Hartmann de Betancourt, Renée: Refiere en sus memorias que cuando estudiaba tercer año de medicina, el contacto con los pacientes del hospital donde trabajaba, sus enfermedades y miserias, le hicieron recordar que las soluciones a tantos problemas debían ser resueltos algún día por los pedenistas (P.D.N.), quienes luego habrían de fundar al partido Acción Democrática. Confiesa que entonces, al fin había encontrado en AD, cuando se fundó, el instrumento idóneo para resolver los niveles de adecentamiento que la Nación requería. En 1952, la señora Hartmann estuvo presa en la Seguridad Nacional; ella misma dice que era una mujer muy atractiva, que se arreglaba bien, y que por supuesto que aquello debía causar sensación en una cárcel. Pedro Estrada era tan caballeroso, que le permitió tener en su celda calentador eléctrico ajustable a la regadera; don Pedro impuso en aquella época, que los presos tuviesen libreta de ahorros. Un día, refiere, que vio una rata en su cuarto y que ella provocó tales alaridos que los guardias tuvieron que matarla a tiros.
Hartmann de Betancourt, Renée: Cuando la expulsaron del país, a doña Renée, su pobre padre le dio una carta de crédito por diez mil dólares, para que no pasara hambre. Yo creo que a diez mil dólares no llegaba el presupuesto, en aquella época, de una gobernación de Estado; pero así sufrieron los fundadores de nuestra democracia representativa.
Hartmann de Betancourt, Renée: Caída la dictadura, Rómulo Betancourt vuelve a Venezuela y en un acto de masas en el Silencio da un discurso. Cuenta la señora Renée en sus memorias: “cuando pronunció la palabra: «Conciudadanos», la señora Aurelena de Ruiz Pineda (viuda de Leonardo y casada en segundas nupcias con el doctor Alejandro Ferrer) se orinó las pantaletas; Alejandro y yo nos reímos mucho…» cuando en 1959, Fidel Castro viene a Caracas, la señora Hartmann siente una gran desilusión por este hombre, «lo consideré inmaduro y a sus soldados una mascarada bastante ridícula». Fue a finales de 1963 cuando Betancourt formalmente le pidió la mano. Entonces ella, que debía tener más de cuarenta años, le dijo que consideraba prudente que hablara con su hijo Alfredo Coronil Hartmann. Y así se hizo. Les expusieron a Alfredito su idea de alejarse de Venezuela y que era «absurdo que a nuestra edad nos pusiéramos a esperar un divorcio para reunirnos… Alfredito era listo y lo comprendió todo… «.
Hartmann de Betancourt, Renée: El 11 de abril de 1964, Rómulo Betancourt y Renée de Hartmann iniciaron una de las más impresionantes vueltas al mundo: Nueva York («donde Rómulo vio por primera vez un Greco y Goya», p. 208), San Luis (Missouri), San Francisco (California), Berkeley, Los Angeles, Honolulú, Yohoham (Japón), Tokio, Kyoto, Kobe, Hong Kong, Kowloon, la frontera de la China Roja, Manila (Filipina), Singapur, Islas de Penang, Bombay, (donde compraron el kama Sutra), Adén, Egipto, Port Said, Barcelona, Gibraltar, Londres (donde los recibió Alfredito), París, Bruselas, Luxemburgo, Bélgica, Colonia, Francfort, Bonn, Amsterdam, Reims, Metz, Estraburgo, La Haya, Rotterdam, Volendam, Amsterdam, Lorena, Alsacia, … ; llevaban guardaespaldas y una secretaria privada para el expresidente. Betancourt era un hombre aburrido, que junto a su esposa, en grandes trasatlánticos, su pasatiempo preferido era buscar parecidos a las personas. (p. 213-214). Y confiesa doña Hartmann que le llamaba mucho la atención el hecho de que a Rómulo se le despertaba el apetito cuando más nervioso estaba. Esto lo pudo comprobar de manera fehaciente cuando se mató don Alejandro Oropeza en un accidente aéreo.
Hartmann de Betancourt, Renée: En 1965, la pareja hizo un toque técnico en el infierno venezolano; Venezuela comenzaba a producirles incomodidad, pena y asco. Pronto volvieron a viajar, y se fueron a Nápoles, donde Betancourt no dejaba de pedir espagueti con aceite y ajo, uno de sus platos preferidos: «El Rosso E Nero era nuestro sitio de perdición…».
Hartmann de Betancourt, Renée: En 1973, doña Renée comprobó que el venezolano había perdido su capacidad de protestar, de encarar los problemas con seriedad y de buscar soluciones. El país estaba sumergido en el vicio inefable de la corrupción, y ya al parecer, Betancourt no podía hacer nada para evitarlo. Nunca había podido. Y doña Renée, viendo el despelote de nuestra nación echaba de menos su Berna donde nunca se le descompuso «la cocina, el calentador ni la refrigeradora… La realidad es que no tuve el 90% de los ridículos pero fatigantes inconvenientes que se me presentaron en Caracas». Y añade: «Yo sentía que el calor me estaba haciendo un daño enorme, pero así y todo tuve que estar de pie hasta las doce de la noche. Cuando se fueron los visitantes, me di un largo baño y me acosté. No podía dormir por el calor, el cansancio y los ruidos de la avenida. Sentí deseos de llorar, cosa bastante rara en mí. Añoraba mi casa en Berna y el silencio. Recordé que el cuarto de Rómulo, situado al lado del mío, tenía aire acondicionado…».
Hartmann de Betancourt, Renée: Las faenas de esta humilde pareja Betancourt-Hartmann, en los años setenta, las consumieron, mitad en Europa y una cuarta parte en Paicarigua, el primer búnker adeco. Aburridos, asqueados de ser la pareja más famosa de Latinoamérica, a mediados de los setenta, se dieron un largo viaje por los países escandinavos; y hasta se entretuvieron recorriendo los teatros pornográficos y la calle de las prostitutas. «Una vez fuimos a (un espectáculo) pornográfico…», contó doña Renée. La vida se les iba en visitar peluquerías, restaurantes y las mejores tiendas. Betancourt cada vez que la llevaba a un restaurante (que debió ser todos los días) le daba una sorpresa; con un beso le entregaba una cajita en la cual iba un rubí, perlas, diamantes o esmeraldas. Aquella pobre mujer debió parecer una burriquita muy bien enjaezada, cargada de piedras preciosas. Y doña Renée llegó a confesar que conocía París mejor que Caracas.
Hartmann de Betancourt, Renée: En 1980, Betancourt comenzaba a hacerse autocríticas, pero no podía hacer ya nada contra los ladrones que rodeaban a CAP. Rómulo decía que CAP había abusado de su confianza. En medio del horrible escándalo que levantaban las polémicas sobre el caso del Sierra Nevada, el 9 de septiembre asistió con Renée a la Cena Sindical, y el 11 a la Cena Aniversaria de AD, la cual se llevó a cabo en el Hotel Caracas Hilton.
El 5 de agosto de 1981, Rómulo llevó a Tutú al veterinario. Quién lo iba a pensar, que aquel Rómulo que se vanagloriaba diciendo: “Ni me empantuflo ni me enchinchorro”, se encontraba ahora realmente emperrado. Ese año volvieron a hacer planes para irse a la fabulosa Nueva York, llevando con ellos a Tutú; Alfredo les acompañó al aeropuerto y llevaba éste a la perrita en las piernas. Fue una época en que los petrodólares estaban provocando una fiebre por adoptar perros y perras, y se los llevaban a recorrer al mundo. Era casi una vergüenza, andar por el mundo sin una bicha de cierto pedigrí. La gente de la «high» para darse caché le preguntaba a los de su clase, cuando los encontraba en las grandes urbes y metrópolis: «-¿Y tu perra?, ¿donde dejaste a tu perra?». Y cuenta la señora Hartmann: «Nos dimos cuenta de que la perrita sangraba, es sumamente nerviosa y creo que los arreglos del viaje le adelantaron el primer celo». ¡Dios mío, quién podía llegar a imaginarse que Tutú fuera un día a hacer pipí en Central Park! «Los americanos que tienen debilidad por los perros, la piropeaban, llovían (sic) los nice, pretty, beatiful y Rómulo se sentía lleno de orgullo». El 10 de septiembre los escoltas de la pareja pasaron el día buscando a Tutú quien se perdió en Central Park. Fue algo terrible. Arroyo, uno de los guardaespaldas, decía: «Si no la alcanzo me asilo a la Embajada de la Unión Soviética, porque yo no me presento delante del Presidente sin ella».
Este fue el último viaje, pues Rómulo en Nueva York sufrió una caída y se murió a las 4,17 minutos de la tarde del 28 de septiembre de 1981. Se dijo que había muerto endeudado, como “un limpio”, y el entierro lo tuvo que pagar el gobierno. Ante su féretro CAP dijo: “era lo más cerca de Bolívar que ha parido Venezuela”.
La señora Hartmann concluye: «El féretro fue descendiendo lentamente… Recordé la valla que había visto en el camino hacia el cementerio; decía: Rómulo, los espíritus grandes no mueren. Acompañada de mi hijo y del Mayor, lentamente me dirigí hacia el automóvil. Cuando entramos en él, Alfredo apoyó su cabeza en mi hombro y lloró como un niño…».