José Sant Roz
En Curazao, Betancourt trabó amistad con muchos venezolanos que de larga data venían haciéndole dura oposición al gobierno de Gómez; realmente se habían deteriorado moralmente procurando toda clase de medios para intentar una invasión contra el tirano. Rómulo sentíase vacilante y confuso en medio de aquellos legendarios luchadores que andaban atormentados sin poder conseguir eco en el pueblo. Ya lejos de las garras del tirano, Rómulo se preparó para actuar bajo varios seudónimos; estaba claro en que no podía darles pistas a los centenares de agentes secretos que en todo el Caribe y Centroamérica trabajaban para Gómez. Por otro lado, tenía que cuidarse para que los esbirros de Gómez no fuesen a molestar a su padre. Con varios compañeros se dio a la tarea de velar por los preparativos de un comando que se trasladase a Cumaná o Puerto Cabello. El fin era asaltar un cuartel e iniciar lo que sería una revuelta general. Pero Rómulo mostraba sus dotes naturales de organizador porque, al mismo tiempo, consideraba que sin un movimiento ideológicamente muy bien formado y que además no mostrase ninguna clase de ataduras con los viejos caciques ni montoneros, sería imposible lograr cambios perdurables en la estructura económica y política del país.
Emborronaba papeles y más papeles, tratando de hacer algo parecido a la Carta de Jamaica, y desde Curazao le escribía a José Rafael Pocaterra, a Carlos Augusto León, a Gustavo Machado y a Salvador de La Plaza; estos dos últimos estaban en México echando las bases del Partido Revolucionario Venezolano, PRV55, y dirigían el periódico Libertad (en el que aprovechó Rómulo para escribir su primer artículo político, con el seudónimo de Sacha Yegulev).
Se había hecho con una buena colección de libros de Marx, Engels, Trotsky, Lenin, George Sorel y Maquiavelo. Leía sin disciplina ni orden, pero con verdadera pasión revolucionaria; ahora le estaba dedicando una buena parte de su tiempo al movimiento de avanzada mejicano, y la manera como se estaba manejando el espinoso asunto de nuestro petróleo. Con este recurso podía sacarse de abajo a Venezuela, pero no era nuestro. O sea. Los abogados de la Standard y de la Shell se habían encargado de redactar unas leyes para Venezuela que reemplazaban el Código de Minería de 1904, por lo que la burguesía que ayer subsistía de exportar café y cacao, ahora se estaba dedicando al negocio de la importación.
Sus compañeros Miguel Otero Silva, Jóvito Villalba y Gustavo Machado, le parecen ciegos y torpes maniqueos que desconocen la realidad del medio venezolano; que pretenden sólo vivir de las apariencias revolucionarias, como ciertos personajes de las novelas de Jack London, Máximo Gorki o Howard Fast; en el fondo, les inmovilizaba el inmenso temor a asumir los riesgos de gobernar el país, sin importarles el qué dirán, lo que puedan perder para siempre, la maldición eterna sobre sus destinos. De todas maneras, consideraba él, se estaba condenado, actuase o no. Él estaba decidido a no quedarse a medio camino aunque tuviese que vender su alma al diablo: —Yo no, yo voy a coger el toro por los cachos, yo mandaré y yo me obedeceré a mí mismo. Se le metió entre ceja y ceja una máxima de un filósofo griego, la cual leería al levantarse cada mañana: «El que te conoce, te destruye».
Para Betancourt, por ejemplo, el más radical de estos políticos era Gustavo Machado, pero para él no pasaba de ser un pequeño burgués; que su comunismo era puro esnobismo, con aspecto y modales de cura.
Gustavo Machado era inmensamente rico, que vestía como un banquero (de smoking y pajarita al cuello), con mansiones en Caracas, con una docena de criados, que para donde se movilizara en coche llevaba un chofer… Que realmente estaba inutilizado para coger el toro por los cachos.
Ninguno de esos compañeros le supera en el conocimiento que tiene del tema petrolero. Él sabe que el conocimiento de esta materia le dotará para entender a cabalidad la real situación que mueve el capital, el nervio superior del Estado moderno.
Para sus compañeros el petróleo era un tema tabú, y él se reía. Se podía contar con los dedos de una mano los latinos que en el hemisferio conocían los intríngulis de las voraces fortunas que se estaban amasando a costa del petróleo que se robaban de Venezuela; las nefastas maquinaciones que urdían las compañías petroleras, ya fuese para destruir gobiernos, para crear guerras artificiales, para imponer una dictadura económica mundial o para deformar la cultura, la moral de los pueblos. Rómulo era uno de estos pocos latinos.
El que entra en estos secretos a veces tiene que callarlos. No puede compartirlos. Se convierte en una especie de maldito. Los expertos gringos no los divulgaban porque era su mejor arma para estafar, para engañar y para así llevarse de cada región todo el petróleo que quisieran sin que nadie les pusiese trabas. Cuando un latino entendía estos secretos, le quedaban dos caminos: o enfrentaba a estas mafias con la fuerza de una poderosa organización popular o, por el contrario, cedía y de algún modo se integraba a los demonios que la dirigen para ofrecerles protección, para a través de ellos mismos, con su ayuda, tomar el poder. De manera que conocer el misterio obliga a formar parte de los que dirigen los negocios. No se puede conocer tantos secretos impunemente.
De Curazao pasa a Puerto Rico y para ir alimentando su leyenda de «revolucionario internacional», cambia de nombre y viaja con un pasaporte chileno. Se hace unas fotos con patillas en las que aparece irreconocible, se encasqueta el nombre de Carlos Luis Eizagorrigui.
Sigue a Santo Domingo donde conoce a Joaquín Balaguer y a Rafael Leonidas Trujillo. Como el comercio le atrae, pone un puesto de venta de frutas y en el tiempo libre va engordando un libro que ha titulado En las huellas de la pezuña (libro que le bautizará y ayudará a distribuir el señor Joaquín Balaguer). Como son tiempos en los que cada «revolucionario» venezolano solicita préstamos y ayudas para cambiar el estado de cosas en nuestro país, Betancourt hace lo mismo y comienza una recolecta solicitando montos de entre mil y dos mil bolívares; Román Delgado Chalbaud le hace llegar dos mil dólares desde París para que se le una en la expedición de «El Falke».
Betancourt realiza contactos para persuadir a los agentes gringos de los beneficios que traería para la región y Estados Unidos, un cambio de gobierno en Venezuela. Ahora lleva el nombre de Miguel Estévez.
Ya a finales de 1928 se encuentra en Barranquilla, cargado de papeles, ahíto de discusiones en los que participan Raúl Leoni, Ricardo Montilla y Valmore Rodríguez.
Es un tiempo gris y anodino, Betancourt se conforma llevando unos libros de contabilidad sobre negocios de unos amigos; y consume el tiempo leyendo panfletos en contra de la desaforada explotación de la United Fruit Company, en Cuba, Guatemala y Colombia. Piensa que sin una acción con las armas es muy poco lo que podrá hacerse para llegar al poder. Para meditar y encontrarse consigo mismo en estas horas duras y apartadas de su patria, aprende a fumar pipa.
Entendía que sólo una gran hazaña revolucionaria, con hombres muy bien entrenados militarmente, se le podía dar un vuelco total a la abotargada y embotada situación política latinoamericana. Los dictadores tienen que probar el fuego, la metralla de una guerra frontal y decidida, porque solamente con el debate ideológico no se transforman los sistemas políticos. Pero él, y lo reconoce, no es hombre para tal acción. Si pudiera entonces organizar un partido desde la clandestinidad, y una vez organizado infiltrar los cuarteles, realizar un trabajo de zapa; convencer a un grupo de oficiales y después sí dar el golpe. El gran golpe para cambiarlo todo. Lo que hace falta es una cabeza, un dirigente claro con objetivos muy precisos. —Yo soy ese dirigente. Es decir, al líder lo tenemos, que es lo más importante, ahora hace falta que el pueblo me siga. Eso es todo.
Colombia era un laboratorio, una escuela viva que va a complementar muy bien sus lecturas, pues el país arde en reformas que nunca se cumplen, en revoluciones que nunca se materializan y en conmociones que todo lo empeoran. Es un país en guerra civil perpetua desde que mataron en Berruecos a Antonio José de Sucre. Lo que más le interesa a Rómulo es el asunto de las huelgas y el de la organización de los sindicatos, que ya en Colombia se han fortalecido. La invasión por parte de las fuerzas militares de la zona bananera, la huelga general contra la United Fruit Company, ese permanente ambiente de lucha, de guerra y de despiadada acción represiva del gobierno, trazan una confusa realidad que le hace ver a Betancourt que la mayor mentira del mundo es creer que pueblo alguno pueda emprender una revolución. Sin cabeza no hay dirección, insiste. Por allí se topa con Jorge Eliécer Gaitán —el Quijote mestizo, como le llama el filósofo Germán Pinto Saavedra— quien lo electriza con su verbo. Aunque no hay que dejar de tomar en cuenta que Gaitán fue más santanderista que bolivariano.
Gaitán y Rómulo tenían posiciones distintas en cuanto al concepto «oligarquía». Para Rómulo era sinónimo de aristocracia, de casta, de burguesía o clase capitalista, para Gaitán algo más: «concentración del desordenadamente cuanto caía en sus manos. Se fue a servir al ejército de Estados Unidos donde alcanzó el grado de sargento, luego se ganaría la vida traduciendo del inglés al español artículos de la revista Reader’s Digest (cuya versión en español corresponde a la conocida Selecciones), a la cual más tarde le serviría de corresponsal.
Escribió cuentos y ensayos, dictaba conferencias y se hizo querer por los sindicalistas petroleros de aquella época.
La explotación del pueblo colombiano era de las más sórdidas y macabras de América Latina. Había en el aire olor a sangre quemada, a fuego repelente y voraz en todos los campos; una paila infernal. Contra el poder gringo no hay pueblo que pueda, va pensando Rómulo. ¿Será por estas contradicciones y circunstancias que Betancourt actúa y reacciona histérico, amargado y por lo que sus camaradas de lucha lo llaman el «compañero hígado»?
La experiencia del inmenso caos latinoamericano le hace pensar a Rómulo que aquí no tienen futuro los proyectos de la izquierda, la esperanza de una gran sublevación popular que lo cambie todo desde la raíz. En México había fracasado, en Nicaragua los esfuerzos de César Augusto Sandino no habían aportado, para él, nada positivo; tampoco en Cuba con las acciones contra Gerardo Machado; mucho menos en Perú, donde los ideales del APRA estaban sufriendo deformaciones que amenazaban convertirlo en un partido de centro izquierda. En su diario de campaña, Betancourt había copiado un texto, de la mejor época de Víctor Raúl Haya de la Torre, que consideraba debía ir estampado en el frontispicio de todos los movimientos revolucionarios de América Latina. Para Rómulo, políticamente, en nuestro continente sólo debía decidirse por un gran partido, el del Gran Socialismo Indoamericano.
Decía Haya de la Torre: “El APRA es el partido continental antiimperialista e integracionista de la gran nación latinoamericana —que los apristas llamamos Indoamérica— y que el genio del Libertador Simón Bolívar quiso unir. El integracionismo latino o indoamericano que bajo la égida gloriosa bolivariana fue el supremo ideal de la Revolución de la Independencia, incumplida con la desunión de nuestros pueblos, distanciados por paralizantes nacionalismos chicos, es hoy el imperativo histórico, realista e ineludible de nuestro común destino. Alcanzarlo es tarea que en lo fundamental corresponde a los latinoamericanos mismos…
De algo estaba muy claro, y se lo repetía a sí mismo Rómulo una y mil veces: sin los Estados Unidos no se puede ni se debe gobernar en Latinoamérica; sencillamente porque se desataría un conflicto de intereses de enormes dimensiones que imposibilitaría el desarrollo económico y funcionamiento estable o equilibrado de ningún gobierno.

















