EL ATENTADO DE LOS PRÓCERES
La visión de la naturaleza humana como rata
ha estado en el corazón
de la política norteamericana
de la Guerra Fría.
RICHARD J. BARNET
El 24 de junio de 1960 se produce un hecho estremecedor: el atentado de Los Próceres, organizado como sabemos en la finca «Radamés», de Trujillo. Se hizo detonar mediante un dispositivo de onda corta, una carga explosiva de 65 kilogramos de dinamita. El material fue adquirido en Suiza y la operación fue dirigida, desde Santo Domingo, por el jefe de Seguridad del dictador Trujillo, Johnny Abbes García; en Venezuela la coordinó el capitán de navío Eduardo Morales Luengo.
Sufre el presidente de la República quemaduras en la cara y en las manos, y apenas si puede salir por sus propios medios del Cadillac que ha quedado incendiado. Inmediatamente es internado en el Hospital Clínico Universitario. La conmoción por este hecho fue penosa en todo el país, pero quien más la sufrió fue Luis Beltrán Prieto Figueroa, no pudo contener las lágrimas. «Pero si no es nada Negro», le contestó Rómulo viéndole tan tembloroso en una de las salas del hospital. En realidad no era auténtico el dolor de Prieto, se entiende. El mismo Prieto, cuenta:
Al saber la noticia, atolondrado me precipité en el cuarto donde los médicos lo atendían. Mostraba la cara amoratada; sangrantes las manos y el cuerpo. Ante el horror y la indignación que me provocaba aquella visión, quebrada la voz, los ojos llenos de lágrimas, apenas acerté a balbucir algunas palabras. Al escucharlas reconoció mi voz, comprendió mi turbación y como para alentarme me dijo, levantando las manos:
—No es nada Negro, se trata de un accidente profesional, vete a Miraflores.
Betancourt lo conocía muy bien. En eso de conocer a los hombres era muy listo, y por eso se metió el país en el bolsillo. Ya sabía, por ejemplo, que los altos dirigentes comunistas (como Pompeyo Márquez y los Petkoff) estaban ansiosos por enchufarse en algún puesto público, y que realmente no buscaban la liberación nacional ni hacer la lucha revolucionaria. Él le diría luego a sus compañeros del CEN: «Yo no podré complacerlos durante este mandato porque las circunstancias me son muy adversas, pero ustedes podrán emplearlos y hacerlos útiles al Estado (adeco), cuando yo entregue en 1963».
La conmoción de este horrible hecho de Los Próceres, la noticia de la muerte de uno de sus edecanes más queridos, el desafío de los militares ultraderechistas que estaban demostrando tener una penetración tremenda en las Fuerzas Armadas, el aturdimiento en todo el cuerpo, le produjeron en principio una gran depresión a Betancourt y la sensación suprema que estaba perdido. Que no se podía luchar, ni mucho menos seguir en el poder, si Estados Unidos no cumplía lo que les había prometido en la reunión que él, Caldera y Jóvito habían tenido con el Departamento de Estado. Que estaba por repetirse la desgraciada situación del 48, cuando Estados Unidos les dejó en la estacada por deslumbrarse por lo que le ofrecían para sus negocios Pérez Jiménez y sus secuaces.
Aquello requería con urgencia una respuesta del Departamento de Estado, afortunadamente sus clamores fueron escuchados; se le respondió con la firmeza que el imperio deseaba y ratificaba su apoyo en los términos ya acordados en Nueva York; que nada variaba los acontecimientos provocados por el atentado, sino que aún más, se le iba a dar una lección a Trujillo por aquella provocación tan descabellada.
Esto calmó a Rómulo y le hizo llenarse de renovados ánimos para persistir en su proyecto, que no era otro que buscar el progreso de su país en un todo, de acuerdo con los intereses norteamericanos y su predominio geopolítico en la región.
¿Quién en aquel doloroso trance cuidaba a Betancourt, le lavaba y le limpiaba las partes pudendas? Pues, no era su esposa, sino la doctora Renée Hartmann de Coronil, quien desde hacía diez años venía, soterradamente, minándole el terreno a doña Carmen Valverde.
Un día en que Virginia se encontraba atendiendo a su padre, se presentó la doctora Hartmann. Momento difícil para los tres. Virginia, que estaba sentada manipulando una jeringa, se incorporó, sin saludar a la señora Renée, quien dio las buenas tardes. Virginia se excusó para salir del cuarto, pero a los pocos minutos la doctora Hartmann, confundida también, salió de la habitación pero se encontró con Virginia; entre las dos se produjo el siguiente diálogo:
—Tú quieres a papá, ¿verdad?
—Así es.
—¿Tú crees que es correcto, que estando él todavía casado te presentes aquí en ese plan de enfermera? ¿No te das cuenta de que eso puede provocar un escándalo?
—¿Y cuál es el problema?
—Que le estás haciendo mucho mal a papá, y debes entenderlo. En este mismo instante, si no te retiras, llamo a la Guardia y ordeno que te saquen.
Renée se retiró sin dar ninguna otra respuesta.
Cuando su hija volvió a la habitación, encontró a Betancourt viendo televisión plácidamente, como un niño:
—¿Te encuentras bien?
—Sí, hija— respondió él.
El primer partido (incluso antes que el propio AD) que hizo un pronunciamiento público condenando el atentado, fue el PCV. Unas declaraciones de Gustavo Machado fueron difundidas, a los pocos minutos del hecho, en todo el país y el extranjero. Los miembros del Buró Político del PCV se movilizaron para comunicar su repudio personalmente al presidente, y así lo expresaron al ministro sin cartera Ramón J. Velásquez. Cuando el doctor Velásquez le comunicó al presidente la solicitud de los comunistas, éste respondió: «Lo que quieren esos es reírse al verme en este estado. Gozar con lo que me ha ocurrido. Solazarse con ello».
A las siete horas de haberse producido el atentado, el presidente pide que lo trasladen a Miraflores para dirigirse a la nación. Ya había recibido un contundente apoyo de Washington. Aún postrado, expresa a los venezolanos: «Estoy hablando desde mi cama de enfermo. Tendré que ser breve. Entre las heridas leves que recibí ayer, fue una quemadura en el labio inferior que me dificulta la modulación de las palabras […]. Ocho horas después del atentado, con las manos vendadas me vine a Miraflores, porque el puesto del timonel es el timón».
Añadirá con serenidad y calma: «Aquí hay total estabilidad y fortaleza de las instituciones, y continuo firme para lo que el pueblo me eligió».
Se incorpora de la cama con las manos vendadas; jocoso y sereno le solicita a Alejandro Yabrudi, su secretario privado, que le traigan urgentemente a Clement. «Me fui a Miraflores y cuando el presidente me vio —refirió Clement— dijo: «Necesito un traje para aparecer en la televisión, pues no puedo salir en camisa. Quiero que los venezolanos vean que estoy vivito y coleando y el saco necesito que lo hagas tú, porque con las vendas en las manos no puedo ponerme ningún paltó».
Clement siguió refiriendo que tuvo que cortar una chaqueta que pudiera usarla con las dos manos quemadas, y aquellas vendas tan voluminosas que, tal como decía el presidente, parecían de verdad guantes de boxeo. «Entonces decidí hacer la chaqueta como se fabrican los automóviles, por piezas, y luego la armaría en el cuerpo del cliente.
Las mangas estaban abiertas por debajo del brazo y después que don Rómulo las tenía puestas se unían con un cierre. Me presenté en Miraflores con las piezas del saco y con la camisa. Ésta no tenía ningún problema porque se la hice de manga corta y ancha. Le fui colocando cuidadosamente todas las piezas del saco: el paltó quedó perfecto.
Cuando Betancourt se vio en el espejo quedó contentísimo; era un traje azul oscuro».
Entre los que estaban al lado de Betancourt en hora tan difícil, se encontraba Diego Cisneros, quien atendía los detalles para presentar a Betancourt por televisión. Betancourt le decía al señor Cisneros:
La gente anda hablando pendejadas de que estoy ciego, que no oigo y que perdí facultades. Necesito que me vean Diego, sin ningún papel, sin ningún apunte, para que se convenzan de que soy el mismo Rómulo. La televisión es una gran vaina porque convence o destruye. Si me ven con una bata de enfermo me jodo. Tengo que aparecer como todo un presidente, con dignidad y bien vestido, y fíjate cómo tengo las manos.
Un presidente no puede dar lástima. La televisión es un poder Diego, por eso me gustaría verte al frente de Televisa.
Y gracias a don Diego Cisneros y a Clement, «el sábado 16 de julio, veintidós días después del atentado, a las ocho de la noche, pudo aparecer Rómulo impecablemente vestido de azul marino, con las dos manos vendadas sobre el escritorio y con su clásica voz atiplada».
Dijo en su estilo adeco-chillón:
Aquí estoy como el Morocho Hernández, ¡con los guantes puestos! […] Conciudadanos. Hubiera sido mi deseo comparecer ante las cámaras de televisión, menos descalabrado de lo que estoy aún, pero me llegaron tantas versiones que corrían en la calle, que consideré conveniente que los venezolanos se dieran cuenta de que el presidente que eligieron está en plenitud de sus facultades mentales y en franco proceso de recuperación física.
Luego de sus palabras hubo una rueda de prensa, y cuando ésta terminaba se le quebró la voz y se le salieron las lágrimas. Recordó a F. D. Roosevelt y a Richard Nixon con sus respectivos perros, y fue entonces cuando habló de Little Gay, un perrito que lo acompañó en el exilio en Costa Rica, Estados Unidos, La Habana y Puerto Rico. Little Gay, el pequeño vagabundo, después del atentado, en vista de que Betancourt no regresaba a su residencia presidencial de «Los Núñez», escapó de casa. La familia presidencial se alarmó. Betancourt, postrado en una cama en Miraflores, preguntaba quejoso por Little Gay, y decía: «Lo que me faltaba: el pobre no está acostumbrado a andar solo por la calle, y me lo puede matar un carro, y se le quebraba la voz».
Fue tan exhaustiva la investigación que hicieron los cuerpos policiales, que a los tres días lo encontraron, y Betancourt lo mencionó en su discurso: «Mi leal perro del exilio».
Little Gay había cambiado la vida y hasta la estructura de la casa presidencial, en cada baño y varios ángulos de la piscina, se hallaban dispuestas poncheras con agua potable para uso exclusivo del animalito.
La historia de Little Gay es larga y conmovedora. En una ocasión se hizo una colecta en el exilio; Juan Pablo Pérez Alfonzo, Manuel Pérez Guerrero y Carlos D’Ascoli hicieron una «vaca» y le compraron a Virginia, la hija de Betancourt, por cien dólares, un bello perro de raza.
El animalito murió a los pocos días, lo que fue un golpe brutal para la niña; pero todo fue resuelto cuando a Virginia, para compensarle esta pérdida, se le regaló Little Gay. Betancourt solía decir que Little Gay tenía olfato político, por lo que había abandonado a su verdadera dueña, convirtiéndose en su inseparable amigo.
Cuando Little Gay murió, años más tarde, Betancourt pasó tres días sin probar comida, y en ocasiones se quedaba pensativo y se le veían lágrimas correrle por sus mejillas.

















