EN LA GRÁFICA APARECEN SANTANDER Y SU AMANTE NICOLASA IBÁÑEZ…
Vasallo y señor de las leyes
Tanto oprimen las leyes como antes los delitos
Tácito
Oiga, señor general, llévese a este muchacho y hágamelo militar.
Lágrimas de gozo. Curas sacando imágenes de santos, indios que muestran sus coloridos penachos, y los negros sus tambores. Los ricos regalan gallinas gordas y ovejas para la celebración del acontecimiento, y dan a sus peones y esclavos aguardiente y pólvora para los ruidos.
¡Mueran los chapetones! Era don Vicente Azuero en el momento en que entraba el Libertador a Santa Fe.
Se encontraba igualmente eufórico el eminente abogado don Félix Restrepo, quien ante los mandamases de Pablo Morillo en Bogotá se había hecho vasallo de Fernando VII.
Muchos amigos de los chapetones que habían sido purificados por Morillo se acercaban a palacio donde se estuvo el Libertador algunas horas. Una larga fila se apostó en el lugar para dar los parabienes al nuevo jefe. Forcejaban unos contra otros, por ser los primeros en saludarle.
—Al fin, don Vicente, somos libres —hablaba un viejo que había sido secretario del fiscal don Tomás Tenorio.
Se abrazan entre lágrimas.
—Qué desgracia, señor; estuve dieciocho meses sin salir de casa.
—Nos dejaron sin plumas y sin pelos.
El general Santander no tardaría en instalarse en el ansiado palacio de los virreyes. ¿Quién lo iba a pensar?, Francisquito.
El 11 de septiembre, Bolívar elevó a Santander, por decreto, al mando superior de las provincias libres de
Nueva Granada. Esto se hizo bajo el título de Vicepresidente de Nueva Granada, y su titular podía ejercer las más altas funciones políticas en ausencia del presidente Simón Bolívar.
Fatal designación por parte de Bolívar, dice Baralt, por cuanto que “el hombre que así elevaba al poder y a la grandeza empleó después una y otra para hacerle daño y convirtiéndose en su más cruel, constante e injusto antagonista”.
Decía entonces Bolívar: “¡Granadinos!, la unión de la Nueva Granada y Venezuela en una sola república es el ardiente voto de todos los ciudadanos sensatos y de cuantos extranjeros aman y protegen la causa americana”.
Los festejos en palacio eran la nota del día, y fue más acalorado todavía cuando maestro y discípulo se encontraron.
Para entonces, Vicente Azuero era el mejor enterado de la situación legal de los embargos antes y después de la llegada del «Pacificador» Pablo Morillo, en consecuencia, lo incluyeron como miembro de la Comisión de Secuestro, junto con don Estanislao Vergara. Ése era un encargo que no tiene incidencia política en el gobierno de Santander, y en ese sentido, de inmediato se elaboraron varios oficios para que los firmarse el Libertador.
Entre suspiros de contento y de mutuas alabanzas Santander con sus viejos amigos, recordaron los tiempos de cuando eran estudiantes y esclavos del virrey Amar. No hablaron del padre Omaña. Era muy duro. Pero Vicente Azuero y Santander hablaron en reservado de un lugar hermoso que daría mucha prestancia al señor Presidente.
Se trataba de aquella hacienda de un cura chapetón que había sido expulsado de la región el año 14, cuando entró Bolívar contra las fuerzas de Nariño.
Hato Grande, se lo adivinó Francisco de Paula.
En verdad, ya esto estaba arreglado, porque la camarilla de la Comisión de Embargos y Arriendos del Estado le confeccionó el expediente. El padre Bujanda, dueño de Hato Grande, fue hecho prisionero en octubre de 1819 y desterrado a Guayana.
Esto era básico para el futuro del Hombre de las Leyes: imprescindible irlo preparando para que en el debido momento pudiera sustituir al Libertador, pero ya como el modelo liberal que se estilaba tanto en Europa como en Estados Unidos.
Sobre el escritorio de Santander, Azuero le colocó los detalles relativos a la propiedad que debía tener:
Una casa alta de tapia y teja con sus divisiones de bahareque llena de chimeneas, vencida, sin puertas ni ventanas, con dos de paja baja cada una con sus tres puertas de madera, y otra idem inservible con sus dos ventanas dañadas; todo esto en la hacienda y justipreciadas en mil pesos…
Vista la situación de deterioro de esta propiedad, de inmediato había que buscar los fondos para repararla y entregársela bien acabada y acondicionada al hombre más importante de Colombia después del Libertador. Los arreglos comenzaron sin demora y en poco tiempo habría de convertirse en una de las mejores de la región. Se procedió a hacérsele un gran muro de piedra en seco que se extendió por varias millas entre el camino y la planicie. Tan soberbia debió ser esta propiedad que con el tiempo se convirtió en la residencia campestre de los presidentes de Colombia.
Así como Francisco llenaba documentos relativos al cargo de Vicente Azuero, y éste insistía en que no se sabía cuánto tiempo podía durar aquella «luna de miel» en una situación tan inestable, había quien les recordaba:
«Mañana se nos muere don Simón y adiós patria, adiós bienes, adiós libertad, adiós grandeza y respeto, adiós república».
Como por arte de magia, ya a los pocos días de la entrada triunfante en Bogotá, se había redactado un oficio (que evidentemente no fue redactado por el Libertador sino por Azuero), que en cuanto se diese la oportunidad se le haría llegar al jefe máximo para que lo firmara.
Se trataba de una recompensa material a los servicios prestados por el general Francisco de Paula Santander, preparado, que rezaba así:
Cuartel General de Santa Fe
A 12 de septiembre de 1819, 9º
Simón Bolívar
Presidente de la República, Capitán General de los Ejércitos de Venezuela y de la Nueva Granada, etc., etc., etc.
Atendiendo a los brillantes y distinguidos servicios que el General de la División Francisco de Paula Santander ha prestado a la República en todo el curso de la campaña de la Independencia, y muy particularmente a los que ha hecho en la presente campaña que manda el cuerpo de Vanguardia del Ejército Libertador de la Nueva Granada; y deseando recompensarle no sólo con honores y estimación general a que se ha hecho acreedor, sino de modo que asegure su cómoda subsistencia: usando de las facultades que me concede la Ley del 10 de octubre de 1817, y de las extraordinarias que me están delegadas por el Congreso General, he venido a decretar y decreto lo siguiente:
Artículo 1o. Se concede al General de División Francisco de Paula Santander en plena y absoluta propiedad como recompensa extraordinaria, la casa que pertenecía en esta ciudad al español emigrado Vicente Córdoba, sita en la primera calle nombrada real y la hacienda conocida con el nombre de Hato Grande que pertenecía al español Pedro Bufanda sita en jurisdicción de Zipaquirá.
Artículo 2o. Se declara que la Hacienda Hato Grande cedida por el artículo precedente al General Santander, está exenta de la carga de diez mil pesos que reconocía a favor de don Francisco Rodríguez. Esta deuda correspondiente también al Estado, como derecho de un enemigo, claudica y queda a beneficio de la Hacienda.
Artículo 3o. Si valoradas la casa y la hacienda cedidas, excediere el precio total de ambas de la cantidad de veinte mil pesos que la Ley asigna a los Generales de División, el exceso que hubiere queda también como recompensa extraordinaria a favor del General Santander.
Artículo 4o. El Director General de rentas de las provincias de Nueva Granada se encarga de ejecutar este Decreto haciendo entrar en posesión de estas propiedades al general Santander cuando lo reclame y que se practiquen las diligencias de evalúo y demás que son consiguientes.
Comuníquese al interesado para que se haga el uso que le corresponde.
Dado, firmado de mi mano y refrendado por el Ministro
Secretario de la Guerra.
BOLÍVAR
El Ministro.
PEDRO BRICEÑO MÉNDEZ (Hay rúbrica).
Este decreto revela ya una peculiar y preocupante debilidad del Libertador hacia Santander. Cómo se explica que sufriendo el país innumerables y abismales peligros, amenazas de todo tipo, principalmente de carácter militar, social y económico (con el tesoro exhausto) Bolívar tuviese que ocuparse de satisfacer estos requerimientos de carácter material y personal de Santander. Sobre todo, que estuviese satisfaciendo esta petición meramente pecuniaria a apenas pocas semanas del triunfo en Boyacá, con Venezuela aún en manos de los españoles, el sur totalmente realista y con la mayor parte del continente todavía gimiendo bajo el poder de los godos.
Por otra parte, Santander esperaba que la Superintendencia General de Hacienda se ocupase de inmediato de este urgente requerimiento para que se remitieran los documentos de liberación de los censos que en las firmas correspondieran al Estado. La lentitud de aquellos procedimientos iba a exasperar de manera desquiciante su angustioso proceder en estos menesteres, él tan experto en asuntos administrativos; con todo su poder como vicepresidente de las Provincias libres de Nueva Granada, giró instrucciones a la Superintendencia solicitándole que cuanto antes se le pusiese en posesión de tales propiedades.
Azuero apretó las espuelas a los burócratas. No podían dárseles largas a asuntos políticos apremiantes, porque éste era de la mayor importancia dado que de los bienes que una persona poseyese dependía el poder ser diputado, candidato a la presidencia o asumir alguna representación oficial.
Ya estaba quedando claro, que por estas debilidades de Santander, su posición con relación a la política de los Estados Unidos y su sistema se iban a ir haciendo cada vez más opuestas a las del Libertador. Cuando las circunstancias lo hicieran necesario, y esto ya lo estaba previendo, Estados Unidos iba a constituir su mayor fuerza política, su recurso más valioso y determinante.
Él tenía que moverse muy cauto en relación con este poderoso Coloso y no identificarse con la posición extremista, radical del Jefe del Estado. En esto coincidía de manera frontal su maestro Azuero, en cuanto a que Bolívar iba totalmente equivocado al desconfiar de los yanquis y tenerlos como enemigos.
Era un pedagogo nato don Vicente Azuero, y cuando hablaba parecía todo un profesor dictando una clase magistral. Claridad y coherencia en sus palabras, una seguridad en sus gestos y una formal dicción a la francesa en sus expresiones. Muchas palabras las decía en francés, sobre todo, aquellas relacionadas con la libertad, igualdad, patria y república. Oyéndole Francisco, le acudían tantas cosas a la cabeza, como la de formar un consejo secreto, un periódico anónimo que denunciara a los elementos más conservadores del país y sembrara una especie de terror contra las ideologías eclesiásticas; instaurar una logia poderosa internacionalmente, que pudiera velar por la seguridad republicana en caso de una amenaza de las monarquías europeas.
Agitadas reuniones filosóficas sobre estos temas se hacían frecuentemente en el palacio de gobierno, Vicente Azuero con su enorme rabo de paja tenía que andar agitado por su relación con don Tomás Tenorio, el fiscal de Pablo Morillo, y que seguramente estaba escondido en Bogotá. Escondido y quién sabe si hasta protegido por el propio Azuero.
Francisco pasó a dormir en los antiguos aposentos del Virrey. A un lado de las despensas del Virrey. ¡Qué belleza de cristalería! Cuadros, cortinas, canapés, muebles; sombreros de cardenal, espadas con empuñaduras de oro, pedrerías.
¡Cuánto progreso de rancia historia encerraban aquellas alcobas!
¡Cuántas minucias verdaderamente delicadas! ¡Cuántos objetos traídos de Francia, de la grande y bella Francia!
Santa Fe de Bogotá pasó a ser el centro de la América revolucionaria. Bolívar tiene treinta y siete años: en la plenitud de sus fuerzas, de su gloria. Un espanto, un florecer de cambios, de amor, de deseos nunca sospechados.
En todo hay una sonrisa, hasta en el dolor de los moribundos. La inocencia, la ignorancia del porvenir, los días felices. Ese presente afianzado más que nunca en los oficiales que estaban haciendo patria. En el torbellino de este triunfo, se encuentra Nicolasa Ibáñez, quien hace menos de un año tuvo su tercer hijo, Diego. Su esposo, don Antonio Caro, huyó, por realista, junto con las desprestigiadas fuerzas del virrey Juan Sámano. Pero Nicolasa como granadina y amiga de Bolívar quiere celebrar. «Nadie ama como yo a Bolívar». Va a los bailes, a la plaza, al mercado. A la iglesia Catedral, al cabildo. Es una “liberal”, dicen, y ella lo confirma con su carácter, con sus atrevimientos y desplantes. Su madre Manuela y su hermana Bernardina son también la fuerza de los extremos de la novedad femenina de Bogotá. La primera por su cordialidad y un gracejo de simpatía que anima los ambientes donde llega. Doña Manuela, experta madame, de dulces modales y risa fresca, alegra los convites y las reuniones revolucionarias en el propio palacio cuando se encuentran los más esclarecidos oficiales como Anzoátegui, Ambrosio Plaza y Santander.
El comentario de casa es la huida de don Antonio que «no es el esposo que se merece Nicolasa»; el comentario de Santander es que ella debería hacer una nueva vida en Bogotá. Bernardina es la esperanza, el sueño y la gloria, y la prefieren quienes tiene la vida en un vilo y están más cerca de la poesía trágica: Bolívar y Ambrosio Plaza. Nicolasa debe ser para el presente, para el descanso o la vida serena en el hogar. Pero después de un trajín de guerra de diez meses, Bolívar elige a Nicolasa: sin conflicto, sin preguntas, sin exigencias ni remordimientos.
Santander también piensa en Nicolasa, porque Bernardina lo puede conducir al matrimonio y él tiene esperanzas de casarse con la hija de Zea, la tierna Philipine, que puede llegar a ser condesa.
En estos trajines de eterna feria, Nicolasa había sugerido a Santander su situación de desamparada. En secreto le había dicho que ella no quiere ni tolera seguir viviendo con don Antonio, pero tampoco puede abandonarlo.
Nicolasa había tenido en su lecho, con diferencia de pocos días, a hombres importantes de Nueva Granada y se creía con derecho a recibir protección, y a exigir que la protegieran.
Callaba y suspiraba Francisco, ¡cómo, le gustaba tanto aquella mujer! Era su olor, su frescura de dama bien trajeada, su desenfado, su liberalidad, su porte, la fuerza oculta que había atraído también a Bolívar, su grande y noble jefe.
Nicolasa quería a Antonio por ser débil. Si hubiese sido un hombre de carácter fuerte, no le habría importado abandonarlo, pero en verdad que el pobre no le había hecho mal alguno y siempre estaba preocupado porque no le faltase el sustento. Pero Santander estaba más enamorado de la política y no le ofrecía una relación amorosa estable. Tampoco le quiso aconsejar que se fuera a Ocaña.
Doña Manuela sentíase molesta por el marido de Nicolasa, sobre todo cuando veía para su hija un porvenir tan dichoso entre alguno de la oficialidad de primera línea que visitaba su casa. Especialmente, al galante y decoroso don Francisco de Paula, todo un general de división, que por gracia y autoridad del futuro Congreso, adicto a su persona, podía ser elevado a general en jefe.
Durante las celebraciones del triunfo de la Batalla de Boyacá, que fueron muchas y extenuantes, el hogar de las Ibañez lucía, pues, como el más feliz y ajetreado de la capital. La ciudad vivía llena de acontecimientos novedosos. En palacio se había presentado una compañía francesa de danza, y luego de varias noches, trajeadas de luces y derroches de lujo, el jefe Santander acudía a los cuarteles y pasaba revista a la tropa.