JOSÉ SANT ROZ
¿Qué leían aquellos jóvenes con los que se reunía Betancourt? A Caracas llegaban clandestinamente periódicos y revistas que se editaban en México, La Habana, Nueva York, Argentina y España. El gran tema político era la Revolución Rusa y la lucha de los trabajadores en los Estados Unidos. Discutían sobre las brillantes acciones de la IWW (Industrial Worker of the World) que en poco tiempo había conseguido movilizar miles de trabajadores (estibadores, cargadores y camioneros), a favor del socialismo en Estados Unidos. En esta literatura se planteaba que la gran lucha era contra la esclavitud del capitalismo, y que según las bases programáticas de IWW la clase obrera y los empresarios no tienen nada en común: «No puede haber paz mientras millones de trabajadores padezcan hambre y necesidad, y los pocos que componen la clase empresarial disfrutan de todas las comodidades de la vida […] La lucha entre estas dos clases debe continuar hasta que todos los trabajadores se unan en el campo político, así como el industrial y tomen lo que producen con su trabajo, mediante una organización económica de clase obrera sin afiliación a ningún partido político».
Hubo una época en que se creyó que en Estados Unidos podía darse algo parecido a la Revolución Rusa, porque para finales del siglo XIX se habían producido un promedio de más de mil huelgas al año. En 1904, estallaron en Norteamérica más de cuatro mil paros laborales. Los obreros realizaban entrenamiento militar para cuando llegara la hora de tomar el poder. Se hablaba en estos círculos de la acción directa, tomar las armas e implantar la dictadura del proletariado, acabar con la propiedad privada y abolir la esclavitud salarial. Rómulo se identificaba con estos proyectos, y entendía que los enemigos eran muchos y evidentes: los dueños de periódicos siempre serviles al sistema, los administradores de la «justicia» y la constitución de unas fuerzas armadas eminentemente represivas y al servicio de los intereses de la burguesía.
La palabra que más se oía en estos círculos era socialismo, y se sabía que en ese país del norte circulaban unos sesenta semanarios de izquierda. Entre los objetivos más resaltantes de estas luchas estaba el lograr derechos políticos para la mujer. Esto le parecía a Rómulo admirable, glorioso, inmensamente humano. Se identificaba mucho socialismo con feminismo. Mientras el capitalismo imperara con sus miserias —era una posición de Rómulo— la mujer no conseguiría emanciparse.
El país más poderoso del mundo era al mismo tiempo el más opresor, criminal y menos democrático: todavía se producían ante la indiferencia total de sus presidentes, linchamientos de negros en Georgia, Brownsville, Alabama y Texas. La voz de los socialistas clamaba por justicia, y todo este estado de inmensa conmoción tuvo su momento más crítico con la matanza de Ludlow, producto de una huelga del carbón en Colorado. Había sucedido en abril de 1914, y once mil mineros se levantaron en desafiante batalla contra el ejército capitalista. Para contenerlos, las mafias del potentado Rockefeller contrataron pistoleros y esquiroles dirigidos por la agencia de detectives Baldwing-Felts. La familia de los poderosos Rockefeller era la más experta atropellando y asesinando trabajadores, y para reprimirlos empleaban también —pagándoles a su vez un estipendio— a miembros del ejército norteamericano. Ante este acoso se hizo un llamamiento a las armas. Centenares de huelguistas marcharon contra los soldados, se erizó de manifestaciones y protestas el país, y varios piquetes marcharon hacia el edificio Rockefeller, del número 26 de Broadway, en Nueva York. En esos días, barcos de guerra gringos bombardearon a Veracruz, en México, y mataron a más de cien mejicanos. ¿Qué relación tenía una cosa con la otra? El sistema de supervivencia imperial instintivamente reaccionaba ante el acoso terrible de la clase obrera para crear una unidad pro bélica en un país «amenazado» por tantos enemigos internos. Se aplicó la máxima: «Cuando estés mal internamente, invéntate una amenaza exterior, una guerra».
Con todos estos aires colmados de deseos de luchar por la humanidad y por los trabajadores, soñando que no estaba lejos el día en que llegara la dictadura del proletariado, en estos círculos de jóvenes no se hablaba de otra cosa que tomar un cuartel, y salir como hicieron aquellos trabajadores de Denver, a escupirle en la cara al dictador y provocarle donde más le doliese, en uno de sus reductos militares.
Fue así como se produjo el amago de golpe dirigido por Rafael Alvarado Franco, el 7 de abril de 1928. Se supone que Rómulo, pues, apenas llega de Puerto Cabello se incorpora al grupo que ataca al cuartel San Carlos. Una de las leyendas refiere que después de los disparos, Betancourt fue buscado por la policía, pero sorprendentemente logró escapar, tomando el barco Táchira, en Puerto Cabello, disfrazado de campesino.
«Las historias fueron ridículamente exageradas. Cuenta Juan José Palacios, por ejemplo, que el único servicio prestado en esa acción por Miguel Otero Silva, fue llevar un revólver Colt-Caballito para que los subversivos lo usaran. Por su parte Silvio Ruiz sostiene que fueron muy pocos los estudiantes que, fusil en mano, combatieron a Gómez ese día 7 de abril: apenas Fidel Rotondaro, Francisco Rivas Lázaro, Antonio Arráiz, Jesús Miralles y Germán Tortoza. Pero resultó que Jóvito Villalba, Betancourt, Leoni y Otero Silva se erigieron en aduaneros vitalicios de
esa fugaz intentona, y los únicos nimbados en toda crónica que luego se escribió sobre ella».
Betancourt la recoge en su magna obra de esta manera: «Esa presión popular nos abrió las puertas de la cárcel. Salimos a la calle a conspirar. La repulsa colectiva contra Gómez y su régimen, el repudio nacional a un gobierno opresivo y corrompido, encontró eco en varios oficiales de las fuerzas armadas. Y una noche, la del 7 de abril de 1928, en connivencia con aquéllos, fue tomado el Palacio Presidencial (del cual siempre estaba ausente Gómez, quien vivía en su amurallado reducto de Maracay) e intentamos apoderarnos del cuartel San Carlos, arsenal provisto de cuantioso material bélico. Fracasamos en el intento audaz y me quedó por muchos días, junto con la amargura de la derrota, el traumatismo que me dejaran sobre el hombro derecho los culatazos del máuser, manejado con inexperiencia de novato. Vino la cárcel indefinida para unos. Otros buscados activamente por la policía, debido a su probada injerencia en la revuelta fallida, logramos salir furtivamente del país y tomar el camino del destierro, que debía durar ocho años.»
Nada de furtivo: el padre de Betancourt, don Luis, sin contratiempos ni amenazas de ningún tipo, lo mandó a Curazao para que estudiara un poco de inglés, para que paseara y se le despejara un poco su cabeza un tanto atolondrada. Y además, hasta con recomendaciones del mismo gobierno, como pasó con muchos jóvenes de familias de clase media que eran becados por el Estado después de cometer ciertas «locuras».
Claro, don Luis no quería que su hijo anduviese criticando a Gómez, quien a fin de cuentas había pacificado el país, después de tan desastrosas y pertinaces guerras. Para un comerciante como don Luis, quien había leído y conocido las horribles historias de tragedias de caos, bandidajes y ladronismos, el hombre necesario, irremplazable e inevitable debía ser Gómez. Él se lo había dicho muchas veces a Rómulo: —El día que el general Gómez se muera cojo mis macundales y me voy para España.
Con el tiempo, todas estas historias de luchas contra el tirano se desfigurarían con la contribución de los pocos periódicos y panfletos que se comenzaron a imprimir poco después de la muerte de Gómez.
Agentes viajeros de las casas comerciales Blohm y Boulton, llevaban y traían estos cuentos a estos periódicos en los que Rómulo y Leoni aparecían como los más audaces muchachos de la generación del 28, los que casi acaban con el más feroz gobierno de América Latina.
Contaban que a Leoni por poco lo matan cuando saltó una tapia del cuartel San Carlos perseguido por 40 soldados que le disparaban por la espalda. Alguien aderezó la leyenda agregando que Betancourt entró al cuartel a sangre y fuego y que se le «inflamó el hombro derecho» de tanto disparar. De ser estas historias ciertas, no quería decir otra cosa sino que el gobierno de Gómez era uno de los más suaves de América Latina, porque en verdad a Betancourt sólo se le retuvo por unas horas en un puesto de policía y a Leoni no se le tocó un pelo.
Juan José Palacios señala que en el asalto al San Carlos participaron entre otros: Ildemaro Lovera, Arcia Casañas, el teniente Barrios, Eduardo Escobar Añez, el capitán Dubornais, el teniente Leonardo Leefmans, Jesús Miralles y Francisco Betancourt Sosa. Pero, además, que Rómulo Betancourt y Raúl Leoni «no fueron vistos ni por quienes estábamos a cien metros del cuartel por la parte de arriba, ni por el grupo de la Plaza Panteón […] Se hallaban escondidos».
Puso empeño Betancourt al difundir la leyenda, que él estuvo disparando durante cinco horas con un pesado máuser 71-84, siendo él un tío tan cacaseno. Silvio Ruiz sostiene tajantemente que Betancourt jamás fue detenido por Gómez.
La propia hermana de Betancourt, Helena, cuenta que para esa época su familia vivía en una casa situada de Jesuitas a Tienda Honda, y que jamás sufrieron durante el régimen de Gómez amenaza o represión alguna, porque el mismo dictador había ordenado «que no molestaran a mi padre, porque él era un hombre de trabajo». Pero es tal la farsa con que inflaron esta leyenda, que la misma Helena dirá que ciertamente Rómulo tomó parte en el asalto y, que el revólver que llevó, se lo entregó su padre con estas palabras: «—Hijo, cumple con tu deber. Cuando Rómulo regresó a la casa estaba triste por el fracaso. Mi padre los acompañó hasta Puerto cabello y lo ayudó a salir clandestinamente del país en un barco que lo llevó a Curazao».
En la Memoria y Cuenta del Ministerio de Relaciones Interiores del año 1929, se recoge lo acontecido en el ataque al cuartel San Carlos, el 7 de abril de 1928. Dice el informe oficial:
Estados Unidos de Venezuela
Ministerio de Relaciones Interiores
Dirección Política.
Telegrama No 99
Caracas, 2 de febrero de 1928.
Presidente del Estado Aragua
Maracay
Recibido. Queda en cuenta este Despacho de haber clausurado sus sesiones la Asamblea Legislativa de ese Estado. Dios y Federación, Pedro M. Arcaya.
En forma análoga se contestó a los demás Presidentes de Estado.
ORDEN PÚBLICO
Circular relativa a los sucesos del 7 de abril
Estados Unidos de Venezuela
Ministerio de Relaciones Interiores
Dirección Política
Telegrama Circular
Maracay: 8 de abril de 1928
Gobernador del Distrito Federal
Caracas
Me encarga el Benemérito General Juan Vicente Gómez, Presidente de la República, hacer saber a Usted para su conocimiento y el de los pueblos de su mando, que en la madrugada de ayer 7, el Capitán Rafael Alvarado, del Regimiento de Artillería No 1, valiéndose del subteniente Rafael Antonio Barrios, del Batallón acuartelado en Miraflores, en la Capital de la República, hizo sublevar dicho batallón asesinando los alzados al Capitán González e hiriendo gravemente al Coronel Aníbal García, quien falleció poco después y quien era el segundo jefe de ese cuerpo, que lo regía en ese momento, por estar enfermo en su casa el primer Jefe Coronel Jesús García. Marcharon seguidamente hacia el Cuartel San Carlos, depósito de un cuantioso parque, de que contaban apoderarse mediante la complicidad del subteniente Agustín Fernández, jefe a esa hora de la Guardia de Prevención del mismo. Pero antes llegó allí el General Eleazar López Contreras, Jefe de la Brigada a que pertenecen las fuerzas del expresado cuartel, quien arrestando a Fernández, organizó rápidamente la resistencia a los traidores. Estos fueron recibidos a balazos, trabándose un breve combate con la derrota de los sublevados, quedando prisioneros el capitán Alvarado y los subtenientes Faustino Valero y Leonardo Lefmann. Estos, el subteniente Fernández ya citado, dos oficiales subalternos más y algunos cadetes que fueron reducidos a prisión por aparecer comprometidos en el movimiento, serán sometidos al juicio correspondiente. Escapó y se busca con el mismo objeto al Subteniente Barrios.
Fueron heridos en el combate los subtenientes leales José Pino y Jácome Varela. De los traidores resultaron heridos dos soldados y muerto el ciudadano Manuel Segovia que se les incorporó.
Tomaron parte en la tentativa militar varios civiles, a saber: además del referido Segovia, Jesús Miralles, estudiante de Medicina, Fidel Rotondaro y Germán Tortoza, estudiante de Derecho, Francisco Rivas Lázaro, estudiante de Ingeniería, Antonio Arráiz, escritor; Carlos Rovati, que desempeñaba un cargo público; Julio Naranjo y Francisco Betancourt, empleados de comercio; todos ellos están detenidos y lo mismo algunos ciudadanos más que de las declaraciones tomadas aparecen complicados en la preparación de este plan.
Declara el Capitán Alvarado, que Juan José Palacios, estudiante, le ofreció toda la cooperación de la Federación de Estudiantes de la Universidad Central, que decía representar.
El Ejército se muestra indignado con la traición de los oficiales que faltaron a su honor y su deber, y el pueblo expresa su contento por el fracaso de este movimiento absurdo, de tendencia comunista, que como lo dejan ver las declaraciones mismas de los culpables, habría acarreado ruinas y desastres caso de haber tenido éxito en la Capital, éxito que por lo demás habría resultado efímero porque el Benemérito General Gómez, fácilmente y en poco tiempo habría sometido a los alzados, con el grueso de las Fuerzas Nacionales acantonadas en esta plaza. Sírvase darle la mayor publicidad a esta comunicación, Dios y Federación, Pedro M. Arcaya.
Igual para Presidentes de Estados y Territorios Federales.
Sus Capitales
El país no se fracturó ni entró en caos con las «conmociones políticas» de aquellos primeros meses de 1928. Más bien se reconfirmaba que el gobierno de Gómez estaba vacunado hasta contra las rubéolas y los sarampiones que de vez en cuando ataca a jóvenes «revolucionarios y malcriados». Eso se dijo. Ya en mayo, todo estaba en «perfecta calma chicha», la que se conocía desde 1908. Hasta el punto, que familias de buena situación económica, que no conseguían paz ni seguridad en las islas vecinas, estaban escogiendo Caracas para establecerse. Una de estas familias es la de los Cisneros, de la unión del médico cubano Diego Jiménez de Cisneros y Govantes con doña María Luisa Bermúdez Martínez, una venezolana de Ciudad Bolívar, que luego tendrá alguna figuración decisiva en los planes políticos de Rómulo Betancourt.
Don Diego y doña María Luisa se habían conocido en Trinidad. En aquella época la gente pudiente de Ciudad Bolívar y de los estados orientales acostumbraba llevar a sus hijos a estudiar a Trinidad. La isla era famosa por sus buenos colegios. Nuestro «lago del Caribe» estaba cultural y naturalmente muy bien integrado a la vida venezolana. Los hechos políticos que se daban en Caracas tenían notable repercusión en Curazao, Santo Domingo, Trinidad y Cuba. Guerrilleros, panfletistas y líderes de la eterna guerra contra Juan Vicente Gómez tenían estos lugares como centro de sus operaciones políticas y militares.
El venezolano de entonces no se sentía nada extraño en La Habana, esa tierra tan pagana y con tanta diversidad humana como la nuestra. La tierra del tambor, de la suelta algarabía de su gente, de los crudos y silvestres olores a hermandad, sufrimiento y grandeza. La Habana parece una gran casa de vecindad. Don Diego Jiménez acabó enfermando de tuberculosis y expiró en La Habana en noviembre de 1914. Ya viuda, doña María Luisa, entonces con 36 años y con dos hijos, Antonio y Diego, uno de siete años, el otro de tres, decide trasladarse a Trinidad. En el St. Mary’s College se matricula Diego, quien «absorbió aspectos esenciales de la tradición británica; aparte del dominio del idioma inglés… entró en contacto con valores insoslayables de la educación británica, como el amor a la libertad, el culto al orden, la tolerancia, la estabilidad y un sistema de gobierno basado en la moderación y el respeto a los derechos humanos».
La biografía por excelencia de don Diego Cisneros la escribió Alfredo Bermúdez, pero en ella lo que abundan son fotos de presidentes venezolanos con la familia Cisneros. Todos los presidentes de nuestra democracia representativa le debían algo importante a esta familia. Era generosa con los que necesitaban de un poco más de poder para seguir encumbrándose en los cielos sin nombre de la alta política liberal. En el libro de Bermúdez también aparecen muchas fotografías de las compañías de refrescos que pertenecieron a la familia Cisneros; fotografías de los fieles gerentes que las administraron, misses que adornaron vallas publicitarias de sus empresas, carros de lujo, hoteles y algunos lugares del mundo visitados por don Diego, además de conocidas figuras de la encopetada sociedad caraqueña que se disputaba su amistad.
Don Diego Cisneros, quien tenía un pulso muy fino para los negocios, a poco de establecerse en Venezuela pasó a ser empleado en el Royal Bank of Canadá, devengando un sueldo de 155 bolívares mensuales. Por su parte, Antonio Cisneros trabajó para la Shell, nada menos. No fue ninguna casualidad que ambos hermanos se hubiesen podido conectar tan bien y rápido con estas dos grandes empresas extranjeras.