuenta para cuestiones que no fuesen más allá del trabajo habitual, pero hubo de pasar, que Helena casi al conocernos se encariñó conmigo. Un afecto neutro, porque yo no podía tomarme nada en serio. No podía definir en ocasiones, hasta dónde llegaba el simple trato de mis funciones y ciertos estallidos eléctricos o sensibles provocados por mis juicios cuando jugábamos o echábamos bromas. A veces, al lado de estas preciosas damas, me ponía en vena, mi imaginación se exaltaba, y era capaz de resumir una idea, un sentimiento o presentar un retrato de un hecho o persona que resultaban certeros y hasta eran celebrados con risas y elogiosos comentarios.
Mi empatía con Helena fue cogiendo fuerza y ella comenzó a referirme hechos de su vida como estudiante en la universidad, y sobre todo de sus fallidas cuitas con un afamado médico, hermano del conocido artista Toco Gómez. Este médico, traumatólogo, trabajaba a media cuadra de la Maternidad, en la Clínica San Bernandino. Helena había quedado tan conmocionada por aquel fracaso amoroso, que me invitaba a hacer caminatas por los alrededores de la referida clínica privada, para ver si podía mostrármelo. Y qué podía hacer yo con verlo, y qué podía interesarme a mí tal sujeto. Pero bueno, era forma de confesarse, de tratar de entender qué había pasado con ese rompimiento, por qué habría ocurrido, y si ella había sido la culpable. Verdaderamente, qué papel más sonso para mí, pero bueno, con tal de estar al lado de Helena, cualquier cosa que ella me pidiese me parecía maravilloso. ¡Cuántas veces le acompañé en estos merodeos que nunca dieron resultado!
Qué podía yo significar para esta joven cuando me invitaba para estos paseos. Ella, así lo veo ahora, era también muy ingenua, en extremo apasionada y sin pizca de conocimiento de las picardías del hombre. A lo mejor fue el hombre de su primer beso, de su primera ilusión. Uno puede decir a estas alturas de la vida, que era extremadamente confiada, y soñaba todo el tiempo con encontrar a alguien que le amara de veras, pero tan dulce, tomando a pecho las cosas que era evidente que iba a sufrir mucho y que su suerte con los hombres estaría reducida solo a compartir momentos fugaces con ellos. Hay mujeres que nace sólo para momentos fugaces, para ilusiones de una semana, de un mes, hasta solo de una noche. Aquella su ingenuidad para entender las mañas y artificios de los que viven a la caza de oportunidades, acabaría por llevarla por mil caminos de desengaños y de esperas imposibles. Sobre todo entre aquella bandada de batas blancas que no perdían oportunidad para levantarse a la que se les atravesase en sus cubículos, en sus oscuras salas de trabajo. Era un medio que se prestaba para los flirteos sin tapujos en esas multitudes de vericuetos, entre armatostes de parabanes, los días de guardia, en aquellos escondrijos entre aparatajes de rayos X, sanitarios o salas de mantenimiento.
Mi poca cultura musical la obtuve gracias a mi amistad con Helena, quien llevó al Laboratorio un tocadisco junto con una fabulosa panoplia de discos longplay con clásicos de Beethoven, Mozart, Debussi, junto con los románticos latinos más destacados del repertorio cubano, argentino, brasileño, mejicano y del nuestro, por su puesto. No se perdían oportunidades en aquel ambiente para montar cualquier celebración de cumpleaños, siendo yo el experto en preparar cocteles, pasapalos o las guarapitas. Recuerdo que en uno de aquellos saraos, con bandadas de batas blancas brindando y parloteando, como hubo que bajar unas bandejas de un estante, Helena comentó que yo era muchacho espigado y listo. Uno de los galenos presentes se ofendió por su comentario, creyendo que se trataba de un solapado elogio a mi persona. Púsose en guardia el susodicho, viéndome ya como un potencial adversario de sus pretensiones, replicando con sorna: “- ¿Elevado en qué?”. En mi interior, y arrecho por el comentario, hube de callar y retirarme. Herido en mi amor propio. Aunque yo estaba profundamente convencido que iba a ser superior a todos ellos. Que iba a dejar huella, aunque no sabía cómo (a lo mejor Helena sí lo sabía) y a lo mejor nunca dejé ninguna. Pero entonces me urgía probarlo, y con dolor no tenía cómo… había de momento que tragar, y esperar a que el tiempo hiciera prodigios (como dijera el Libertador).
Un día, Helena coincidió en el ascensor de la Maternidad con el doctor Arizmendi, éste fue y le besó en los labios. Fue por ello que la vi llegar con su cajetilla de jeringuillas, en total agitación, temblándole las manos, encendida, roja, sin poder casi respirar: “-Acaba de pasarme algo…”. Me llamó aparte y me lo contó todo. No sé qué podía pensar de aquella joven, que se perseguía de ella aquel médico, pero ella se sentía muy emocionada por ser el centro de un nuevo y extraño acontecimiento.
El doctor Arizmendi le tenía un aprecio especial hacia Helena, todos los días iba y la visitaba en el laboratorio, y no sé si a través de aquel amor yo encajaba de algún modo en el especial aprecio que ambos me tenían. Yo estaba en el intríngulis de toda aquella trama por un motivo de neutralidad abismal en la que no afectaba las partes en sus delirios. Otra vez haciendo de confidente, un papel nada honorable. Quizá no supe entender mi parte en aquella combustión sentimental que ella como hembra tendía hacia mí, en medio de dramas de angustia y dolor, en medio de tantas contrariedades emocionales. Un día, al salir del trabajo, Helena me invitó a pasear en su carrito volwagen. Y comenzamos a recorrer varias autopistas de la ciudad, fuimos a tener hasta la Valle-Coche, luego nos regresamos y nos dirigimos a Petare. Y había en el aire tantos motivos para decirnos cosas, que yo no sabía cómo tratarlas o interpretarlas. No hablábamos casi, ella al volante, esperando que se dijera algo crucial y definitivo y yo sin saber qué decir, algo crucial que definiera un rumbo entre nosotros, aunque mi corazón estuviese al borde de intuir lo que pasaba entre nosotros. Fueron horas y horas de recorridos, hasta que finalmente ella me dejó en casa. Eso lo habría de recordarlo con nitidez absoluta sesenta años después. AUTTranscurría el año 1962, apenas tendría yo recién cumplidos los dieciséis años y trabajaba como auxiliar de laboratorista en la Maternidad Santa Ana, dependiente del Seguro Social. Entonces, conocí a la Helena Olivieri, bionalista licenciada en la Universidad Central de Venezuela.
En el año 1962, yo estudiaba yo cursaba el tercer año de bachillerato en el liceo nocturno de Caracas, “Juan Vicente González” (“JVG”, que en el día es el conocido “Andrés Bello”). Casi todo el cuerpo profesoral del liceo “Andrés Bello” también laboraba en el JVG, y creo que era uno de los mejores de Venezuela. En el Andrés Bello y en el JVG daban clase casi todos los que entonces elaboraban los textos de bachillerato, muchos de los cuales también eran profesores en la Universidad Central de Venezuela o en el Instituto Pedagógico de Caracas. En 1962, venía de tener una catastrófica experiencia con los dos primeros años de mis estudios en Secundaria por culpa de una materia que me llevó a reprobar el Segundo año: Matemáticas, la especialidad en la que años más tarde acabaría doctorándome.
Pues bien, al principio se suponía que por ser estudiante en el JVG, durante el día debía desempeñarme en algún trabajo, requisito exigido para poder ser alumno en el JVG. Pues no. Conseguí que un amigo me consiguiera una constancia como que si trabajase de ofice boy en un bufete (esta es otra historia que referiré en otro escrito).
Empezando mis estudios en el JVG, conocí a un joven, unos seis años mayor que yo, maracucho, llamado Silvestre Mabares, quien vivía cerca de donde se encuentra hoy el descomunal edificio de la CTV. Por esos lados, como he contado, mi familia ocupaba una casa de dos pisos (donde hoy se encuentra la sede de la Casa del Artista, en La Bombilla): todo un sector que fue remodelado porque por allí iba a pasar el Metro de Caracas.
Silvestre Mabares trabajaba como Auxiliar de Laboratorista en la Maternidad Santa Ana (del Seguro Social), en San Bernandino, y me tomó bastante aprecio, quizá porque yo no era tan mal estudiante y le explicaba las asignaturas más complicadas lo cual me agradecía bastante. Nos veíamos con frecuencia, y con esa extraordinaria amabilidad de los maracuchos me dijo que él me iba a conseguir un buen trabajo. Aquel tipo me parecía un personaje maravilloso, extraordinariamente generoso, y no olvido que en sus farras de fines de semana a las que me invitaba por los bares del centro de Caracas, a la final, de madrugada, nos metíamos, para rematar sus rondas peregrinas en algún burdel, pagándome estas faenas de pases y verónicas, que costaban entonces diez bolívares su servicio.
Mabares prometió buscarme un oficio lográndome ubicarme como aprendiz de quiropedista en un instituto que quedaba donde hoy funciona la famosa Clínica Caracas, en San Bernandino. Pero no fui buen aprendiz en eso de refilar callos de los pies, aunque lo que me encantaba de este trabajito era poder apreciar las esculturales damas que solicitaban este servicio, porque incluía masajes en los pies y en los jarretes.
Fracasado como quiropedista, seguí siendo adoptado por Mabares, quien solicitó un permiso en la Maternidad Santa Ana para que yo ingresase como aprendiz de Auxiliar de Laboratorista, encargándose él mismo de darme las clases. En aquel tiempo se desempeñaba como director del centro de Bionálisis de la Maternidad Santa Ana, el doctor Venancio Soto, otro personaje que me tomó especial cariño y quien se incorporó a nuestras farras de fines de semana. Soto tenía un Thunderbird blanco que era todo un acontecimiento en la Caracas de aquel tiempo, y allí algunas veces disfrutaba de largos paseos, muy orondo, acompañando a Soto como su secretario.
Un día, se dio el batacazo de que el laboratorio del Seguro Social ubicado en El Cementerio requiriese con urgencia de un Auxiliar, y Soto se movió para que quedase en ese cargo. Allí estaría trabajando como un mes, cuando Mabares hubo de retirarse hacia otros destinos y yo pasé a ocupar su puesto en la Maternidad Santa Ana.
La Maternidad Santa Ana era el mejor lugar del mundo para trabajar: tenía un excelente sindicato, contaba con comedor para los trabajadores, el ambiente era limpio, de lo más cordial, se trabajaba con holgura y tranquilidad. Todo se me presentaba provechoso, y fui premiado con una beca como complemento del sueldo y seguir en mis estudios. Acabé convirtiéndome en escribidor de crónicas sociales en un periodiquito que dirigía un anciano de nombre Manuel Pedriques, que se desempeñaba como Auxiliar en el Departamento de Farmacia. Mis crónicas movían a risa, primero por lo mal escrita y segundo porque ponía sobre el tapete los acontecimientos profanos que se realizaban en la Maternidad.
Yo, en verdad, era un muchacho muy ingenuo por decir (lo más) lo menos. En el ambiente del Laboratorio de la Maternidad Santa Ana, el personal era casi todo femenino. Venancio Soto, quien contaba unos treinta y cinco años se enamoró perdidamente de una de las bionalistas de la Maternidad, de nombre Susana. Cuando salíamos de farra, Venancio no hacía sino mentarla para todo, y cogía por esta razón unas cogorzas fenomenales; despechado lloraba, caía en depresiones y decía que esa mujer tenía que ser suya o si no se mataría. Un día corrió la noticia de que Susana tenía un novio y que estaba para casarse. Aquello fue para Soto un golpe bestial, y cuando salíamos a echarnos unos traguitos la desesperación y la tristeza lo desgarraban. Yo no encontraba cómo levantarle el ánimo porque era totalmente inexperto en el terreno de las lides amorosas, y tenía que dedicarme a escuchar sus lamentos sin fin toda la noche hasta que amanecía.
Cuando se anunció el día de la boda de Susana, vi a Soto demacrado, son esa sonrisa hierática de derrotado. Todo el personal del Laboratorio de la Maternidad recibió invitación, y el día del gran Sarao me enfluxé, y con Soto nos dirigimos a un exclusivo club en El Paraíso, donde se realizó, con orquesta, el gran fiestón. El sarao duró hasta las seis de la mañana, y Venancio estuvo muy alegre, bailando y tomando sin parar. Como a la siete de la mañana me dejó Soto en mi casa de La Bombilla, y él se dirigió a la Maternidad Santa Ana, buscó en el Laboratorio un poco de cianuro, lo disolvió en agua, salió y se sentó en un árbol que está en la entrada. Allí se sentó y se empinó de un solo trancazo aquella fulminante pócima. Un golpe que me afectó profundamente, y me produjo una desolación e ingrimitud espantosas. Y seguí siendo más inocente que nunca. Yo creo que era como el Cándido (de Voltaire) o más inocentón todavía. Recuerdo que en los detalles que Soto estaba preparando para matarse, un día consultó al famoso doctor Elio Chamate (yo estaba presente) sobre el modo como se suicidó el sabio trujillano Rafael Rangel. Yo siendo muy chamos cogí una gran afición por leer la historia de la medicina en Venezuela y para ello, pasaba horas consultando libracos en la Biblioteca Nacional que quedaba frente al viejo Congreso de la República.
Al morir Soto, hubo cambios tremendos en el Laboratorio de la Maternidad, quedando como directora del mismo, una espigada y escultural dama, de unos cuarenta años, solterona empedernida, de nombre Maritza. Esta era una jefa aristocrática, con mucha educación y finura, que vestía espectacularmente, pero con un rigor bastante conservador, por lo general de falda hasta más abajo de la rodilla, nada de escote, nada de insinuaciones, presencia y más presencia estilística. Yo hasta llegué hacerme la ilusión de que algún día ella tan adusta y yo un Sorel (de “Rojo y negro”), llegara a reparar en mí por mi peculiaridad y valor intrínseco aunque lo disimulara bastante bien. Bueno, con algún derecho puedo decir, que siendo un simple Auxiliar de Laboratorio, me había ganado el respeto y la consideración de todos los trabajadores de la Maternidad. Pero, vuelvo a insistir, yo carecía del genial atrevimiento de Sorel, era un muchacho muy inocentón, y no dejaba de aspirar a que en algún momento una beldad reconociera la buena estrella que en algún momento me acompañaría porque estaba seguro que alumbraría para mí.
Maritza andaba siempre por las nubes de la elegancia y del trato y yo debía ser para ella un simple pelafustán, un desharrapado. Poco a poco me iría dando cuenta de que ella rehuía el acercamiento de todo el mundo, fuesen hombres o mujeres, y en términos del sicoanalista Wilhem Reich a mi parecer ese rechazo a los hombres le provenía de encontrarse seriamente congestionada (en lo erótico).
En la Maternidad Santa Ana se trabajaba en dos turnos y había quienes hacían guardia quedándose cada cierto tiempo veinticuatro horas atendiendo parturientas. A mi me tocaba el turno de la mañana, de siete a una de la tarde, incluyendo los sábados, y me pagaban 550 bolívares mensuales. A la muerte de Soto ingresaron a trabajar en el turno de la mañana dos jóvenes extraordinariamente hermosas, Helena Olivieri y Ana María Kanko la primera como bionalista y la segunda como secretaria. Ana María Kanko había sido una reconocida volibolista, gloria de nuestro deporte en importantes torneos internacionales: escultural, morena, simpática y muy atractiva. Helena venía, como he dicho, de la Escuela de Bionálisis de la UCV, blanca, hermosa, de pelo largo y ojos castaños, de mediana estatura, muy simpática. Había otras tres bionalistas encantadoras que no entran en esta historia, una de ellas que vivía en Los Teques y viajaba en su carrito todos los días hasta San Bernandino.
La presencia de Helena Olivieri cambió totalmente el ambiente de trabajo por su dulzura, sus cualidades artísticas y sencillez. Yo, en aquel enjambre de mujeres era un larguirucho muchacho que trataba de complacer a mis compañeros de trabajo de la mejor manera posible, pero no era más que un Auxiliar de laboratorista, que para serlo no requería título ni estudios sino tomar un cursito práctico de dos meses y listo. Es decir, no era un profesional: un don nadie, pero por alguna u otra razón, como digo, le caía bien todo el mundo. Con aquellas bellezas en nuestro laboratorio nos convertimos en el centro más visitado por los médicos. El apocado muchacho que era yo, a todo el que llegaba lo atendía dándole café, buscándole cómo ubicarles, sirviéndoles en todo lo que pudiese ser útil. Y, como digo, la gente me fue tomando cariño en las distintas áreas de trabajo, porque viéndolo bien yo no era un contrincante en absoluto para las pretensiones conquistadoras de los personajes de alto calibre como parteros, cirujanos, anestesiólogos, urólogos… Allí conocí al doctor Samuel Arizmendi uno de los más afamados parteros de Caracas, y quien trabaja en la clínica La Candelaria, uno de los profesionales de la medicina más amable, simpático y humilde que he conocido. El doctor Arizmendi era un hombre de ojos azules, de unos cincuenta años, calvo, de mediana estatura, casi atlético, con aficiones a los deportes marinos, y cuando me veía me daba muchos consejos: me tenía gran afecto. Estaba casado el doctor Arizmendi con una norteamericana y tenía cuatro hijos. Con el tiempo, el doctor Arizmendi sería quien atendería los partos de mis tres primeros hijos. Se volvería nuestro médico de familia.
Yo no creo que para entonces tuviese mérito alguno para que aquel ramillete de bellas mujeres del Laboratorio, por algún motivo, tuviera que tomarme en cuenta para cuestiones que no fuesen más allá del trabajo habitual, pero hubo de pasar, que Helena casi al conocernos se encariñó conmigo. Un afecto neutro, porque yo no podía tomarme nada en serio. No podía definir en ocasiones, hasta dónde llegaba el simple trato de mis funciones y ciertos estallidos eléctricos o sensibles provocados por mis juicios cuando jugábamos o echábamos bromas. A veces, al lado de estas preciosas damas, me ponía en vena, mi imaginación se exaltaba, y era capaz de resumir una idea, un sentimiento o presentar un retrato de un hecho o persona que resultaban certeros y hasta eran celebrados con risas y elogiosos comentarios.
Mi empatía con Helena fue cogiendo fuerza y ella comenzó a referirme hechos de su vida como estudiante en la universidad, y sobre todo de sus fallidas cuitas con un afamado médico, hermano del conocido artista Toco Gómez. Este médico, traumatólogo, trabajaba a media cuadra de la Maternidad, en la Clínica San Bernandino. Helena había quedado tan conmocionada por aquel fracaso amoroso, que me invitaba a hacer caminatas por los alrededores de la referida clínica privada, para ver si podía mostrármelo. Y qué podía hacer yo con verlo, y qué podía interesarme a mí tal sujeto. Pero bueno, era forma de confesarse, de tratar de entender qué había pasado con ese rompimiento, por qué habría ocurrido, y si ella había sido la culpable. Verdaderamente, qué papel más sonso para mí, pero bueno, con tal de estar al lado de Helena, cualquier cosa que ella me pidiese me parecía maravilloso. ¡Cuántas veces le acompañé en estos merodeos que nunca dieron resultado!
Qué podía yo significar para esta joven cuando me invitaba para estos paseos. Ella, así lo veo ahora, era también muy ingenua, en extremo apasionada y sin pizca de conocimiento de las picardías del hombre. A lo mejor fue el hombre de su primer beso, de su primera ilusión. Uno puede decir a estas alturas de la vida, que era extremadamente confiada, y soñaba todo el tiempo con encontrar a alguien que le amara de veras, pero tan dulce, tomando a pecho las cosas que era evidente que iba a sufrir mucho y que su suerte con los hombres estaría reducida solo a compartir momentos fugaces con ellos. Hay mujeres que nace sólo para momentos fugaces, para ilusiones de una semana, de un mes, hasta solo de una noche. Aquella su ingenuidad para entender las mañas y artificios de los que viven a la caza de oportunidades, acabaría por llevarla por mil caminos de desengaños y de esperas imposibles. Sobre todo entre aquella bandada de batas blancas que no perdían oportunidad para levantarse a la que se les atravesase en sus cubículos, en sus oscuras salas de trabajo. Era un medio que se prestaba para los flirteos sin tapujos en esas multitudes de vericuetos, entre armatostes de parabanes, los días de guardia, en aquellos escondrijos entre aparatajes de rayos X, sanitarios o salas de mantenimiento.
Mi poca cultura musical la obtuve gracias a mi amistad con Helena, quien llevó al Laboratorio un tocadisco junto con una fabulosa panoplia de discos longplay con clásicos de Beethoven, Mozart, Debussi, junto con los románticos latinos más destacados del repertorio cubano, argentino, brasileño, mejicano y del nuestro, por su puesto. No se perdían oportunidades en aquel ambiente para montar cualquier celebración de cumpleaños, siendo yo el experto en preparar cocteles, pasapalos o las guarapitas. Recuerdo que en uno de aquellos saraos, con bandadas de batas blancas brindando y parloteando, como hubo que bajar unas bandejas de un estante, Helena comentó que yo era muchacho espigado y listo. Uno de los galenos presentes se ofendió por su comentario, creyendo que se trataba de un solapado elogio a mi persona. Púsose en guardia el susodicho, viéndome ya como un potencial adversario de sus pretensiones, replicando con sorna: “- ¿Elevado en qué?”. En mi interior, y arrecho por el comentario, hube de callar y retirarme. Herido en mi amor propio. Aunque yo estaba profundamente convencido que iba a ser superior a todos ellos. Que iba a dejar huella, aunque no sabía cómo (a lo mejor Helena sí lo sabía) y a lo mejor nunca dejé ninguna. Pero entonces me urgía probarlo, y con dolor no tenía cómo… había de momento que tragar, y esperar a que el tiempo hiciera prodigios (como dijera el Libertador).
Un día, Helena coincidió en el ascensor de la Maternidad con el doctor Arizmendi, éste fue y le besó en los labios. Fue por ello que la vi llegar con su cajetilla de jeringuillas, en total agitación, temblándole las manos, encendida, roja, sin poder casi respirar: “-Acaba de pasarme algo…”. Me llamó aparte y me lo contó todo. No sé qué podía pensar de aquella joven, que se perseguía de ella aquel médico, pero ella se sentía muy emocionada por ser el centro de un nuevo y extraño acontecimiento.
El doctor Arizmendi le tenía un aprecio especial hacia Helena, todos los días iba y la visitaba en el laboratorio, y no sé si a través de aquel amor yo encajaba de algún modo en el especial aprecio que ambos me tenían. Yo estaba en el intríngulis de toda aquella trama por un motivo de neutralidad abismal en la que no afectaba las partes en sus delirios. Otra vez haciendo de confidente, un papel nada honorable. Quizá no supe entender mi parte en aquella combustión sentimental que ella como hembra tendía hacia mí, en medio de dramas de angustia y dolor, en medio de tantas contrariedades emocionales. Un día, al salir del trabajo, Helena me invitó a pasear en su carrito volwagen. Y comenzamos a recorrer varias autopistas de la ciudad, fuimos a tener hasta la Valle-Coche, luego nos regresamos y nos dirigimos a Petare. Y había en el aire tantos motivos para decirnos cosas, que yo no sabía cómo tratarlas o interpretarlas. No hablábamos casi, ella al volante, esperando que se dijera algo crucial y definitivo y yo sin saber qué decir, algo crucial que definiera un rumbo entre nosotros, aunque mi corazón estuviese al borde de intuir lo que pasaba entre nosotros. Fueron horas y horas de recorridos, hasta que finalmente ella me dejó en casa. Eso lo habría de recordarlo con nitidez absoluta sesenta años después.