25 de Noviembre. Lunes.
Por la mañana en el bufete de Márquez Salas. Trato de ganarle unos centavos haciéndole fichas de casación. Por la tarde de nuevo en el bufete. Hablamos de literatura. Yo recuerdo un viaje que hice con Calzadilla al Orinoco. Márquez Salas me pregunta:
- ¿Tú nunca has hablado mal de mí, verdad?
- ¿Por qué? – le respondo.
- No, nada-, me dice y se ríe.
- Aquí, entre nos – continúa – ¿a quien consideras tú, el mejor cuentista de los últimos quince años en Venezuela? Di, no importa con sinceridad. No porque sea yo el que te haga la pregunta.
Pienso en varios nombres: Díaz Solis, Adriano, yo mismo, etc.
- Tú, sin dudas – le digo-. Después considero a Adriano.
- ¿El hombre en el lago? -me dice. Pienso que no dice bien el título o no lo recuerda y le digo:
- Si, “En el lago”. Todo el libro, Las hogueras.
- Si, pero me parece que ninguno de sus cuentos, (los de Adriano) llegan a “El hombre y su verde caballo”[1].
- Ese es un gran cuento ¿verdad? – se sonríe. Se vuelve en la silla giratoria y levanta “Oficio de vivir”. Este es el mejor diario que se ha escrito en el mundo. ¿Qué has leído tú de Pavese?. ¿Te gusta?
Le digo que si y le enumero las obras que he leído de Pavese. Pienso que Pavese no me gusta mucho, pero no se lo digo.
Oímos unas explosiones, un cañonazos y nos decimos que deben ser los 21 cañonazos que se dice iban a sonar por el entierro de Kennedy. Desde abajo, desde la Avenida Bolívar, sale el tilín tilín de una campana. Luego el grito ronco de la caravana que se dirige a El Silencio llamando al mitin de A.U.P. Me levanto para irme y me pregunta que porqué me voy tan temprano, que si tengo miedo, y le respondo que no, que yo no me encuentro en su posición, con dos entradas a la cárcel, si me agarran de nuevo, no me salva nadie de la Isla del Burro. “-Está bien”, me dice. Son las 6 y 10 pm. Cuando salgo, en la calle, entre gritos de “Viva Arturo”, de Patrullas militares y gente afanada por coger los autobuses, camino lo más cerca de las casas de comercio.
26 de Noviembre.
Pienso que lo que me sostiene es la literatura. Esa obra que uno puede hacer. Se ha perdido la esperanza en todo. “¿De qué vale seguir viviendo, harto el corazón, vacío el mundo?” (Novalis) ¿y si hago una obra de qué sirve en este país? ¿Qué valor tendría? ¡Irse! O morir en una de esas montoneras corrientes en este país de bajas ambiciones. Pensar que muchos de nuestros escritores dejaron obras inéditas porque no pudieron editarlas. ¿Y qué clase de país es éste donde la gente habla de frustración? Bello hubiera muerto en la guerra de independencia y no sería lo que es. ¿Tendrá uno que morir en la calle como un cualquiera? La preparación que uno se ha hecho, ¿la botaremos miserablemente? Por ahora es lo más seguro. Se muere uno en la calle por la situación reinante o esta misma situación obligará a uno a tomar el partido que más nos llama la atención y morir (que es lo más seguro) sin hacer la obra que hemos pensado y por la cual nos hemos desvelado.
Y hablando de partidos. Parece ser que el mejor partido es el del ejército. Supongo que donde sea y en el sistema que sea. Sanabria llegó a ser lo que fue (Presidente por dos meses, pero presidente al fin y al cabo) porque era profesor de Derecho de los militares. Por algo será que todos o casi todos los presidentes de Venezuela han sido militares.
Por la tarde Márquez Salas y yo recordamos a Mariño Palacios. Yo no le conocí, he leído sus tres libros. Me llamaron la atención en el debido tiempo y desde entonces lo admiré. No lo he releído últimamente pero conservo mi admiración por esa dedicación constante que demostró mientras pudo escribir. Márquez Salas dice que es el Rimbaud venezolano. Puede ser. Para mi es el más precoz de los escritores venezolanos, no el Rimbaud.
Lectura de Faulkner y de Sartre. Escribo un relato que posiblemente rompa.
27 de noviembre. Miércoles.
Me levanto a eso de las seis y media y Julieta me recuerda, señalándome la fecha del periódico, que cumplo 28 años. A las ocho me dirijo a un registro que queda cerca del Panteón a hacerle un trabajo a Márquez Salas. En el trayecto, en la esquina de Mercedes, oigo que me gritan. Me vuelvo y me encuentro con la muy sonriente cara de Luis Rodríguez M., secretario de la embajada de Venezuela en Chile. Me toma por el brazo y entramos a un café. Me dice que vino hablar con el ministro del exterior, pero que no lo ha podido ver. Piensa pedir el cambio a España, me dice. Allá le han hecho la vida imposible, en la misma embajada. El sector militar, me dice son perezjimeniztas y no están de acuerdo con el folleto que escribió. ¿Qué hago? Nada, le contesto. Me dice que aquí se prepara una nueva coalición sin Copei para cuando se vaya Betancourt. “Betancourt es la manzana de la discordia”, agrega. Dáger le dijo eso. W entraría a formar parte de esa coalición. “Acércate a Dáger, me dice. Él te tiene aprecio”. Le digo que esperaré a que pasen las elecciones. Me da su teléfono y se aleja.
Paso la mañana en el registro. En una librería de la Avenida Urdaneta compro El Diario y el Napoleón de Stendhal y me robo Santuario, de Faulkner. Almuerzo en casa. Mi mamá que me espera en casa para recordarme el cumpleaños. Adolfo que me dice, que me haga cargo de sus clases en el colegio Santa María. Por la tarde en el escritorio de Márquez Salas. Salimos juntos y nos metemos en una librería vieja. Compramos (o compra él, mejor dicho) varios libros que le recomiendo. Resulta que el dueño de la librería es padrino de Andrés Marino Palacios. “Que mundo tan chiquito es éste, digo, ayer nada más estábamos hablando de Andrés y hoy venimos, sin saber nada y nos metemos en el negocio de un tío viejo”. El viejo nos saca el libro de cuentos de Mariño y Márquez Salas lo compra y me lo regala. “Aquí hay vida”, me dice señalando el pequeño libro. “Hoy cumplo 28 años”, le digo. “¿Tú?” me contesta. “¿Tú eres tan joven así?”.
El Diario de la Tarde trae la noticia del secuestro del segundo jefe de la misión militar estadounidense.
28 de Diciembre de 1963.
Sábado.
Un cuarto para las siete (p.m) cierro el libro: Silvia, de Nerval. Debe ser la cuarta vez que lo leo, porque cuando lo leí por primera vez lo releí seguido una o dos veces más. Llegaba yo de la provincia y conocía a Juan Calzadilla en la Biblioteca Nacional. Yo leía o procuraba leer los libros que leían los demás. Sobre todo, los que leían las personas mayores que yo. Era en 1954 y Calzadilla trabajaba en el Ministerio de Justicia y vivía con una escultora – primitiva de Altagracia de Orituco, por los lados del Panteón. Allí dormíamos los tres en un solo cuarto. Fidelia hacía bustos de Vallejos y Miguel Hernández. Juan escribía en casi todos los periódicos. Una noche, en una borrachera, nos decidimos a dar un viaje. Escogemos el Orinoco. Fidelia salta convertida en una fiera y se lanza a la calle. Nosotros detrás. Juan me va diciendo que es peligrosa, que puede suicidarse, una vez lo intentó, que si no le he visto la cicatriz que tiene en el cuello, fue con una hojilla. Registramos puentes, calles, plazas. No aparecía. Me creo culpable. Pero no me importa gran cosa. Lo sentía por Juan. Yo leía a Rimbaud, a Lautremont a Sartre. No me importaba gran cosa. Cuando regresamos a eso de las dos de la madrugada Fidelia se encuentra en la habitación, ebria. Al otro día, por la noche, Juan y yo dejamos Caracas. Yo escribo poesías. No le gustan. “Las culebras del mal reflejo”, le digo, señalando los avisos luminosos. No le gusta, me dice. De resto va callado. Dormimos en San Juan de los Morros en casa de mi mamá. Yo soy un joven poeta, pienso constantemente en Rimbaud, tengo 18 años. Seguimos hasta Las Mercedes. Juan y yo tomamos cubalibre en un bar: “Este viaje nos va a salir bien”, me dice. Piensa escribir un libro que comienza así: “el pueblo entra y sale por una calle”, me dice. Vamos en un camión, arriba, con unos excursionistas. Llegamos de noche a Cabruta. Dormimos a la orilla del río. Son días de sol, de ruletas, de galleras. Yo cargo dos libros: Silvia y Absalón, Absalón. Juan piensa en seguir, pero yo no. No le digo nada, pero aquí hay una negra, gorda, desdentada, que se enamora de mí. Todas las noches desde que llegamos, la negra me dice a la orilla del río: “mete toda esa vaina”. Le digo que yo no (a Juan), me gustaría llevarme a esta negra. Me gusta esto y me gusta el río, le digo. Yo me hago ilusiones con la negra, me la podría llevar para Caracas y vivir de ella. Juan y yo discutimos y él sigue hacia Ciudad Bolívar. Yo, naturalmente, me quedo. Al tiempo, cuando regreso a Caracas, me lo encuentro en una parada de autobús. Ha cambiado conmigo. Lleva lentes oscuros. Pero otro día en la Biblioteca Nacional, Juan está leyendo allí El Idiota. Lo saludo, me trata fríamente. Me dice que se va y salgo con él. Al cabo de 10 minutos y eso cuando se monta en el autobús, me dice: por la ventanilla:
Filedia está mal. Tú debieras visitarla. Está en el manicomio.
Pero no voy, ni lo pienso.
[1] “El hombre y su verde caballo” lo escribió Antonio Márquez Salas y con él se ganó el PREMIO DE CUENTOS DE EL NACIONAL. Ha sido el único, Márquez Salas quien se ganó tres veces el PREMIO DE CUENTOS DE EL NACIONAL…