LA CARGA DEL TIEMPO HISTÓRICO
José Sant Roz
Para encontrar eco y suscitar adhesión en todos lo que aún viven- no en los muertos, por supuesto- es necesario apelar a las fuentes de nuestra independencia. Sentir como un recuerdo que estuvimos en algún frente de lucha al lado de nuestros próceres. Que conquistamos algo grandioso que luego perdimos por cobardes. Que ocurrió una traición, un engaño formidable que envileció todo.
Bolívar cree en Santander y éste le traiciona.
Bolívar cree en los venezolanos Miguel Peña, Leocadio Guzmán y Páez y estos le traicionan.
Todo el siglo XIX es una sucesión de traiciones, de olvidos, de inconsecuencias históricas degradantes.
La esencia de nuestro ser está en nuestras raíces, en lo poco que quedó de nuestra casta primigenia.
Aletargados, mutilados, podridos, nos echamos a dormir dos siglos. Nos despertó repentinamente una extraña conmoción desplegadas por un grupo de jóvenes oficiales contra un régimen oprobioso el 4 de febrero.
Atontados abrimos un poco los ojos.
Entonces, una producción tremenda de libros, discusiones, polémicas de todo calibre inundó al país.
La palabra “Bolívar” llegó a convertirse en un peligro; los días patrios se convirtieron en un dolor de cabeza para el Estado, y fue entonces cuando se hizo indispensable convertir a Bolívar en lo que siempre había sido: la estupefacta momia de los antros de palacio.
¿Quién podía tener la magia y la capacidad sutil, de realizar el milagro de hacer regresar al Libertador a su puesto de lujo decorativo de esos bacanales y de esos derroches palaciegos, infames y canallescos?
Ocurrió una vileza sin nombre, no analizada con profunda claridad todavía. Las hordas de ladrones, con David Morales Bello a la cabeza, pedían en el Congreso de la República una decisión unánime de condena contra los insurgentes: ¡Muerte para los alzados!
El presidente temblaba exigiendo esta petición porque a él le venía en gana de radicar toda la intención de los alzados en aniquilarle; quería imponer la tesis del magnicidio.
Las televisoras se llenaron de banqueros, de los líderes de los partidos políticos, de dirigentes de las asociaciones de vecinos: por allí desfiló gente del MAS, de la CAUSA R y también de izquierda putrefacta que unas horas antes habían estado de acuerdo con la sublevación.
Todos desfilando para dar su apoyo a la democracia.
Si en secreto, no se hubiera estado gestando la gran trampa, el sereno y agudo zarpazo de uno de los farsantes más grande que ha tenido nuestra historia democrática, tal vez hoy, estuviéramos viviendo otra realidad política muy distinta.
Es decir, Morales Bello y su banda habrían impuesto su tesis, la de declarar criminales a los insurgentes y así convertida toda la masa de redomados ladrones en adalides de la patria.
Era imprescindible aislar para siempre a los abominables estafadores de Venezuela que se alzaban con toda su carga de tropelías y falacias para condenar un acto como el del 4 de febrero, pero el pueblo aún estaba anestesiado, idiotizado por el temor, por la larga represión de dos siglos.
Porque además, no sabía todavía ese pueblo diferenciar los honestos y puros (que se habían jugado la vida y que estaban dispuesto a jugarse la vida, con tal de encontrar una salida honorable para un país mil veces burlado), de la otra clase política de la llamada izquierda putrefacta que mil veces le había trampeado, que mil veces le había frustrado.
Pero ocurrió un extraño milagro, que ni CAP, ni Morales Bello ni los Cisneros ni toda la caterva de estafadores y bandidos públicos se habrían imaginado y que en definitiva les iba a salvar el pellejo.
¡Ocurrió el milagro!
Muchos de estos mafiosos que estaban contra las cuerdas porque las encuestas ahora estaban revelando que el Presidente Carlos Andrés Pérez tenía menos del 5% de popularidad, comenzaron desesperadamente a buscar un salvavidas. Lo que menos podían imaginarse esos adecos que el salvador era el mismísimo Rafael Caldera, el más grande hipócrita de los «redentores» nuestros.
Saltó al estrado del Congreso, pues, este hombre, ya entrado en años, y con voz temblorosa comenzó a poner a punto de lágrimas al pueblo, comenzó a entornar los ojos, y ducho en toda clase de recursos retóricos y artificios patrioteros encontró los elementos necesarios para salvar a los de su clase.
Lo movía en esencia, además de un pasado fuertemente comprometido con el partido gobernante, el destino de sus hijos, a los cuales, en la más alta vejez, no quería dejar, políticamente desamparados.
Sus tiernos y delicados hijos, rebosantes de salud se le interponían entre dos realidades; es que jamás habían pasado trabajo, y les iba a costar un infierno labrarse una figuración propia. Claramente se veía que carecían del talento manipulador del padre, y es que el poder es un juguete con el que los patriarcas suelen entretener a sus niños.
Había que ayudarles, darles la mano, por ese impulso natural que se hace tan patente en ciertos políticos y tan antiguo como el hombre mismo, el de querer perpetuar la casta, una dinastía, un linaje, en el poder.
Claro, pero esta dinastía no podía funcionar desde una posición revolucionaria, porque las revoluciones exigen valor, resolución y no perdonan debilidades: se vive en ellas en un cambio y en un albur peligroso. De lo cual, entonces, era mejor recurrir a malabarismos para hacer ver que se actuaba de otra forma cuando en realidad lo que se procuraba era que el antiguo y viejo poder se mantuviese intacto.
Era necesario salvar a la prostitución del viejo Estado, a sus secretos y partidas infames, a sus negocios delictuosos, a su degenerante estructura, porque allí, con toda seguridad, podían prosperar sus hijos, llegar lejos, como han llegado lejos todos nuestros eminentes farsantes. Que sean unos piñeruitas en potencia era mil veces preferible, a un cambio tajante que pudiera echar por la borda y para siempre las aspiraciones de toda una bochornosa élite.
No en vano, este hombre había sido Procurador General del gobierno que había derrocado a Isaías Medina Angarita.
No en vano este hombre había sido piedra fundamental en la conformación de este régimen «democrático», con el famoso acuerdo de Punto Fijo.
Estas deudas no se olvidan ni se desechan o desintegran sin producir graves pérdidas en la estructura política y social del Estado.
De modo pues, que encaramado en la soñada y ansiada Silla, en cuanto la cogió, tuvo que desprenderse de su máscara: tenía al país en un puño, podrido como estaban los partidos: y se dedicó con ahínco a dejar todo el mal intacto.
Inundó de dinero a las mafias bancarias para luego criticarlas, con su típica doblez, y dio el plazo prudente para que todos huyeran en sus propias narices.
Huyeron como siempre han huido: por los amplios oscuros pasillos de nuestra truculenta legalidad de las leyes.
Cuando el pueblo deliraba por justicia, él puso su grano de arena a lo CAP, a lo Lusinchi, y ordenó la libertad del ex ministro Izaguirre, como buena prueba de que cuanto había fracturado al régimen anterior en poco tiempo iba a ser reparable, y que por lo tanto, este anuncio era un claro mensaje de que aquí podía seguir haciéndose los desmanes de siempre. De modo pues, que sutilmente, se declaraba al mundo que los adecos aquí no habían hecho nada malo y fue por ello que ya el anciano jesuita, contaba con el total y radical apoyo de este partido.
CAP había ido poco a poco resurgiendo de su tumba, ya que el mismo Alfaro Ucero que echó de A.D. a Humberto Celli por el atrevimiento de pedir la expulsión de CAP, es quien dirigirá una adhesión sin discusión al régimen del anciano ex copeyano.
Entonces nuestro orondo presidente Rafael Caldera proclamó con todo su franqueza que ya Bolívar no podía seguir siendo exclusividad de grupo alguno, palabras que jamás se hubiera atrevido a proclamar en los días terribles cuando se paseaba por las calles y la gente, desde lo balcones y ventanas le gritaba llamándole: «¡General!».
La avalancha de las calamidades del pasado comenzaron a repetirse de manera insólita y con el caradurismo y la burla de siempre: ola de especulación, robos y desfalcos a granel, silencio ante el crimen y la desproporción de la injusticia en todos los entes públicos.
Y como era el estilo, se apelaba a la llamada inestabilidad para emprenderla contra los grupos más débiles: en los allanamientos y las detenciones y amenazas se acosaban y persiguían a los mismos elementos que acosaban y perseguían CAP y sus perros.
Peor aún, porque el anciano verde llegó y suspendió las garantías constitucionales y de la vorágines de ladrones que produjeron la espantosa crisis financiera no cayó uno solo preso; más bien las garantías habían sido suspendidas para que pudiesen huir sin problemas.
El anciano verde se lanzó a allanar casas de gente humilde y desgraciada.
La misma falta de Estado de Derecho, la misma oscuridad en las partidas secretas, el antro de componendas a espaldas del pueblo, el mismo perdón a los poderosos y la misma condena a los pobres.
El más grande hipócrita de toda nuestra historia había realizado el milagro de salvar a los que el 4 de febrero estuvieron a tris de ser arrasados de la historia para siempre.
A costa de ser un «buen padre», nos perdió a todos, perdió enteramente a la patria.
Un «buen padre» sin sentido de grandeza.
No tuvo el valor de sacrificar los caprichos de sus niños, los carísimos juguetes de sus hijitos, los bellos y dulces pasatiempos de sus bebecitos, por el bien todo de la patria, y para que en esa patria, esos, esas criaturas, pudieran vivir con dignidad, con justicia, con valor, con compromiso y responsabilidad venezolanista.
Y cuando aún reverberaba en la mentes de todos, la vergüenza mundial imperante en Miraflores, llega e instala en este aposento a sus caros críos y a los relacionados con sus amiguetes.
Esa ha sido la verdadera historia del más grande fiasco, de la más insólita trampa, de la más impresionante y formidable traición jamás realizada contra aspiraciones de pueblo alguno. Consiguiéndose el crimen que todos los perecistas ansiaban: frustrándonos a todos en lo más íntimo de nuestros anhelos, en una cadena espantosa e imparable de canalladas, el pueblo aturdido y fatigado que ya entonces no creía en nada.
Se entrega inerme, el viejo maldito como doncella pervertida que aunque ve irremediable su perdición, no obstante se entrega en brazos de la suprema puta infernal.
Ese fue el mayor crimen cometido contra nuestra sociedad: esa especiosa frustración en la cual ya no importaba nada, en la cual ya nada asombraba ni conmovía; ya nada valía la pena hacer para salir de abajo. Contra esa inmensa fatalidad, esa la lucha nos tocaba en la parte más delicada de nuestro ser y nos colocaba sin remedio en la muerte misma.
Esa es la historia que nadie debe olvidar.
¿De dónde salimos, cómo llegamos aquí, cómo ha sido que nos hemos hecho «ciudadanos» de una Nación?
– De la esclavitud a un rayo de esperanza que fugazmente iluminó la espada Bolívar. Cegados por esa luz, preferimos la asfixia del oprobio donde por tantos siglos habíamos vivido.
– Del barro, de degradante barro de la dominación nacimos, y todas las especies que llegaban a nuestra tierra nos echaban en cara, en cada instante, la mancha del barro de donde provenimos.
E inconscientemente lo aceptamos, y entre el vencer nuestro horror o escudarnos en la cobardía, preferimos lo último.
Mientras no seamos capaces de sacudirnos el barro de donde provenimos, no veremos la luz de la espada de Bolívar.
-Todos nuestros gobiernos han sido concebidos, establecidos y organizados por la especie extraña que aquí se impuso mediante la dominación colonizadora.
Aquí se piensa, se actúa, se estructura el Estado desdeñando siempre lo propio y lo más íntimo de nuestra identidad más pura.
Y la estructura de nuestro Estado es un cáncer que todo lo pervierte, lo degrada y envilece.
Es necesario no ser para fungir que somos algo.
Y la mancha es especiosa e incontenible.
Sin fe en nada no se puede hacer nada.
Sin confianza en los hombres no se puede concebir algo noble ni transformar sociedad alguna.
-Y hemos estado dos siglos pensando y actuando como lo hacen los malditos países que nos dominaron y esclavizaron.
Por eso también toda nuestra acción se reduce a la denuncia, a la estridencia cruda y desesperada para el señalar al enemigo que también está en nuestra alma y en nuestra sangre: las prendas por las cuales subsisten otras especies igualmente depravadas, venenosas y oscuras.
-Porque tal vez la razón de una lucha no está en el ataque directo a alguien, a un grupo determinado de personas, sino en la búsqueda del ser de uno, la esencia y la función profunda de cada cual como hombres, y la cual se fortalece únicamente a través del conocimiento.
-Caldera fue en defintiva una excrecencia de las infames falacias de Betancourt y su gente, así como Lusinchi fue concebido por la grasa tumoral de un Luis Herrera.
Aquí vivíamos de metástasis en metástasis, porque habíamos fijado nuestra atención en circunstancias pasajeras, en seudohombres pasajeros. Y no habíamos sido capaces de crear un ideal, una fuerza intelectual y doctrinaria que nos unificara en una empresa más allá de cualquier líder, de cualquier momento y circunstancia.
Nos perdíamos en la selvas de las quejas que nos salían al paso y nos diluíamos en una pertinaz turbia de divagaciones imbéciles, entre ignorantes y habladores de congreso o de pasillo.
Es necesario que el hacer y el pensar en grande nos forme, nos haga solidario y perennes en el ser y en el servir. Hace falta primero una filosofía del ser venezolano o Latinoamérica, que hay que salvar del pensamiento y de la obra de hombres como Bolívar y Martí.
-Bolívar y Martí jamás consumieron sus vidas en críticas a individualidades pasajeras de gobiernos o mando alguno en América Latina. Aún en sus peores momentos Bolívar no alzó un dedo para pulverizar a sus adversarios colombianos, y Martí nada dijo ni nada escribió contra sus enemigos latinoamericanos, aún cuando la pluma le saltaba en la mano como una lanza.
– Bolívar y Martí pensaron en grande. Demostraron que estaban muy lejos de la infame pequeñez de los partidos, y ¿puede decirse que los partidos triunfaron frente a ellos? ¡NO! Los partidos son lo que son, y Bolívar y Martí representarán la esperanza para siempre la fuerza y de la unidad continental.
-Pensemos en grande y todo lo demás vendrá por añadidura.
-Actuemos en grande, coloquémonos a mil leguas de la jauría de los negociantes politiqueros y promovamos el contenido auténtico de nuestro ser y de nuestro pensar.
-Seamos duro con la verdad y no perdonemos a la oposición criminal e insensata en sus delirios miserables; esa que consume mierda y hace sólo mierda las veinticuatro horas del día, y que tanto ama Estados Unidos.
Aquí se vivía hablando de que el venezolano había perdido la autoestima, pero es que antes, mucho antes, habíamos perdido la dignidad.
Aquí no había dignidad, no había solidaridad, no había respeto por la justicia, no se confiaba en nadie; cundía por doquier la traición, la maledicencia, la calumnia, nadie se cree con deberes y todo el mundo exige derechos.
Nadie asumía responsabilidades; nadie era culpable de lo malo que nos desgarraba, pero en cambio todo el mundo reclamaba derechos.
Aquella era, como se repitió hasta el cansancio, una sociedad de cómplices y oportunistas; de egoístas que buscaban sólo el bien para sí y para los de su entorno íntimo; aquí la gente, entre el dilema de cambiar a la sociedad o a su carro por uno último modelo, prefería lo segundo, y con ello sentía haber encontrado la salvación.
-Seamos duro con nosotros mismos, y hurguemos hondo en nuestros conformismos, en nuestros engaños, en nuestras complicidades con el crimen y las injusticias.
Formémonos en la dura lucha de la realidad más terrible, igual que el Libertador quien dijo que prefería un desengaño a mil ilusiones.
-No le digamos a una masa cobarde y débil, ruin y servil, sino lo que merece: la verdad más cruda y descarnada. En esto Bolívar fue claro hasta su último suspiro, y dejó todo un testimonio de crueles y fustigantes verdades. Con la mierda no se llega a ninguna parte.
-Sí, es cierto que aquí se obnubila a cierta masa con alucinantes estupideces, pero hasta cuándo se tendrá que vivir en tan avasallante ceguera; y además, ¿debemos ser nosotros quienes edulcoremos la realidad para hacérsela soportable a los demás?, ¿con qué fin? No, carajo, lo que ha de caer debe además ser empujado.
-La redención no es fruto de gritos, de oraciones o promesas. No es algo que se nos pueda dar como un objeto. Hay que exigirlo como lo exigía Bolívar hasta de los muertos. Hay que hacer consciente a los hombres con alguna forma de voluntad férrea ante el inmenso compromiso que se debe tener con la vida.
Los que vegetan no tendrán cabida en la existencia. Y esta iluminación debe convertirse en una fuerza regeneradora, liberadora. CONOCER ES ILUMINARSE.
– Bolívar nunca le preguntó a los hombres que encontraba en su camino si debían o no servir a la patria, sino que los enrolaba en el ejército Libertador y de inmediato los comprometía con la gran causa de la Independencia que no era suya, sino producto de un deber supremo.
Es necesario convertirse en instrumento de deberes supremos.
-A los hombres no hay que rogarles demasiado porque se, como si los deberes son cosas que no les competa; como si estuvieran en este mundo para ser servidos y no para servir. Al hombre le toca adquirir el conocimiento y la voluntad de servir a fuerza de tratarlo con la verdad.
-El hombre venezolano durante un tiempo fue un vil mantenido, al que todo le llegaba del extranjero o del cielo. Que poco o nada había hecho por sí y por el país y se creía que todo le debía seguir llegando del extranjero o del cielo.
-Pedirle un servicio a un venezolano lo ofendía, lo hería en lo más profundo. Sentía que como la patria no lo tomaba en cuenta él no tenía ni compromiso con nada.
-Por eso, todo lo nuestro hay que conocerlo en sus profundas raíces, yendo a la casta primigenia; esto hay incluso que palparlo en sus consecuencias nefastas, en el horror de lo que somos y tenemos si en verdad algún día se quiere una franca y total transformación de lo que tenemos. Porque Carlos Andrés y Caldera apenas si fueron dos pálidos representantes de cuanto nos corroía el alma, el espíritu y la imaginación.
El país aquel estaba lleno de Calderas y Carlos Andrés Pérez, los cuales había que extirpar primero en nosotros para así dar cauce a un hombre nuevo.
Qué carga la del tiempo histórico nuestro, señores.