¿Qué era de Nueva Granada?
Francisco no dejaba de pensar en su amigo Vicente Azuero y en las dificultades que podía estar pasando en Santa Fe. Allá, entre la jarana y el acoso de las tropas de Morillo.
Pero a Vicente Azuero nunca le pasaba nada grave. Era un verdadero lince, un politicazo moderno de los que podía moverse en diez frentes a la vez. ¡Un Fouché, carajo!
En aquellas tenebrosas sabanas en las que se sentía tan fuera de su ambiente santafereño, qué falta tan grande le hacia la amistad y los consejos de un tipo avispado como Vicente Azuero. Y de seguro que este diablo se las había arreglado para sobrevivir a la matanza sin cuentos del Pacificador Morillo. Estaba seguro de que se lo había metido en el buche de sus peroratas.
No se equivocaba Francisco de Paula. A la hora de iniciarse los nuevos bautizos reales en Bogotá, uno de los primeros en presentarse para la purificación fue Vicente Azuero. Aunque fue purificado sin necesidad, él no se había manchado de patriotismo. Siempre creyó funesta la rebelión contra Fernando VII, y así lo hizo saber al Tribunal que se había instalado para rectificar los entuertos dejados por Nariño y “sus cómplices”. De todas maneras se hizo necesario encerrarle un tiempo para que los demás no fuesen a creer que el Pacificador andaba de perdones.
Desde un seguro calabozo, con todas las comodidades, Vicente recibía cordiales visitas de importantes chapetones, quienes sin vacilación habían servido de defensores en los procesos de purificación y en las sesiones de la Real Audiencia.
A los pocos días de esta farsa, con la cabeza gacha y en acto de compungida devoción, Vicente Azuero hizo el siguiente juramento:
Juro ser obediente y fiel al Rey, mi señor, y su legítimo gobierno. Os ruego me tengáis por buen vasallo de Su Majestad.
De allí salió con una Orden Real hacia el Colegio San
Bartolomé. A la semana se dictaminó:
El Gobierno, en nombre del Rey, confiere al señor Vicente Azuero el título de Abogado de la Real Audiencia… llevando por vuestros trabajos los salarios, derechos, dietas y honorarios que os corresponden con arreglo y arancel…
El joven abogado pasó a ocupar unas de las secciones de los Tribunales de Secuestro y su firma corría para condenar rebeldes. ¿Qué otra función podía hacer bajo el mando de tamaños verdugos?
Vicente Azuero, es verdad, salvó del sepulcro a unos cuantos seudopatriotas, sobre todo, a los ligados al proceso de Nariño, iniciado en 1794 por el asunto de los Tesoros del Diezmo.
¡Qué ocupación, señor! Todo el mundo no hace sino consultar a don Vicente. De la noche a la mañana se ha convertido en unos de los hombres más importantes de Santa Fe. Abogado de faldón oscuro y de retintas mañas: sumarios, ayudas, pleitesías, acuerdos, negocios; el centro del pandemonio legal. Ciudad donde cada persona acomodada reclama pertenencias embargadas por el gobierno de don Antonio Nariño, o secuestradas por el actual. Toda la intriga de los jueces en sus manos.
Además, don Vicente se encuentra apoyado por una de las eminencias más sólidas de Nueva Granada: el señor José Félix de Restrepo. Este personaje, talentoso para las leyes, será de los que formen parte de la Corte Suprema de la República de la Gran Colombia, y que por su debilidad acabará sirviéndole a los elementos más criminales de la Nación, a los llamados liberales. Será de los que estampen su firma para librar de sospechas a José María Obando y a José Hilario López, fuertemente comprometidos en el denominado “Crimen de Berruecos”.
Por las manos negras, de tanto manosear papeles, llegan a estos señores los derechos sobre las haciendas de los predios de Chía, Cajicá, Zipaquirá y un acto de embargo y desembargo contra Hato Grande.
Decida y ejecute, doctor Azuero , era la voz de don Tomás Tenorio Carvajal, el temible fiscal de Pablo Morillo, el que meneaba la campanita.
Del otro lado de la montaña
El 8 de octubre de 1816, se da la batalla en el Alto del
Yagual. Las fuerzas patriotas se enfrentan al realista Francisco López. Llevaba, como dijimos, Páez, repartido su ejército en tres columnas: una al mando de Urdaneta, otra bajo Serviez y la tercera comandada por Santander. Así, Francisco participa en la batalla del Hato El Yagual. Fue allí donde, en fiera lucha contra el realista Francisco López, y estando Serviez y Santander en una posición desesperada, “empeñados en un rigurosísimo combate a lanza”, salió el segundo oficial de López con el propósito de destruirles por la retaguardia. La orden pronta de Páez, de contrarrestar aquel ataque enviando la columna de Urdaneta, salvó a aquellos dos compatriotas de ser aniquilados. El realista Francisco López cayó prisionero y poco después el León Apureño ordenó su decapitación.
Con esta victoria quedó Barinas prácticamente en manos de los patriotas. Santander no quería seguir peleando con estos bárbaros llaneros y al conocer la muerte de Manuel Serviez cerca de Achaguas, asesinado a machetazos, aceleró su necesidad de ir hacia el Oriente de Venezuela. Mucho se dijo entonces que Serviez había sido asesinado por órdenes de Páez.
Es así como Francisco le solicita a Páez un pasaporte para trasladarse a Guayana. Va en busca de la buena estrella del general Manuel Piar. En enero de 1817, emprende camino a Guayana. En esta búsqueda se le atraviesa de nuevo Bolívar, el 2 de abril de 1817, en la Villa del Pao. Para su sorpresa, lo recibe con júbilo, pues es de los pocos granadinos preparados tenaces y patriotas que se han salvado de la degollina de Morillo. Tiene planes sublimes el grande hombre de América, en los cuales Santander puede prestar brillantes servicios.
Bolívar tiene en mente cruzar los Andes y sorprender a las huestes realistas en Tunja. Lo ha estado meditando, le hace falta gente, le hacen falta recursos, le hace falta un guía excepcional, pero tiene lo básico: su imaginación, su temple, su constancia y por ahí sabe que fluye todo lo demás. De modo, pues, que así como Santander siempre ha tenido una suerte maravillosa, para que en cada trance de muerte encuentre a algún veterano capitán que lo oriente en sus peregrinaciones, ahora Bolívar le acoge para que integre su Estado Mayor General en calidad de Ayudante. En este Estado Mayor se convertirá en su cerebro administrativo. Bolívar comenzó a admirar su capacidad para ordenar papeles, organizar las rentas, disponer debidamente los recursos y disciplinar el aspecto fiscal de una empresa fabulosa que todavía no tenía nombre.
Lo extraordinario es la mirada acuciosa y terrible del Libertador que le descubre su destino, porque Santander trae un bagaje valioso de conocimientos políticos, y de cierta experiencia en el terreno militar como en el conocimiento de los hombres, y una habilidad poco común en tareas administrativas.
El general Daniel Florencio O’Leary lo conocerá dos años más tarde y nos lo describe como de regular estatura, un tanto corpulento, de cabellos lisos y castaños, tez blanca, frente pequeña e inclinada hacia atrás, ojos pardos con largas pestañas, hundidos, vivos y penetrantes, nariz recta y bien formada, labios delgados y comprimidos. Asegura O’Leary que su rostro grave denotaba energía y resolución, pero que tenía modales bruscos. Se le notaba poca franqueza, que era infatigable en el trabajo del bufete. La vida militar le desagradaba porque no le gustaban los ejercicios y carecía como ya hemos dicho del brío para vivir como un soldado. Era igualmente hombre reservado y tacaño, ambicioso del dinero.
Quizá el Libertador lo vio en toda su dimensión humana, y le interesó su inteligencia básicamente correcta, práctica y administrativa, básica para organizar el Estado que ya tenía en mente. Podía servir en el Congreso como diputado o tal vez como intendente o como su secretario privado.
El 5 de abril de 1817, Francisco de Paula recibe noticias de Santa Fe en que le refieren la muerte de su tío Nicolás Omaña. El presbítero había sido deportado por Morillo a La Guaira, pero allí, en un clima tan dañino para su salud, expiró a la temprana edad de 37 años. Esta noticia le duele más que la pérdida de la comandancia; ve el trajín de su fe desbandada por una lucha anárquica y sin destino que se libra entre las fauces de la desesperanza y un supremo desconcierto. No servía para soldado como tampoco para la guerra política de bandos desalmados e ignorantes.
Luego de estos y muchos otros traspiés, el carácter de Francisco de Paula se debate entre un orgullo disimulado, un silencio sombrío y una penosa apatía sobre el destino de la América hispana. Marchará con la frente erguida mirando hacia todos los horizontes de su intrincada geografía espiritual y será áspero en sus respuestas, siempre fuerte para el ataque; cederá con repugnancia a la inoportuna figuración de los estrafalarios llaneros al frente del drama nacional y sabrá esperar hasta que le llegue su hora. Dicen otras fuentes que la acogida que le hizo el Libertador al coronel granadino fue algo fría; era su estilo, no obstante que había sido agregado al Estado Mayor General. Pero existen memorias que refieren que Bolívar quedó satisfactoriamente impresionado por el informe que le hizo Santander de las actividades de Páez y de las suyas propias en Arauca y Apure. Las disensiones en el terreno patriota eran terribles, pero ya Santander conocía los planes de Bolívar y su decisión de poner orden a toda costa en el aspecto militar y político. Unos cuantos fusilamientos, el de Santiago Mariño, el de Páez y el de Piar se presentaban como inevitables.
Santander fue testigo del fusilamiento de Piar, a las cinco de la tarde del 16 de octubre de 1816. Mariño, al saber que Bolívar había comisionado al General Bermúdez para que le prendiese, huyó a la isla de Margarita, y fue así como Bolívar consiguió asumir el mando único y absoluto del Ejército Libertador en Guayana.