LAS PERRITAS EN LA MANIPULACIÓN POLÍTICA
La prédica y la práctica de los pacifistas
de Inglaterra y de los Estados Unidos (amantes de los perros) fueron una causa de la Guerra Mundial.
WALTER LIPPMANN
Para 1955, Betancourt había cambiado mucho su manera de pensar, su estilo de vida, la concepción sobre nuestros valores criollos o vernáculos; casi nada de eso le quedaba. Puede decirse que para entonces su existencia había dado un vuelco total, afectada por el estilo de vida yanqui. No se perdía las fiestas del Thanksgiving Day o Halloween, ni la celebración de la Easter y las patrióticas del 4 de julio.
Le encantaban los himnos al trabajo de las empresas emblemáticas norteamericanas, que entonan esas niñas de faldas cortas en algunas esquinas, agitando las banderas de las barras y las estrellas; el espectáculo de las luces de artificio en Nueva York cada inicio de Año Nuevo; el espectacular orden que veía en todo; la limpieza ejemplar de las avenidas, plazas y mercados; esos rutilantes edificios preñados de anuncios seductores. Pero, fundamentalmente, le cautivaba la manera gringa de hacer política; los bellos carteles, los coloridos escenarios de las convenciones de los partidos Demócrata y Republicano, con sus banderas y banderines y otra vez, con sus niñas de faldas cortas; las luces y voces con que se amenizan estos grandes encuentros; los discursos cortos y sencillos; esa manera de introducir elementos sicológicos penetrantes y avasalladores para impresionar a las masas.
Lo seducía el genial uso de los medios y de la propaganda, el poder de la actuación, que pareciera realmente que todo Hollywood fuese el vientre mismo donde se gestan las actuaciones de los políticos. Los efectos mediáticos comenzaban a sustituir los programas ideológicos, las ideas de fondo, cualquier tipo de principio. Caía en cuenta Betancourt que la gente es sumamente moldeable, manipulable; que aquella aparición del presidente Eleazar López Contreras en un balcón, en momentos en que su gobierno se tambaleaba, cargando a su hija, lo salvó de un inminente descalabro. Eso para él había sido un genial efecto psicológico, digno de lo mejor que se podía producir en los más clásicos filmes de Hollywood, difícil de olvidar.
Betancourt se embebió en la literatura rápida de magazines,
bestsellers, prensa amarillista en general; todo tipo de periódicos que se editaban en Estados Unidos; también recibía cada mes paquetes de revistas de Chile, Colombia, Argentina, Costa Rica y México. Era, pues, todo un hombre muy bien informado.
En verdad que en los Estados Unidos tenía todo cuanto había querido y soñado.
Pero bueno, había nacido con el gusanito de la política, era una figura de primer orden en el hemisferio occidental y en su país; políticamente, nadie le daba por los talones.
Sin embargo, en ese país se daban historias que le conmovían profundamente, y a veces soñaba con hacerse norteamericano. Los yanquis habían descubierto todo lo bueno y maravilloso de este mundo: el cine, el entretenimiento, la comida rápida, el poder tecnológico de las máquinas, lo más sublime del progreso y, sobre todo, el amor a los animales. Igualmente el uso genial de los animales para dominar en el terreno de la política.
La historia que se le metía en los huesos, que le reverberaba cada mañana al tomar el café y leer los periódicos, era la del momento en que la perrita Fala, de Franklin Delano Roosevelt, logró que él ganara la reelección. Entonces Rómulo comenzó a sentir que ciertamente no hay amor más tierno que el que despierta una perrita. La gran pasión de Franklin Delano, a diferencia de J. F. Kennedy, por ejemplo, no fueron las mujeres, sino su idolatrada Fala.
Un día, la prima de Roosevelt, Margaret Suckley, le dio un flechazo definitivo cuando le llevó a una negrita y traviesa cachorrita de terrier escocés. Entonces, emocionado, levantó en brazos a la hermosa perrita afirmando que hacía años que deseaba criar un perrito desde su más tierna edad, ya que la mayor parte de sus perros le habían llegado ya adultos. Cuéntase que «hombre y perra se miraron a los ojos y la flecha de Cupido dio en lo más hondo del corazón del presidente». Eleanor, su fea esposa, puso sus objeciones afirmando que la Casa Blanca no era buen sitio para criar a un cachorro, pero él logró convencerla y a fin de cuentas la peluda bebecita se quedó, no sin que antes se le apodara Fala, un nombre que se asociaría a la fama de su incondicional compañero.
Esta fiel mascota se hizo adicta a su socio. Era la viva sombra de su amo, y lo seguía hasta en los momentos en que alguna urgencia fisiológica lo obligaba a visitar el baño. Era presencia segura en su estudio, comía en el Despacho Oval (un lujo que muy pocos seres humanos se han permitido), y se echaba en lujosísimas alfombras al pie de la cama de su dueño.
Pocas semanas después de haber arribado a la Casa Blanca, Fala provocó un espanto de padre y señor nuestro, cuando presentó una calamitosa infección intestinal. Regó su acuoso excremento fétido por alfombras carísimas, y F.D. Roosevelt salió como loco para llevarla al veterinario. Mientras que el especialista examinaba a Fala, su amo se mordisqueaba las uñas y trataba de ocultar sus lágrimas. El regreso de Fala, una vez recuperada de sus males, le devolvió la tranquilidad al mandatario, quien para evitar futuros riesgos, ordenó que jamás nadie le diera nada de comer a la perra. «Ni una migaja a Fala, al menos que venga de la mano misma del presidente», dijo de manera tajante.
Luego veremos por qué esta historia va a tener toda una réplica republicana en su versión criolla, en la vida de Betancourt, a partir de 1958, una vez que se establezca de nuevo en Venezuela.
Desde aquella pavorosa diarrea, Fala no volvió a padecer dolencia alguna. El presidente recordaba el percance con buen humor, «¡perra maromera, que me hizo olvidar que precisaba silla de ruedas y salí corriendo como atleta!» No obstante, la alimentación de Fala siempre corrió a manos de su amo personalmente. Fred D. Fair, portero del vagón personal «Fernando Magallanes» del presidente, dio el siguiente testimonio: Yo servía sus comidas y hacía su cama. Servíamos al presidente highballs antes de la cena. Antes de que F. D. Roosevelt se sentara a cenar, preparaba la comida de Fala. El plato era sostenido por el presidente para Fala. Luego él formaba los bocados y los colocaba con infinita paciencia y ternura en la boca de la perrita, quien incontables veces comió sentada en sus piernas. A veces FDR le canturreaba y la estimulaba a comer más. Muchas veces, importantes dignatarios y jefes de Estado esperaban sentarse a la mesa mientras FDR se tomaba su tiempo dándole la comida a su perra. Hasta que quedaba satisfecha, entonces FDR pasaba a comer él.
En la última semana de diciembre de 1941, 26 naciones que estaban en guerra contra el Eje negociaron una declaración de unidad y propósitos.
El documento fue firmado a las 10 de la noche en el despacho del presidente. Mientras los presentes no hacían un solo ruido, unos ronquidos de olla invadieron el ambiente. Era Fala quien dormía a pierna suelta en un sillón, sin que se le diera nada la firma de tan significativo tratado.
Otro ejemplo de las libertades con que había sido criada la famosa mascota, se dio el 6 de junio de 1944 —día del desembarco de Normandía— F. D. Roosevelt estaba en el Despacho Oval pendiente del desarrollo de la más grande operación militar anfibia de la historia, no se perdía un detalle de las noticias junto a sus invitados, pero Fala andaba correteando entre las piernas de todos ellos.
La eterna presencia de Fala a veces ponía en aprietos al presidente, sobre todo cuando quería echar su canita al aire sin que nadie lo supiera. El Servicio Secreto informaba que por más que quisiera mantener oculta la presencia del mandatario, dos cosas delataban que andaba por ahí. Primero era la construcción de rampas para su silla de ruedas. La otra era la presencia de Fala, quien a menudo insistía en que la pasearan sin importar protocolo o el itinerario del tren. Fala llegó a ser tan célebre como su amo, y los miembros del Servicio Secreto, viendo que el mandatario jamás viajaría sin la perra, le adjudicaron a la indiscreta mascota el seudónimo de «El informante». Fala hasta contribuyó a que F.D. Roosevelt saliera electo para el último período presidencial que no habría de completar debido a su muerte, el 12 de abril de 1945. En septiembre de 1944, el presidente debió hacer un viaje a las islas Aleutianas. El barco ya había arrancado en su viaje de regreso cuando el presidente notó que faltaba su alter ego. Afligido, hizo que un acorazado se regresara a la isla para recoger a la perra, costando este viajecito millones de dólares al pueblo contribuyente de los Estados Unidos. A su retorno, varios medios criticaron que se hubiese enviado un buque militar a rescatar a la perra, y entonces su amo montó en cólera. Pronunció su famoso «Discurso de Fala», el 23 de septiembre de 1944, en el que dijo: Ah, bueno. Ahora los líderes republicanos no sólo atacan mi persona o a mi esposa o mis hijos. No pudiendo contentarse con eso, ahora incluyeron a mi perrita Fala. Por supuesto que yo no resiento los ataques y a mi familia no le importa, pero a Fala le resiente. Ustedes saben que es escocesa, y al saber sobre el chisme de quedar abandonada, su furioso espíritu escocés se ha enojado. No ha sido la misma perra desde entonces. ¡Y yo me abrogo el derecho de resentirme por tales ataques contra mi inocente perrita!
Así, Fala se garantizó un lugar de honor en el corazón de los votantes, y F.D. Roosevelt pudo ser electo por cuarta vez gracias a su buen rendimiento como presidente, pero también ayudado por Fala.
Más tarde, esta candorosa historia habría de ser aprovechada por uno de los hombres más farsantes, más tristes, deprimentes y desgraciados que pudo haber tenido Estados Unidos: Richard Nixon. La vivió íntegramente Betancourt y la discutió durante largas noches en su apartamento de Nueva York con Gonzalo Barrios, Raúl Leoni y José Figueres. Nixon, como sabemos, no tenía escrúpulos de ningún tipo para hacerse con recursos y lograr la Presidencia, y encontró un día una gran mina manipulando la sensibilidad de sus compatriotas mediante el uso de una perrita como la de Roosevelt. Nixon encontró su salvación en un animalito que llevaba el nombre de Checkers.
Qué tierna es la sociedad norteamericana, tan maravillosamente protectora de los animales, el reino de las mascotas. Checkers fue el principal aliado de Nixon en Washington, en los trepidantes días de 1952. El joven político, con las manos algo manchadas de tanto hacer negocios sucios con McCarthy, tenía dificultades para darse un apretón de manos con Ike Einsenhower, el presidente, y así lograr la candidatura a la vicepresidencia. Checkers fue la toalla con la que se limpió. Una intervención en televisión, con su cariacontecida mujer al lado —tuvo que soportar que millones de chismosas y ricas americanas supieran que no tenía abrigo de visón pero sí uno republicano, según lo definió su tacaño marido, con una adecuada y medida mención a su querido Checkers— que le ganó el cariño de millones de futuros votantes. Esta alocución que fuera llamada My side of the story, aparece en el sexto puesto entre los 100 discursos de mayor impacto en la historia de los Estados Unidos de América.
Fue así como, asediado por las críticas y las sospechas, Richard Nixon acudió a un programa de televisión para limpiar su honor, pues se le acusaba de buscar contribuciones financieras no declaradas para su campaña política, y de emplear en su propio beneficio los fondos electorales.
El candidato a la vicepresidencia del gobierno de los Estados Unidos (aún no era presidente), apareció en el mencionado programa, de máxima audiencia y con el formato de confesiones, para presentar una declaración de sus pertenencias. Haría una mención pormenorizada de sus bienes inmuebles, dinero líquido, las hipotecas que debía, el efectivo que había en la caja fuerte en la residencia de sus padres… un discurso ciertamente técnico de sus posesiones.
Tiempo después se sabría que lo que parecía una inocente declaración, fue en realidad todo un artificioso show, preparado con ocho días de antelación que se ensayó una y otra vez para hacerlo aparecer lo más creíble posible: fue también conocido como el Checkers speech. Por tanto, lo que parecía una confesión espontánea y emotiva, no era más que la interpretación de un buen guión escrito por algún especialista en persuasión. Al conocerse la farsa, Nixon se derrumbó, dando paso al hombre sombrío que en realidad era, lastre que le acompañó durante toda su carrera política.
Casos como el de Nixon, inteligente vendedor de slogans y spots publicitarios, sólo pueden darse en un país de enormes ignorantes y seres altamente manipulables como los gringos. Este deprimente ser diría un día: Uno de los mejores momentos de la celebración de mi sexagésimo primer cumpleaños […] fue cuando Tricia me sugirió que necesitábamos hacer un «alto» en nuestro camino a Palm Springs y nos dirigimos a un McDonald’s. Hacía años que oía decir a nuestras hijas que el Big Mac era realmente algo especial, y aunque suelo atribuir a la señora Nixon el mérito de hacer las mejores hamburguesas del mundo, ambos estamos convencidos de que McDonald’s no le va muy a la zaga […] La próxima vez que el cocinero tuviera una noche libre, ya sabíamos adónde ir para conseguir un servicio rápido, una agradable hospitalidad y, probablemente, uno de los mejores lugares donde comprar comida de Norteamérica.
McDonald’s hizo distribuir por millones esta declaración de Nixon, la estampó en sus anuncios, vasos y servilletas, y claro, le pasó una buena pasta al que expresamente la había hecho, para ganarse un dinerito. Así era Nixon, y Betancourt ya no veía nada malo ni antiético en esta clase de negocios.
Eso estaba bien. Pero, en realidad la preferencia de Nixon y su familia por las Big Mac, no era no era nada inocente y sí reportaba jugosas retribuciones:
En 1972, Kroc donó 250.000 dólares a la campaña para la reelección del presidente Nixon […] Nixon tenía, pues, muchas razones para que le gustara McDonald’s ya bastante antes de probar una de sus hamburguesas. Kroc no conocía al presidente, la donación no se debió a una amistad o afición personal. Aquel año, la industria de la comida rápida estaba presionando al Congreso y a la Casa Blanca para que aprobaran una nueva ley —conocida como «ley McDonald’s»— que permitiría a los empresarios pagar a los muchachos de dieciséis y diecisiete años salarios un 20 por ciento inferiores al salario mínimo […]
La administración de Nixon apoyó la ley McDonald’s y permitió que la cadena subiera el precio de su Cuarto de libra, a pesar de los controles perceptivos de salarios y precios que limitaban la acción de otras cadenas de comida rápida.
Quede pues hasta aquí esta tierna historia cuyos efectos ya sobre la tierra se han hecho tan naturales, que han creado con miles de libros, de películas, con miles de industrias, toda una cultura de profundo amor en nuestras sociedades por las mascotas. Ahora éstas metidas en la política son otra cosa que no conocíamos; veremos la fuerza que tuvo en Rómulo, incluso, en el último momento de su muerte.