Refiere Sant Roz, en una parte autobiográfica de su novela “Muerte ad honorem”, que un día de 1978, iba un poco perdido en un laberinto de calles de San Diego, California (Estados Unidos) “bajo un abrasador sol otoñal”, cuando vio a un anciano rechoncho y gruñón, que le llamó la atención por su aspecto innegablemente español. Por buscarle conversación, le preguntó por la salida en medio de un enredo de callejas y avenidas en el centro de la ciudad de San Diego, California. El viejo, se negó a responderle y siguió su camino. Como ambos tomasen el mismo rumbo, luego de un trecho, el anciano cambió su humor, se detuvo, se ve que era fumador, tenía en su mano un yesquero, se estuvo tanteando el bolsillo de su chaqueta; estaba algo fatigado, encendí{o un cigarrillo e invitó a Sant Roz a que le siguiera hasta el parque Balboa. Se sentaron en unas bancas de hierro, bajo las sombras de unos frondosos pinos y en medio de varias ardillas que al parecer le conocían. Dado un primer paso de acercamiento, verificado por el desconfiado anciano, éste se presentó como Ramón J. Sender. Sant Roz no se imaginó que ese anciano barbudo, receloso, solitario y aburrido era Profesor de Literatura Española en importantes universidades de Estados Unidos y que, además, era un gran escritor, conocido mundialmente y que en varias ocasiones había sido nominado al Premio Nobel de Literatura. Sender había llegado a Estados Unidos como un exiliado de la guerra civil española, huyendo de la persecución de los franquistas. Había pasado una temporada en México donde escribió varias novelas.
El anciano le dijo sin muchos preámbulos:
- Si usted no escribe se lo llevará el diablo.
- Por qué me lo dice.
- Porque lo conozco, sé que tienes muchas cosas que decir.
- Pero no sé escribir, señor.
- De eso me encargo yo. Desde mañana comienzan las clases…
Desde cualquier lugar de la ciudad de Mérida que se mire hacia la Sierra Nevada, uno tiene la impresión que basta alargar el brazo para tocar sus laderas y un poco más allá, palpar con los dedos la nieve de los puntiagudos picos. La realidad es otra. Empezar las empinadas cuestas, es como para desanimarse, pensárselo y hasta tirar la toalla. Seguramente usted siga insistiendo, pero otra vez, después de unos cuantos pasos, mientras más insista, verá que como que la cumbre se aleja o se hace más elevada. En la escritura sucede que se escribe montones de folios, que uno cree son una maravilla, lo mejor de nuestro tiempo, dignos de la admiración de Cervantes, de Shakespeare, de Goethe, de Dostoiewsky… pero en cuanto llevamos esas supuestas acabadas obras al Maestro y éste las somete a su implacable lupa y replica que eso está muy verde, y que si es posible lo mejor sería echarlo a la basura y empezar de nuevo, y de este modo recibir tal metralla una y otra vez, es un ejercicio que nos coloca al borde de la locura y de la desesperación. La mayor lucha con uno mismo. Para la escritura hay que tener paciencia del campesino que ve como su siembra no da los frutos que espera, que trata de estudiar el tiempo, la lluvia y el viento, la tierra y mil fracasos, pero que nada lo doblega ni lo arredra, y persiste y en eso se le va la vida.
Esto mismo le sucedió a José Sant Roz con su Maestro Ramón J. Sender. El Maestro intuye que, aunque tal o cual escrito no esté del todo acabado, aun así, algo de él puede salvarse. Pero esa salvación implica sacar a flote una idea, otra vida, algo más cercano a la luz de los sueños, que podría ser un mundo más real o auténtico que el que tenemos. El Maestro orienta, da premisas, enseña el camino y cómo se debe andar, pero no fabrica escritores, tampoco dice cómo ni qué hay que escribir, no da estilos. Un ejemplo es que el estilo de Sant Roz es su coraza de lucha, totalmente diferente al de su guía Ramón Sender, y también al de su hermano Argenis. Es el de una cruenta sinceridad y de una gran responsabilidad con la época en la que vive. Su entera libertad para decir lo que siente y lo que piensa
Sant Roz recuerda que Sender, un día, luego de mucho insistir y batallar frente a la máquina de escribir, revisando sus trabajos, le habló con dureza y le dijo: “Quizá yo me equivoqué. No te hagas muchas ilusiones; mejor no insista, entonces”. Pero ya Sant Roz estaba tocado por el demonio y emprendió por sí mismo el camino de lo que debía hacer en la escritura, y lo vio todo bien claro. Ya no necesitaba un guía ni un maestro, sino vivir, conocer al hombre y luego enfrentarse consigo mismo en la más extrema soledad. Llegó al punto de claridad en que sólo contaba consigo mismo. En el que ya era imposible el desánimo y en el que ningún vendaval lo doblegaría. La escritura se había convertido para él en un mandato, en un apostolado, en un destino o misión ineludible. Un día Sant Roz empacó maletas y, con su esposa e hijos, se marchó a los Estados Unidos con el fin de hacer un Ph.D en Matemáticas; lleva en su haber una Licenciatura del Instituto Pedagógico de Caracas y un Magister de la Universidad de Carabobo (en un convenio con la Universidad de Oklahoma). Que Sant Roz se haya inclinado desde el principio por las ciencias exactas y no por las humanísticas no tiene nada de raro. Si se tiene algún talento para la escritura todo lo que se aprenda de otras ciencias ayudará en las ideas, en el propio acto de creación.
AUTOR: Pedro Pablo Pereira
En San Diego, Estados Unidos.
Refiere Sant Roz, en una parte autobiográfica de su novela “Muerte ad honorem”, que un día de 1978, iba un poco perdido en un laberinto de calles de San Diego, California (Estados Unidos) “bajo un abrasador sol otoñal”, cuando vio a un anciano rechoncho y gruñón, que le llamó la atención por su aspecto innegablemente español. Por buscarle conversación, le preguntó por la salida en medio de un enredo de callejas y avenidas en el centro de la ciudad de San Diego, California. El viejo, se negó a responderle y siguió su camino. Como ambos tomasen el mismo rumbo, luego de un trecho, el anciano cambió su humor, se detuvo, se ve que era fumador, tenía en su mano un yesquero, se estuvo tanteando el bolsillo de su chaqueta; estaba algo fatigado, encendí{o un cigarrillo e invitó a Sant Roz a que le siguiera hasta el parque Balboa. Se sentaron en unas bancas de hierro, bajo las sombras de unos frondosos pinos y en medio de varias ardillas que al parecer le conocían. Dado un primer paso de acercamiento, verificado por el desconfiado anciano, éste se presentó como Ramón J. Sender. Sant Roz no se imaginó que ese anciano barbudo, receloso, solitario y aburrido era Profesor de Literatura Española en importantes universidades de Estados Unidos y que, además, era un gran escritor, conocido mundialmente y que en varias ocasiones había sido nominado al Premio Nobel de Literatura. Sender había llegado a Estados Unidos como un exiliado de la guerra civil española, huyendo de la persecución de los franquistas. Había pasado una temporada en México donde escribió varias novelas.
El anciano le dijo sin muchos preámbulos:
- Si usted no escribe se lo llevará el diablo.
- Por qué me lo dice.
- Porque lo conozco, sé que tienes muchas cosas que decir.
- Pero no sé escribir, señor.
- De eso me encargo yo. Desde mañana comienzan las clases…
Desde cualquier lugar de la ciudad de Mérida que se mire hacia la Sierra Nevada, uno tiene la impresión que basta alargar el brazo para tocar sus laderas y un poco más allá, palpar con los dedos la nieve de los puntiagudos picos. La realidad es otra. Empezar las empinadas cuestas, es como para desanimarse, pensárselo y hasta tirar la toalla. Seguramente usted siga insistiendo, pero otra vez, después de unos cuantos pasos, mientras más insista, verá que como que la cumbre se aleja o se hace más elevada. En la escritura sucede que se escribe montones de folios, que uno cree son una maravilla, lo mejor de nuestro tiempo, dignos de la admiración de Cervantes, de Shakespeare, de Goethe, de Dostoiewsky… pero en cuanto llevamos esas supuestas acabadas obras al Maestro y éste las somete a su implacable lupa y replica que eso está muy verde, y que si es posible lo mejor sería echarlo a la basura y empezar de nuevo, y de este modo recibir tal metralla una y otra vez, es un ejercicio que nos coloca al borde de la locura y de la desesperación. La mayor lucha con uno mismo. Para la escritura hay que tener paciencia del campesino que ve como su siembra no da los frutos que espera, que trata de estudiar el tiempo, la lluvia y el viento, la tierra y mil fracasos, pero que nada lo doblega ni lo arredra, y persiste y en eso se le va la vida.
Esto mismo le sucedió a José Sant Roz con su Maestro Ramón J. Sender. El Maestro intuye que, aunque tal o cual escrito no esté del todo acabado, aun así, algo de él puede salvarse. Pero esa salvación implica sacar a flote una idea, otra vida, algo más cercano a la luz de los sueños, que podría ser un mundo más real o auténtico que el que tenemos. El Maestro orienta, da premisas, enseña el camino y cómo se debe andar, pero no fabrica escritores, tampoco dice cómo ni qué hay que escribir, no da estilos. Un ejemplo es que el estilo de Sant Roz es su coraza de lucha, totalmente diferente al de su guía Ramón Sender, y también al de su hermano Argenis. Es el de una cruenta sinceridad y de una gran responsabilidad con la época en la que vive. Su entera libertad para decir lo que siente y lo que piensa
Sant Roz recuerda que Sender, un día, luego de mucho insistir y batallar frente a la máquina de escribir, revisando sus trabajos, le habló con dureza y le dijo: “Quizá yo me equivoqué. No te hagas muchas ilusiones; mejor no insista, entonces”. Pero ya Sant Roz estaba tocado por el demonio y emprendió por sí mismo el camino de lo que debía hacer en la escritura, y lo vio todo bien claro. Ya no necesitaba un guía ni un maestro, sino vivir, conocer al hombre y luego enfrentarse consigo mismo en la más extrema soledad. Llegó al punto de claridad en que sólo contaba consigo mismo. En el que ya era imposible el desánimo y en el que ningún vendaval lo doblegaría. La escritura se había convertido para él en un mandato, en un apostolado, en un destino o misión ineludible. Un día Sant Roz empacó maletas y, con su esposa e hijos, se marchó a los Estados Unidos con el fin de hacer un Ph.D en Matemáticas; lleva en su haber una Licenciatura del Instituto Pedagógico de Caracas y un Magister de la Universidad de Carabobo (en un convenio con la Universidad de Oklahoma). Que Sant Roz se haya inclinado desde el principio por las ciencias exactas y no por las humanísticas no tiene nada de raro. Si se tiene algún talento para la escritura todo lo que se aprenda de otras ciencias ayudará en las ideas, en el propio acto de creación.