(EN LA GRÁFICA SE PUEDE VER, A LA DERECHA, AL ESCRITOR ARGENIS RODRÍGUEZ, A LADO DE UNA CARTELERA, EN EL LICEO JUAN GERMÁN ROSCIO…)
AUTOR Y COMPILADOR: Pedro Pablo Pereira
UN TAL SANT ROZ: El duro trance de la adolescencia…
Caracas, la Gran Ciudad, la de aquellos techos rojos que para la década de los cincuenta están casi desaparecidos; la semi-colonial metrópolis, dominada por negociantes portugueses, italianos, árabes y españoles y detrás de todos ellos el espasmo de millones de dólares que fluye por la renta petrolera. Caracas, “sucursal del cielo” para los ricos y caldera del diablo para los grandes cinturones de miseria. Caracas la de las rumbas tropicales, la que forjó en parte Marcos Pérez Jiménez y que empieza a modernizarse y la que se encopeta con las famosas “Torres de El Silencio”. No hay una ciudad más hermosa sobre la tierra, por su clima, por el imponente Waraira Repano; sus parques, sobre todo Los Caobos, sus teatros, sus múltiples plazas, sobre todo la Plaza La Candelaria.
Caracas tiene un lenguaje único, inconfundible, formado de las diferentes formas de habla de los que allí emigraron e hicieron una amalgama entre el maracucho, el oriental, mirandino, andino y, por supuesto, el florido hombre llanero. La Caracas moderna está hecha de esa gente que emigró de sus pueblos para buscar El Dorado al revés. Conformada, en gran medida, por gente venida de los llamados montes y sus culebras, de las frías montañas andinas, de los caliginosos hervideros del Zulia. Una Caracas amorosa y acogedora esplendorosa bajo la luz del sol, pero terrible e implacable durante la noche, para aquellos, los sin techo, que eran entonces cientos de miles.
En la década de los cincuenta se consideraba un privilegio para la gente de la providencia poder ir a la capital de Venezuela. No cualquiera se daba ese lujo; pero el que lo lograba por lo general no regresaba, se quedaba allá haciendo de chichero, jardinero, de lotero, de obrero de la construcción; muchos también se quedaban ateridos de soledad en algún callejón oscuro de unos balazos. O desaparecían para siempre; otros se quedaban a estudiar porque conseguían la posibilidad de hacerlo en centros nocturnos después de salir de los trabajos. Algunos vivarachos se enganchaban a la mafia de los partidos políticos, y se dedicaban al arte del timo.
La familia Rodríguez se está preparando para coger sus bártulos y dirigirse con aquel hatajo de cinco adolescentes, grandulones. Idilia está haciendo las gestiones para ver si se establecen en una casa de dos pisos que queda en La Bombilla. Para llegar allí el camino ha sido largo y culebrero: salir primero de Santa María de Ipire, pasar a Las Mercedes del Llano y de aquí a San Juan de Los Morros, para luego ir preparando ese portentoso salto la gran Metrópoli, en… medio de los turbiones de agonías y de desventuras.