Su último mandato
¿Qué provecho sacamos con no morirnos?
Chuang-Tzu
El día 7 de mayo de 1830, hubo un serio escándalo
en la capital. El batallón Granaderos y el escuadrón
de Húsares de Apure se sublevaron. Deponen a
su comandante, se adueñan del parque y se ponen a las
órdenes del general venezolano Trinidad Portocarrero. El
incidente provoca la réplica de los extremistas “liberales”,
que propagan la especie de que es un movimiento subrepticiamente
ordenado por Bolívar. Estos rebeldes, imberbes
todavía, con toda la furia de ese carácter disipado y ambiguo
de los jóvenes que debutan en nuestros partidos, se
lanzaron a la calle con gritos y maldiciones al Libertador.
Le llamaban con obscenos sobrenombres y destruyen a
estocadas sus retratos. “¡Viva la libertad! ¡Muera el tirano!
¡Mueran los serviles!” Si algo de veras asustaba a Bolívar era
el furor de los tontos.
Los sublevados negociaron con el Gobierno y por medio
de un acuerdo se les concedieron ciertas garantías; finalmente
se marcharon a la frontera con Venezuela.
Horas de gran tortura padeció Bolívar el 7 por la noche;
no pudo conciliar el sueño. Se oía hablar ahora de que no
se dejaría escapar al “tirano”, porque se iba a poner a la
cabeza de un ejército en Cartagena.
En esa misma hora de pesar, Francisco comía en casa de
Mme. O’Reilly con un grupo de distinguidos aristócratas.
El 8, por la mañana, distinguidos granadinos de la capital
llevaron a Bolívar expresiones de agradecimiento y respeto,
y él sale a la calle de la pequeña cuesta que queda a pocos
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pasos de la plaza principal y monta a caballo con los ojos
humedecidos, el cuerpo tembloroso y el corazón palpitante.6
Muchos ciudadanos, y casi todos los extranjeros, principalmente
ingleses, anduvieron algún rato con él y le
acompañaron hasta Facatativá, donde Bolívar planeaba
pasar la noche.
Ese día, sábado 8, por la tarde, Santander, en Francia,
está en una soirée muy animada: luego se sintió indispuesto
por lo mucho que había bailado y comido; tuvo que aplicarse
sanguijuelas.
El 12 de mayo, ya el Libertador se encuentra en Guaduas,
y volvemos a recordar el desprendimiento del noble
Don Quijote. Escribe a un amigo y le dice: “No necesito
de nada o de muy poco, acostumbrado como estoy a la
vida militar…”.
El miércoles 17, mientras Bolívar permanece en Guaduas,
el ex-vice, allá lejos, come en casa del señor Suberville junto
con Morán, Santamaría y el cónsul de México. Nada más
refiere en su diario.
Como sabemos, pues, dos hombres extremadamente
débiles han quedado encargados del Poder Ejecutivo. Joaquín
Mosquera, que aunque poseía ciertos talentos para
la administración de gobierno y además probidad, era de
los que pretendían estar en las buenas con los extremistas
“liberales”, entregarles el país si era posible, creyendo que
con tales medidas calmaría sus pertinaces exigencias. El
general Caicedo, más comedido, un poco más firme que
Mosquera, un tanto más arriesgado, hacía también concesiones
tan grandes a los separatistas, que muchos no se
atrevían a llamarle vicepresidente, ni director de gobierno
alguno. Sobre ambos pesaba la responsabilidad de proteger
a Sucre, el primer soldado guerrero invicto, el valiente de
los valientes, la cabeza mejor organizada de Colombia según
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José Sant Roz
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Bolívar. Tenía por fuerza Sucre que erigirse en el hombre
más temible para los “liberales”. Hacia él se dirigieron
todas las miradas en el momento en que el polvo leve y
lejano de la comitiva del Libertador dejaba para siempre
la tembleque estructura del gobierno central. Cuchicheos
liberales, los tumultos y la agitación de los ánimos desataron
la fogosidad de los extremistas que paseaban airosos el puñal
que habría de echar por tierra al mejor teniente de Bolívar.
Urdaneta, de momento, estaba ganado para la causa de los
sin causa; ya llegaría a su puerta el puñal redentor de las
hordas asesinas.
En aquellos días, muchos oficiales veían que su vida estaba
en peligro, y el gobierno era tan ineficaz para asegurar el
respeto de las libertades que llegaron de uno y otro lado
presiones insólitas. Mosquera hizo amagos de resolución,
pero desgraciadamente nadie le creía. Sobre todo, porque
pretendía ser fuerte contra los militares venezolanos y, a la
vez, mostraba simpatía por los santanderistas. Y comete,
don Joaquín Mosquera, una imprudencia fatal al incluir
en su tren ejecutivo a las figuras de Azuero y Soto, hijos
ideológicos del “mesías expatriado”. Eso no significaba otra
cosa que declararse enemigo de Bolívar y de toda su gente.
Una declaración vergonzosa. Fue así como el venezolano
Florencio Jiménez se negó entonces a entregar la División
Boyacá, alegando que se hallaban colmados de dudas acerca
de la estabilidad del gobierno y que, de este modo, estaba
dispuesto a no ceder el mando de su batallón al general
granadino Alejandro Vélez, quien había sido escogido por
el gobierno para dirigirla.
Dos días después, los extremistas estaban poseídos de
una belicosidad alarmante.
Este hombre (Bolívar) separado del gobierno por el voto
unánime de toda la República (decía el periódico Aurora) no
pudo ver con impavidez que se arrancase de sus manos el
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cetro de hierro con que pretendía convertirnos en miserables
esclavos, y con que nos había destituido hasta el derecho de
pensar… El gobierno inocente de la parte que en esto tuviese
Bolívar, le manifestó la necesidad que había para que con
su influjo contuviese aquel desorden; pero este traidor protestó
que no lo haría porque no era ya jefe de la República y,
saboreándose en su crimen, esperaba ansioso el momento de
verlo completamente perpetrado…
El articulista mostraba aquellas diatribas a Vicente Azuero
y a Soto, y estos las aplaudían.