JOSÉ SANT ROZ
Rómulo Betancourt nació de pie, en la calle Bolívar, número 3, de Guatire, el 22 de febrero de 1908. Guatire (también llamado Pacairigua) no tendría en ese tiempo más de tres mil almas. Su padre fue Luis Betancourt, canario, y su madre Virginia Bello, una mulata que con grandes esfuerzos llegó al segundo grado de instrucción. Sus abuelos paternos fueron el licenciado Roque Betancourt y María García de Betancourt, originarios de las Islas Canarias34. Don Luis Betancourt había llegado a Venezuela a finales del siglo XIX, en momentos en que asumía el poder Cipriano Castro. Tenía quince años cuando arribó al puerto de La Guaira, y allí le llamó la atención el lenguaje directo, desinhibido y fresco de la gente que desembarcaba los equipajes, la mayoría mulatos o negros. Su familia se estableció en Guatire, y don Luis comenzó a trabajar como dependiente en el mayor almacén de la ciudad, cuyo dueño era el próspero comerciante don Antonio García Guerra. Poco después, dada su condición de hombre aplicado y responsable, don Luis pasó a trabajar como contabilista en el Banco de Venezuela.
El futuro padre de Rómulo tenía ciertas aficiones por la escritura, pero muy superficiales. Cuando en 1912, la Casa Reuter (que producía entre otras cosas jabones) lanzó las bases del Concurso Internacional de Poesía; don Luis se atrevió a participar. Las bases exigían que en las composiciones se promovieran los productos de tocador. El padre de Rómulo, envió el «poema» Las tres beldades, que fue inmediatamente aceptado. Al poco tiempo le llegó un sobre lacrado en el que se le informaba que había sido galardonado con el primer premio, La Pluma de Oro. Esta distinción fue considerada como un gran triunfo, y la casa de don Luis se convirtió en el centro del pueblo de Guatire: con un acto familiar, él recibió las felicitaciones de amigos y de las autoridades civiles y eclesiásticas del lugar.
Algunos guatireños solicitaron a don Luis una copia de aquel «poema», y algunos hasta se lo aprendieron de memoria. Por eso, o a pesar de esto, ciertos lugareños llamaban a don Luis «el plumúo de Guatire».
El «poema» dice así
Flores de distintos climas
son Laura, Rosa y Ester:
mas yo me inclino a creer,
que si no hermanas, son primas.
Si me dieran a escoger
de las tres la más hermosa
diría que, al par que Rosa
bellas son Laura y Ester.
Francés por Ester sería,
y por Rosa americano,
mas luego, venezolano
por Laura me quedaría.
Beldades que así ocultáis
el suelo que os vio nacer,
¿no podría uno saber
qué específico usáis?
¿Qué específico? Perdón
por la estúpida pregunta.
¿Quién al veros no barrunta
que le debéis al jabón
de Reuter, cutis tan bello?
Y al Barry ya famoso
Tricófero el abundoso
y perfumado cabello?
María Teresa Romero, señora muy betancurista, escribió por encargo del diario El Nacional una biografía sobre nuestro personaje; dice que en el referido «poema», don Luis mostraba su gracia e ingenio, y que de su padre el joven Rómulo heredó su característico sentido del humor algunas veces ácido, mordaz.
Eso era lo que literariamente podía producir don Luis, atareado como vivía en su oficio de contabilista, sacando cuentas, haciendo balances, ordenando facturas y programando compras y ventas. A Rómulo, que en ocasiones veía a su padre ayudar a cuadrar balances de ciertos comercios, le parecía que administrar una tienda era como llevar las riendas de un gobierno: ante todo saber cuánto y cómo gastar lo que hay en caja; mantener un fondo de reserva, que sólo debía tocarse en casos de emergencia; velar porque el personal se sintiera a gusto en su trabajo. Se discute allí la política de lo que se debe adquirir para mantenerse a flote y ser el primero en la competencia; se evalúan las ofertas, se trata con los pobladores de la situación nacional como en un foro; se contrata y se regatea, se pide fiado y se fía al que pueda honrar sus deudas, aunque para esto hay que tener buen ojo y cierto carácter.
Tener igualmente presente que, a pesar de las previsivas medidas que se puedan tomar, es necesario asegurar la estabilidad del negocio; nunca se sabe, de un momento a otro pueden presentarse turbulencias, crisis financieras. En un muy visible lugar de las tiendas se solía colgar aquel rancio cuadro donde aparecía un gordo pleno de salud diciendo: «Yo vendí al contado», y un canijo comerciante, apocado y triste, que expresaba: «Yo vendí a crédito». Como a este último, veía Rómulo el país, enjuto, como Don Quijote, abandonado, descalabrado.
Entre cantos e interminables fiestas y jaranas de los sencillos pobladores, va gratamente discurriendo la infancia de Rómulo. La clase media, muy reducida (como la casi totalidad de los hombres medianamente «cultos y civilizados»), apoya a Gómez. Además, para oponerse al régimen, aunque fuese someramente, había que tener mucho guáramo y don Luis no estaba para irse a luchar al monte o para exponerse a pasar una temporada en La Rotunda. Téngase en cuenta que en un país sumido en tan precaria situación económica, él pensaba en el confort y la adquisición de costosos bienes materiales: el primer carro que se exhibió en Guatire (un Ford), perteneció a don Luis. Eso decía mucho de su condición social. De modo que no tenía de qué quejarse, era un ser privilegiado, y no existe un solo testimonio en el que él aparezca haciéndole oposición al régimen.
Parecía don Luis un colono holandés con su traje blanco, cuando salía a atender sus negocios. La gente se ponía en fila en las calles para verle pasar en aquella esplendorosa y extraña máquina. Dentro iba Romulito, mirando por la ventana a todos aquellos ojos desorbitados y plenos de admiración de los lugareños. Esto le gustaba al futuro gran piache venezolano. Don Luis no sabía que ya al niño se le estaba despertando una peculiar ambición: ser admirado por las masas. Cuando salía en el automóvil de su padre y la gente se detenía para contemplarle a él, Rómulo, esas miradas vagas o capciosas, dulces o tristes, le harían sentir que en el gran drama de la vida había sido elegido para un papel, todavía sin nombre. Comenzaría a sentir que él ha nacido para jugársela.
Sin saberlo, la fuerza del liberalismo sensual de Bentham había hecho un severo impacto en su intelecto. Rómulo se hacía preguntas que no había quien se las aclarara: ¿Por qué no todos en Guatire podían comprarse un carro? ¿Sería mejor la vida si todos llegáramos a tener lo que quisiéramos? ¿Debería fijarse la sociedad un tope en estas aspiraciones y deseos materiales? ¿Quién lo definiría? ¿Cómo imponer ese tope? ¿Por qué la posesión de un simple objeto material puede crear
diferencias determinantes entre los seres humanos? ¿De dónde nace esa circunstancia de que algunos puedan poseer más bienes materiales que otros?…
Don Luis, junto con don Ignacio Prieto, eran los dueños del único cine del pueblo. Rómulo, quien se pavoneaba distante, cuando le interesaba, en ocasiones, escogía dos o tres amiguitos y los dejaba entrar gratis los fines de semana. Rómulo había aprendido desde muy joven a sentirse como una especie de gran señor que todo lo podía satisfacer. Disfrutaba siendo atendido y respetado, y tenía enormes deseos de ser dueño de aquellas almas que le rodeaban. Fumaba y repartía cigarrillos para
sentirse hombre y dominador de su entorno entre los pequeños de su edad.
Rómulo también se iba enterando de la fuerza enorme que tenían las palabras, sobre todo las palabrotas. No sabía de dónde ni por qué le asaltaba aquella necesidad por inventar palabras que, por la fuerza que él les imponía, eran capaces de herir, de crear un muro infranqueable alrededor de su persona. Arma terrible de la que en ocasiones echaría mano para resolver pequeñas disputas con sus compañeros. No tenía el corazón romántico de su padre. Como suele suceder, a lo mejor había nacido con el carácter de la madre, de la que casi nada se sabe.
Quiso escribir de una manera en que las palabras tuviesen un efecto arrebatador en el lector; comenzó a ejercitar un vocabulario nuevo, incisivo, demoledor; y a aislarse. Pasaba largas horas revisando enciclopedias y diccionarios y tratando de inventar palabras con «sordina», con «nitroglicerina». Una tarde le mostró a su maestro un trabajo sobre Cecilio Acosta, y el educador le dijo: «No tiene nada de
literario. Es pura política». De modo que si eso era la política, pues por allí buscaría abrirse paso. La política era lo que le interesaba.
Al pequeño lo vestían muy bien, y casi siempre de blanco. Dio muestras de ser un muchacho aplicado y observador mientras cursó estudios en la escuela Juan José Fermín. Su memoria era de las más brillantes, pero era poco aplicado para las matemáticas. Carecía de ese sentido para la abstracción simbólica, para manipular fórmulas y relaciones aritméticas o algebraicas; tampoco tenía talento para la creación literaria, aunque nunca le abandonaba la necesidad de escribir. Lo suyo era más bien lo directo, pragmático, real y concreto de las relaciones humanas; por eso, con las pocas luces de su inocencia llegaba a ver en el tirano Juan Vicente Gómez, simplemente a un patriota que asumía con responsabilidad su oficio de gobernante; amante del trabajo y de la naturaleza, que despreciaba el desorden y la falta de respeto a los valores sagrados de las leyes, de la familia y los principios de la religión católica.
¿Cómo había llegado Gómez a una posición de tan elevada responsabilidad, siendo un simple labriego, un criador de vacas, casi un analfabeto? ¿Qué valor entonces podían tener los estudios, si un ser tan ignorante lograba imponerse sobre lo más fino y educado de la sociedad? ¿A qué realmente se somete el hombre? ¿Cuáles son los hilos que le mueven en la acción social? Estos pensamientos le acosaban en su casa, en el aula, cada vez que escuchaba que Gómez era el hombre (gendarme) necesario e imprescindible de la república.
Este gendarme decía que la política perjudicaba el cerebro de los jóvenes, les enfermaba la razón y les enrarecía los sentimientos más nobles. La política era para el general algo muy serio y peligroso, creía que la lucha de todas las naciones debería estar orientada a encontrar un modo de gobierno que no requiriese de partidos ni de políticos.
Gómez no era hombre de promesas. Nunca prometía nada. Iba haciendo las cosas con mesura, dureza y constancia. Al que se le salía del carril lo mandaba para La Rotunda, y listo. Estaba poseído de un sentido del deber y del destino, de una fuerza telúrica tremenda que dejaba sin aliento a todo aquel que se le enfrentaba. Vamos como vamos porque vamos, era su divisa, y lo decía tranquilamente sin aspavientos, como el tosco campesino que era.
Entre tanto, un mundo de tinieblas, de fantasmas, de locos y mendigos que iban por las calles representaba todo el país que teníamos. Desde hacía mucho tiempo se hablaba de guerras, y los lisiados, envejecidos en el transcurso de esas contiendas, se podían ver implorando por una limosna a la entrada de los mercados, rodeados de perros realengos, ahítos con todas las sarnas de las cruentas rebeliones. Eran los soldados de las últimas batallas que yacían en los estercoleros de la historia; habían sido soldados de Guzmán Blanco, luego de Crespo, de Castro, y ya no estaban habilitados para enfrentar nuevos enfrentamientos. No había en ningún lugar algo que hablara de alguna protección social para quienes habían acudido a la guerra siguiendo las órdenes de algún jefe superior. Estas duras y contradictorias realidades se debatían en la mente de Romulito y le generaban muchas preguntas. Las respuestas no las tenía nadie y prefería callar. Él pidió a sus padres que se buscaran otros horizontes. En 1919, la familia de Betancourt se traslada a la capital. El muchacho escucha: «en Caracas todo el mundo conspira», un viejo decir desde los tiempos de la fundación de la república. Como mentarle el futuro, marcado para él, para dejar huella con el más terrible golpe de Estado de la historia de Venezuela. Los grandes caudillos marchaban hacia Caracas para alcanzar el poder. El que tomaba la capital se hacía dueño y señor del país, tal como lo hicieran Bolívar, Boves, Monteverde, José Félix Ribas, Páez, Mariño, Antonio Leocadio Guzmán, los Monagas, Falcón, Antonio Guzmán Blanco, Joaquín Crespo, Cipriano Castro, Juan Vicente Gómez.