JOSÉ SANT ROZ
La atmósfera general que dejó en Venezuela la «revolución libertadora», debió producir en Rómulo Betancourt hondas tensiones morales. Él no supo o no tenía las convicciones necesarias, como tampoco la audacia personal suficiente para abrir un nuevo cauce de valores morales para su pueblo.
No encontró de toda aquella generación de soldados, de líderes e intelectuales, uno solo que hubiese medio abierto una brecha realmente propia a la pertinaz guerra fratricida. Había llegado Gómez para acabarla, pero como un tapón brutal, a costa de llenar las cárceles y los camposantos, de entregar todos nuestros recursos a Estados Unidos a cambio de su protección y apoyo. Es decir, a cambio de convertirnos otra vez en una colonia, peor que la sufrida bajo la bota de los españoles. El padre de Rómulo, que padeció aquella «revolución libertadora», se la relató a su manera, mencionándole a un protagonista importante, el «patriota» Julio Calcaño Herrera. Una historia que le dejó a Rómulo un residuo indisoluble, al no encontrarle un cauce ni contexto sobre el cual fundamentar una teoría o un programa sólido para la refundación de la República; esta honda frustración debió hacerle sentir que él era sólo un accidente en esta tierra y que, por tanto, debía actuar y pensar como un ser que va a cumplir la tarea de encontrar una solución meramente pasajera a un drama y conflicto insolubles.
He aquí los hechos que cayeron sobre él como ácido sulfúrico y que le produjeron esa resignación filosófica al constatar que nosotros, en el sistema en que nos desenvolvemos, no tenemos una salida honorable.
En 1901, a Cipriano Castro ya no le engañaba nadie. Él también había creído durante mucho tiempo que el progreso de un país se fundamentaba en lo que hicieran para su propia prosperidad los hacendados, banqueros, grandes propietarios de comercios. Porque, a fin de cuentas, de esta prosperidad acababa beneficiándose el pueblo.
Estos eran los hombres que producían y que daban empleo y de qué comer a la gente. Entonces, se formó la idea de que éstos eran los hombres más preciados de una república, a quienes el Estado les debía todo y que, en consecuencia, merecían ser ayudados y protegidos por todos los gobiernos. Pero, Castro no tenía un programa alternativo para esta grave realidad, de ahí su horrible tragedia. Betancourt, en un principio, buscó una salida alternativa mediante el estudio del marxismo.
Realmente, el país nunca iba a salir de abajo con invasiones desde afuera, con guerras intestinas; el asunto no era conseguir o no un parque, dinero, pelotones de soldados arreados desde las haciendas, desde los pueblos. No, la solución se encontraba en un nuevo pensamiento, en un nuevo programa político y humano que naciera de nosotros mismos. ¿Pero dónde estaba ese pensador que una vez tuvimos con Bolívar? ¿dónde?
Que las leyes trataran de enjuiciar a un ganadero, a un rico propietario, era casi como atentar contra los valores sagrados del Estado. Esta gente, además, siempre era «generosa», prestaba dinero y peones, comida y ganado, bestias y armas para todas las insurrecciones que con frecuencia se encendían contra cualquiera que estuviese mandando. Les daba igual que fuesen liberales o conservadores, verdes o amarillos, azules o blancos. Si perdían, cobraban, si ganaban, también eran resarcidas con sobrada largueza sus «pérdidas», lo que habían «apostado». Estos oligarcas, además, tenían muy buena prensa; eran los seres más generosos, humanos, cordiales y sacrificados en todos los pueblos y regiones, los prohombres.
Un rico tenía mucho más poder que un militar, que un obispo, que el presidente de la República; él estaba en su casa tranquilo y hasta allá iban los poderosos a pedirle consejos, cargos, a ofrecerle negocios con grandes ventajas a su favor. Un rico no tenía que mover ni un solo dedo para seguir engrosando su fortuna.
En lo más íntimo de sí mismos, estos ricos miraban a las gentes de su propio país con el mayor desprecio; consideraban que sus obras no eran apreciadas por el pueblo y que la nación no se merecía sus sacrificios, sus desvelos por hacer dinero y por producir para esos ingratos compatriotas. Las fuentes de sus riquezas estaban en Nueva York, en París, Berlín, Londres o Roma.
Desgraciadamente, cuando los intereses de un rico eran tocados se disparaban todas las alarmas; se molestaba la Iglesia, se molestaba la prensa, los intelectuales; se perturbaban las universidades con sus investigadores y académicos; se irritaban los diplomáticos y, por así decirlo, se alteraba la armonía y el equilibrio todo de la nación. Había que pensárselo muy bien.
Así, muchos jóvenes patriotas y talentosos se fueron a la guerra liderados por el general Manuel Antonio Matos, creyendo de buena fe que este hombre representaba, las columnas del saber, las sagradas virtudes del trabajo, lo más sublime del progreso. Esto fue, por ejemplo, lo que movió al ingeniero Julio Calcaño Herrera a unirse a más de setenta generales que se habían rebelado contra Cipriano Castro, bajo las órdenes del potentado Matos. Julio, que vivía en Caracas, se despidió de su madre con un beso en la frente. Iba a La Guaira y, de allí, partiría a Trinidad. Su progenitor lo acompañó hasta la estación de trenes en Catia, donde se abrazaron como si no se fuesen a ver más, lloraron y, finalmente, el padre le dio la bendición. Una vez acomodado en su asiento dejó vagar su imaginación, soñando en lo que le depararía el porvenir: la instauración de un gobierno democrático y fuerte, dirigido por hombres probos y capaces; con una prensa libre y totalmente independiente, responsable y mesurada; progreso y desarrollo por doquier, en las industrias, en la agricultura; obras de riego, plantas hidroeléctricas y proliferación de vías de comunicación a lo largo y ancho de todo el país. Claro, Julio era lo que nosotros llamamos un hombre «culto» y «estudiado». Se había formado en Europa y en Estados Unidos y, para él, la única manera de salir de abajo era copiando los modelos de estos prósperos países y apoyando en todo lo que dispusiesen hombres como Manuel Antonio Matos. Julio, convertido en uno de los edecanes de Matos, participó en la invasión a su país, en la llamada «revolución libertadora». Cuando estaba en plena batalla, cerca de La Victoria, miró con mucha pena a su jefe. El pobre Matos se colocaba en la línea de fuego, subía a uno de los cerros de la Curia, y como hombre fino y de mundo, con su traje impecable, abría su parasol para no quemarse con el implacable sol caribeño. Aquel inmenso parasol, por supuesto, era un fácil blanco para las fuerzas de Castro, por lo que Matos con frecuencia debía estar moviéndose. Con su fino catalejo de oro, Matos buscaba al enemigo y trataba de calibrar la calidad de las armas que poseía. Todo esto le provocaba un inmenso dolor a Julio, quien consideraba que a Matos lo debían dejar gobernar sin muchos miramientos. Lo merecía, él era realmente el hombre indispensable. Julio escribió: «Matos es un hombre social, culto, de relevantes méritos personales y reconocido financista; estaba mejor preparado para dirigir la República ya encarrilada en el camino de la paz, desarrollando un movimiento de verdadero progreso, más que todo por sus variadas residencias en las grandes ciudades europeas y su espíritu asimilador. Pero como jefe de una revolución armada carecía de arrebatos heroicos y geniales, tan necesarios en los conductores de multitudes que luchan por grandes ideales. Le faltan esos golpes maestros que transforman una derrota en un triunfo y que hacen que un hombre, sólo con su cabeza y su constancia, sea la máxima representación de todo un ejército».
Matos ya tenía más de treinta años en estos trajines de los grandes negocios y de la política, desde la época de Antonio Guzmán Blanco.
Había sido ministro muchas veces; asesor infaltable de todas las guerras; prestamista de los alzados de cualquier bando y gran progresista, ¡lástima que el país nunca pudo avanzar en nada! Nadie pudo «legítimamente» acusarlo de nada, porque todo lo que hacía era por el bien de la patria. Derrotado, dejó a sus fuerzas y huyó a Estados Unidos. Julio siguió batallando hasta que lo agarraron y lo metieron en la cárcel. Luego, se hizo furibundo gomecista y vivió próspero, muy rico y afortunado, bajo esta larga dictadura en que se desempeñó como secretario general de gobierno de Nueva Esparta; posteriormente integrante del Comité Venezolano de la Sociedad Panamericana que presidía Rudolph Dolge (mister Rudolf era representante del gobierno de Estados Unidos, y defensor de los intereses de la Orinoco Corporation, la cual tenía enormes deudas pendientes con la justicia venezolana). Finalmente, don Julio al hacerse presidente del exclusivo club para millonarios El Paraíso, bajo esa misma dictadura de Gómez, colmó todos sus sueños civilistas, humanos y morales. En diciembre de 1905, el agregado militar de Estados Unidos en Venezuela presenta un plan para derrocar a Castro, por considerarlo un hombre terriblemente peligroso para el mundo civilizado. El 20 de junio del siguiente año, Estados Unidos rompe relaciones con Venezuela, al no aceptar Castro el arbitraje propuesto por Washington, como tampoco a atender los reclamos de indemnización por parte de ciudadanos norteamericanos en los casos de la Manoa Corporation, The Orinoco Steam Ship Company y la Compañía de Asfalto. Este es parte del legado económico, político y humano que va a recibir Rómulo Betancourt, con el que tendrá que luchar para tratar de entender a ese pueblo que anda en una búsqueda desesperada de un guía, de un líder.