AUTOR: José Sant Roz
A finales del Siglo XIX, en aquella tierra de muerte y horror fue surgiendo un hombre de determinaciones nacionalistas, don Cipriano Castro. Era músico, bailarín, estudioso, guerrero, inteligente, un político con garra.
Don Cipriano Castro había estudiado música con los maestros Rafael María Sarmiento y José Consolación Colmenares. Tocaba el violín, la flauta y la trompeta, y en sus años de exilio en Colombia se ganaba la vida dando serenatas y amenizando fiestas. La música era el único elemento estético que aquellos hombres se reservaban para su propia autocomplacencia; tocar el Himno, rendir honores con notas y ritmos marciales, da a estos políticos andinos una sensación de poder diferente a las otras artes estéticas. Estos hombres también entendían de tambores de guerra y estaban tratando de leer los signos de lo que les llegaba allende las fronteras. Sobre todo, lo que pasaba en Estados Unidos, un país ya de estructura económica financiera-monopolista, que ahora estaba mostrando un especial interés por utilizar torcidamente los ideales de la unión americana planteada por Bolívar en el Congreso de Panamá. Los gringos llamaron a este proyecto continental «Unión Panamericana» o «Panamericanismo». Castro intuía lo que se traía entre manos Washington, tomando en cuenta las advertencias del Libertador y unas circunstancias en que un voraz huracán comercial amenazaba desde el norte con arrasar y desquiciar a nuestras endebles economías.
No le cabía la menor duda a Castro que el tal Panamericanismo tenía como propósito primordial justificar las anexiones territoriales en América Latina, mantener el saqueo de sus recursos y la continuación del sistema colonial (pero ahora bajo la perspectiva del sistema financiero-monopolista mediante la imposición de una serie de protectorados, la forma neocolonial).
El autor intuye que Cipriano Castro se lo planteó claramente a sus más cercanos colaboradores en los siguientes términos: “Nuestros enemigos no son los venezolanos que están en Caracas o en la sierra de Coro, ni los que se encuentran en Ciudad Bolívar, Valencia, Cumaná o Maracay. Son los mismos que en 1831 estacionaron sus tropas en las Malvinas y en Puerto de Soledad. Los que entre 1846 y 1848 se adueñaron de dos millones de kilómetros cuadrados de territorio mejicano. Los que entre 1855 y 1860 impusieron al filibustero William Walker en Nicaragua. Los que en 1898 intervinieron en Cuba e invadieron y se adueñaron de Puerto Rico. A nosotros, en cualquier
momento, tratarán de invadirnos. Ellos saben que tendrán que pensárselo muy bien, porque aquí se encuentran los hijos de Bolívar, los que nunca se rinden, los que luchan hasta la muerte. Aquí está la patria del Libertador Simón Bolívar, el verdadero genio de la unidad latinoamericana y no de esa trampa que han dado en llamar Unión Panamericana.
Durante todo el Siglo XIX, casi nadie concibe (sólo Bolívar pudo preverlo con genialidad) las redes con las que va armando Estados Unidos su juego de ajedrez de dominio global. A partir de 1897, Norteamérica comienza a descubrir que su enorme producción tiene que buscar otros mercados, que no podrán conseguirse simplemente con tratados o mediante meros acuerdos diplomáticos. Según la nueva doctrina que se estaba debatiendo en la Casa Blanca, no había tiempo que perder, y urgía el diseño de un método expedito para «resolver» potenciales conflictos regionales. Si en algo es experto Estados Unidos es en mantener un equipo muy preparado y estudioso, egresado de las mejores universidades, que permanentemente se está actualizando en el manejo de crisis regionales, caos globales, cómo prevenir desastres y cómo impedir a tiempo la instauración de gobiernos incómodos que puedan poner en peligro la hegemonía de su política en el mundo.
Estos estudiosos estaban encontrando una armónica relación entre generación de conflictos bélicos y crecimiento económico. Sólo un país inmensamente poderoso, con acorazados en todos los mares y con las
armas más letales podía ser capaz de imponer un modelo económico estable y duradero en el planeta. Este modelo, comenzaba a descubrir que el progreso y el desarrollo tecnológico iban a estar en función directa con inversiones requeridas para la movilización de tropas, construcción de flotas para las guerras y de maquinarias industriales para la reconstrucción de zonas devastadas causadas por esos mismos conflictos bélicos. El mundo iba a tener que prepararse para, según este modelo, vivir en un permanente estado de guerra.
Las cuentas estaban claras, si Estados Unidos contaba con cientos de acorazados en todos los mares, era decisivo utilizar el lenguaje del restallar de fusta. Pero también se perfilaban otros sutiles elementos letales muy relacionados con la guerra permanente global, la fórmula de la «autoflagelación». Era igualmente imprescindible mantener de cara al mundo una política de elevado respeto a las leyes y a los sagrados acuerdos internacionales. Cuando un enojoso problema con alguna nación desafecta, amenazaba con entorpecer el flujo económico mundial y no se tuviese a mano elementos contundentes para condenarle e invadirle «a tiempo», con pulcritud y civilizada decencia el naciente imperio aplicaba, sin muchos tapujos, el método del autoatentado; así justificaba, entonces, plenamente el uso sin contemplaciones de sus poderosos acorazados y destructores. La «autoflagelación», combinada con el peligro comunista, será el arma predilecta que el Departamento de Estado aplicará para la defensa de los intereses de su país durante todo el Siglo XX. Por estas y muchas otras razones que iremos exponiendo, Betancourt odiaba la audacia de Castro para enfrentar a los malditos imperios gringos y europeos…